31 de octubre de 2020

La noche de difuntos.

Los jovencitos allegados a los infantes de la casa de los duques tenían permiso cada año para pasar la noche de difuntos en el gran salón. Convertida ya en tradición, a pesar de lo macabro de algunos relatos, era la excusa perfecta para estar lejos de la custodia de sus padres o sirvientes. Dispuestos alrededor de la mesa, esperaban ansiosos tras la cena la llegada de Álvaro y Fernando, los encargados de contar historias y leyendas terroríficas.

Cuando todos estaban frente al fuego hablando de cosas que poco tenían que ver con lo que les esperaba, el ruido de la puerta al abrirse los sobresaltó. Era uno de los criados, que con más fastidio que sutileza anunciaba la llegada de Fernando.

Fernando era un mozalbete de unos veinticinco años que se ganaba la vida como secretario de la casa, trabajo que le daba para comer, sin embargo, su auténtica pasión era escribir cuentos y poemas. Doblaba en edad a la mayoría de los presentes que ese año habían sido elegidos para acompañar a los hijos de los duques. Llamamiento muy codiciado por los progenitores de la zona que ansiaban acercarse a la nobleza si sus vástagos eran seleccionados.

―Con tristeza y sin consuelo ―recitó el recién llegado con exagerados movimientos de puesta en escena― este simple siervo os informa que tendréis que conformaros con mi humilde presencia. Álvaro se encuentra indispuesto desde hace unos días y me ha pedido que me disculpe por él. Advierto que tengo buenas historias preparadas y os prometo que no lo echaréis de menos.

Isabel, la pequeña damita de la casa, consentida y caprichosa, no disimuló su enfado amenazando con suspender la velada, pero el oportuno susurro de su hermana mayor sirvió para disuadirla, pues el desgraciado Álvaro acababa de perder a su esposa durante un parto.

Sin más preámbulos, Fernando apagó las velas ante la mirada de los jóvenes y formó un semicírculo con todos frente a él. El fuego a su espalda producía un efecto que borraba de manera intermitente su espigada figura, convertida a veces en una lóbrega silueta que se agitaba cambiando de forma. Creado el ambiente y la atención que buscaba, tomó asiento y carraspeó antes de comenzar el espectáculo.

―Señoritos, señoritas, suplico silencio y respeto por las ánimas a las que esta noche vamos a honrar ―continuó Fernando―. Si alguno considera que he de parar o cambiar de historia, pido a vuestras mercedes que me lo hagan saber de inmediato. También les advierto que una vez pasada la media noche, nadie podrá abandonar el palacio, ni siquiera yo. Ya sabéis que está prohibido pisar la calle en esta madrugada. Nunca ha ocurrido tal cosa, y no creo que esta vaya a ser la primera vez, pues puedo afirmar que ante mí solo encuentro rostros valientes y cuerpos fuertes.

Entre sonrisas y un leve murmullo, los niños acogieron bien las últimas palabras cruzando miradas cómplices. Fuera, la contienda que el viento y la lluvia libraba contra los ventanales del palacio se tornó en un rumor lejano cuando las campanas cercanas de la catedral anunciaron la medianoche de forma lastimera, como avisando que no era una noche cualquiera. Hasta los perros lo sabían. Ladraban y aullaban apenados a coro.

―Esta historia no es una leyenda cualquiera ―prolongó el poeta―, es algo que realmente ocurrió hace años. Pocos se han atrevido a divulgarla, pero hoy la vais a conocer.

En ese momento la puerta se abrió liberando un quejido que recorrió el salón. Los niños se arrimaron unos a otros al ver que Fernando se santiguaba antes de incorporarse para hacer un barrido visual por las sombras del salón. Con simulada tranquilidad volvió a ocupar su cubil sabedor de que sin él quererlo, la atmósfera de su actuación ahora era más negra de lo que pretendía. Continuó:

―Álvaro galopaba bajo la tempestad implorando llegar a tiempo. Lamentaba no haber estado junto a su amada el día en que la partera había anunciado la llegada de su primogénito, pero el pobre Álvaro no había podido eludir sus responsabilidades en el duro trabajo del campo. Inés, que así se llamaba ella, decidió que su hijo tenía que nacer junto a la ermita de la Virgen de Argeme, pues así se lo pidió en un sueño su difunta madre. A Álvaro aquello le pareció un capricho ridículo, pero finalmente accedió al deseo y las súplicas de la joven Inés. Ahora se arrepentía, pues jamás sospechó que su ansiado momento llegaría en la noche de difuntos.

De nuevo, un ruido interrumpió la narración de Fernando, que intentando no asustar a los infantes más de lo debido, se levantó esta vez y caminó por la oscuridad de la estancia para confirmar que todo estaba en orden. Solo pudo escuchar unos pasos acelerados que se perdían por la escalera, y más tarde el relincho de un caballo agitado ante el envite de su jinete. 

Era Álvaro, que a última hora había decidido acompañar a Fernando, pero que, escondido tras las sombras decidió escuchar la leyenda sin interrumpir. Ahora, molesto y empapado cabalgaba impetuoso hacia la ermita. Su amada había muerto días atrás, pero el cuento de su amigo, dolorosamente real, lo alentó a recorrer de nuevo los mismos pasos que aquella infausta madrugada. Al atravesar las anegadas tierras de labranza, sin apenas ver donde pisaba, la mala suerte quiso que el pecho de su caballo embistiera contra el podrido tronco de un arbusto. Álvaro voló por los aires antes de encontrarse con el barro que le rodeaba. Dolorido y resignado al ver su caballo herido de muerte, emprendió el resto del viaje a pie, pues a pesar de la oscuridad, sabía que estaba cerca del cerro de la ermita. Caminó de manera pesada durante casi media hora hasta llegar al pequeño templo. Respirando fatigoso frente a la cruz que se vislumbraba, se sintió un estúpido imprudente allí plantado bajo la lluvia, esperando una absurda indicación que lo guiara. Hacía mucho frío, pero no tanto como la última vez que estuvo allí. Aquella maldita noche que jamás olvidaría. Aquella noche que blasfemó renunciando a Dios. Aquella noche en la que una parte de su alma también se fue con Inés.

El monótono sonido del aguacero se rompió con un apenado sollozo que lo estremeció. Luego siguieron diferentes gritos agónicos que devoraron la armonía del sagrado lugar. Álvaro supo que era la voz desesperada de una mujer. Sin pensarlo, entró en los soportales de la ermita, pero no había nadie. Desconcertado, sin atisbar el origen de los chillidos, que por momentos le parecieron imaginarios, volvió a salir bajo la lluvia, mirando a un lado y a otro, caminando confuso. Mientras rodeaba la ermita le llegaron nuevos lamentos, esta vez menos funestos, y más tarde, el inconfundible llanto de un recién nacido. Cada vez más alterado, dio dos vueltas al templo con la misma suerte. Antes de que saliera una palabra de su garganta, un bulto que parecía agitarse bajo el triste abrigo de un pequeño olivo llamó su atención. Se aproximó parsimonioso. Cuando ya estaba muy cerca entrevió a alguien sentado en el suelo. La figura, envuelta en un mantón comenzó a girarse conforme Álvaro llegaba a su par.

 

 

En ese mismo momento, con los niños apretujados sin atreverse a decir palabra, Fernando llegaba al final de su historia:

―Una vez que el desdichado caballero llegó a la altura de la misteriosa figura ―continuó transformando su voz en una más gutural―, se arrodilló ante ella sin acertar a ver su cara, pero al retirar el empapado mantón que cubría su cabeza, se topó con dos protuberancias encaracoladas que nacían de su frente. Se alzó asustado. Retrocedió unos pasos al tiempo que el resplandor de un rayo descubría al pálido personaje de cara afilada y profundos ojos escarlata. Desde el suelo, el innombrable le mostró al recién nacido. Álvaro se desplomó espantado. Paralizado. Muerto.



Cuento escrito en la tarde del 31/10/20 por Vicente Ortiz.

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15 de agosto de 2020

La anciana.

Como cada mañana, arrastró su enlutada figura hasta la puerta de casa. Con un torpe movimiento se dejó caer en la vieja mecedora de madera que, con un crujido ronco, la recibió recordándole que debía tener tantos años como ella. Mientras se recostaba sobre el mullido respaldo, entornó sus apergaminados párpados, pretendiendo el ilusorio descanso de aquellos pequeños ojos acuosos y rojizos que delataban el cansancio de quien ya ha visto demasiado. Una vez acomodada, lanzó un sollozo de hastío, dejando escapar con el lamento cualquier pretensión por abstraerse del presente, ese que la retenía dentro de un cuerpo frágil y marchito al que despreciaba desde que había caído enferma.

Consultó varias veces el reloj de pared antes de incorporarse. Una ver erguida, necesitó unos segundos sin moverse para que su respiración se regulara. Su hija se retrasaba una vez más. Quizás ya no la visitaba a diario, no estaba segura, ni siquiera estaba segura de cómo había llegado hasta la puerta de su casa. Apoyó sus huesudas manos sobre los mangos del andador y salió a la calle con la esperanza de no encontrarla. Cada vez llevaba peor las reprimendas de sus hijos y, aunque sabía que lo hacían por su bien, no toleraba que la trataran como a un niño indisciplinado. A estas alturas, no.

Lo que antes de la enfermedad no le habría llevado ni un minuto, ahora le resultaba todo un reto que necesitaba culminar cada día. Pero aquella manifestación de coraje no se correspondía a una lucha por superarse, ni siquiera por mantenerse activa u ocupada, aquel ritual que tantas veces había repetido era una estúpida obsesión que la dominaba.

Después de un buen rato de padecimiento, de ver impotente cómo sus torpes pies se arrastraban en cada paso, de aguantar los temblores de unos brazos exhaustos que a duras penas sostenían su peso, de jadeos, tos e incómodos sudores, llegó a la esquina. Para enfocar lo poco que le quedaba de vista, con una mueca forzada, que marcó aún más cada surco de su rostro, se acercó hasta casi rozar el tablón de anuncios con su delgada nariz. Una a una, escudriñó cada necrológica para confirmar que los rostros y los nombres eran desconocidos. Sonrió. La ligereza prestada por ese consuelo, eliminó el lastre que encadenaba sus pies.



Aliviada, se dispuso a regresar para no volver jamás. Sí, esta sería la última vez. Después de mucho tiempo rumiando cuándo hacerlo, al fin, la decisión estaba tomada. Su absurdo empeño por volverse a ver protagonizando una esquela, ya había asustado a bastantes personas.


Escrito por Vicente Ortiz en agosto del maldito 2020

Puedes leer este y otros relatos en la web Dentro del Monolito.

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20 de julio de 2020

Vídeo del relato "La moradora del Castillo de Trevejo".

Para editar este vídeo, se han utilizado varios vídeos libres de derechos, unas imágenes y el audio que se utilizó en el Podcast "Cuentos y Relatos.

15 de junio de 2020

28 de abril de 2020

El sótano.


Antes de llegar a la puerta de lo que parecía la planta subterránea, se arrastró con más cautela de lo que ya lo había hecho al penetrar en la casa. Para que su presa no se pusiera en alerta, la abrió muy lentamente, esperando ahogar con ello algún posible lamento de las bisagras. La experiencia le decía que, provocar el máximo espanto posible, conservando aún toda su energía, era vital en el primer encuentro. Después era todo muy sencillo, pues los humanos solían quedarse paralizados sin oponer resistencia.
Cuando alcanzó el principio de la escalera, advirtió una exigua luminiscencia proveniente de algún punto del lóbrego sótano. Sus sentidos le indicaban que a pocos metros había una persona, podía olerla, saber su temperatura, oír su respiración. Sería su último trofeo para alcanzar la siguiente elevación, esa que tanto ansiaba y que le llevaría de nuevo a su mundo, con los suyos, pero ya convertido en el maestro que todos esperaban.
La exactitud de la fuente de luz no podía verla desde su posición, pero no tardaría en averiguarlo, ya que a quién buscaba estaba justo allí. Plegó sus escamosas extremidades, amoldó el cuerpo a la silueta de la escalera y empezó a bajar reptando despacio. Cuando su forma fue horizontal, se alzó con sigilo, extendiendo de nuevo sus extremidades. En su descenso había recogió la humedad del entorno como un grato recuerdo de su hogar. Se sentía dichoso.



Con determinación, se acercó hacia la iluminada pared de enfrente. De espaldas, sentada en una silla de oficina, pudo ver a una joven humana de pálida piel. Era ella. La pantalla proyectaba pequeños rayos de luz que le atravesaban los cabellos. Hablaba distraída mientras se ajustaba los auriculares con una mano y sujetaba un cigarrillo con la otra.
Impaciente, dispuesto para el ataque, cuando casi podía rozarla, comenzó a abrir las enormes fauces, mostrando orgulloso su triple y poderosa dentadura. De sus entrañas, emergió un cálido y pestilente hedor, que se mezcló con la desbordada saliva de su cavidad bucal. Con el hocico chorreando, retiró la membrana que cubría sus amarillentas escleróticas y elevó las extremidades superiores para atenazar a la presa en cuanto se girara. Justo cuando se iba a lanzar, algo lo distrajo un instante. En la pantalla, una emisión en directo lo mostraba tras una chica que sonreía. Sin apartar la mirada del monitor, cerró las fauces cuando la joven se incorporó.
Te estaba esperando dijo antes de metamorfosearse en un ser parecido a él, soy la Ilusionista.
Resignado, lanzó un pavoso rugido de desesperación al comprender que había perdido: no volvería a su mundo con los suyos. Luego miró al suelo. Allí, en una grotesca posición, yacía el cuerpo de la verdadera Carlota, la que debería haber sido su presa.


Vicente Ortiz. 
Relato escrito para La ilusionista.
Abril de 2020 (confinamiento Covid-19)
Registrado el 28/04/20 en Safe Creative con Nº 2004283810736
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26 de abril de 2020

9 de abril de 2020

Ocho minutos.

Los distintos poderes fácticos, religiosos y gubernamentales chocaban tanto, que los ambiguos y presionados pronósticos científicos, cada vez más desacreditados, estaban siendo tan variados, que aún no había consenso para anunciar una teoría oficial que agradase a todos. Los que sí estaba aceptado, es que, si ocurría, cuando todo fuera oscuridad, el sol ya habría colapsado ocho minutos antes. Acompañando a la noche eterna, llegaría la extrema bajada de las temperaturas que, a buen seguro, originaría una angustia irracional en la población. Con el desordenado y creciente pánico global establecido por sobrevivir en un mundo agonizante, los violentos disturbios traerían enfrentamientos de magnitudes apocalípticas. Sin fuerza gravitacional, la tierra y del resto de satélites y planetas que formaban el antiguo sistema solar, vagarían por el cosmos hasta colisionar u orbitar alrededor de otro astro. Pero eso ya daría igual, pues para entonces, los últimos carroñeros y bacterias ya habrían desaparecido antes de que la tierra se convirtiera en un planeta muerto y congelado.
    Ortega se abrió paso como pudo entre la enloquecida muchedumbre que atestaba la Explanada Nacional de Washington. En los últimos meses se había apartado de sus férreas convicciones científicas y, aunque con ciertos recelos, empezaba a flirtear con Annlee, la nueva creencia de moda en medio mundo. Le fue imposible continuar cuando se encontraba entre la Galería Freer y el Museo Nacional de Historia, pero desde esa posición pudo ver a Annabel, que micrófono en mano desde la enorme plataforma instalada bajo el obelisco, se dirigía al entregado público.



    ―Y el ojo amarillo brillará por última vez sobre nosotros ―gritaba la líder haciendo gesticulaciones que hacían danzar su túnica mientras recorría el escenario―, y llegará en la jornada anunciada por Metzengerstein en sus sacros compendios. Y aunque todos sus hijos verán y admirarán su puro fulgor por última vez, ellos serán renovados con la brutal belleza que arrasará para purificar las razas. Y de algunos, solo quedarán las cenizas heladas de lo que fueron, y así, para despertar en la aurora naciente e infinita de una nueva existencia, vosotros seréis los únicos elegidos. Desconfiad de quien reniegue de la doctrina de Annlee o intente engañar con falsas promesas, pues están condenados a que no quede de ellos ni su triste recuerdo. 
    Cuando el discurso terminó, no sin poca dificultad, Ortega volvió a abrirse paso para alejarse, pues como si de un concierto se tratase, los presentes parecían esperar los bises de su adalid.
    Desde el hotel informó a su agencia sobre lo vivido y se despidió de su superior, ya que era el último compromiso con ellos. Ahora le apetecía aprovechar el poco tiempo que quedaba de otra forma que no fuera trabajando, de hecho, había aceptado el último encargo porque quería volver a ver a Annabel antes de que, si se confirmaban las predicciones, todo se fuera a la mierda. Ya habían pasado doce años desde que decidieron dejar la relación, y aunque habían estado en contacto al principio, en los últimos años solo sabía de ella por lo que contaban los medios de comunicación.     
    Cuando al día siguiente se dispuso a salir del hotel para viajar a Boston, junto a la recepción lo abordaron un hombre y una mujer elegantemente vestidos. Como a estas alturas todo le daba igual, no opuso resistencia cuando lo invitaron a subir al coche que esperaba junto a la puerta. Una hora después, dejaron atrás la ciudad de Washington y, a través de un espeso bosque, se adentraron por un camino privado que discurría serpenteante hasta morir en una despejada llanura rodeada de garitas de vigilancia, donde presidiendo el recóndito lugar, se alzaba una lujosa mansión de estilo colonial.
    Junto a la puerta, custodiada de varias personas, una cara conocida lo observaba. Alejada de la imagen pública de líder espiritual, Annabel vestía ropa cómoda e intentaba aparentar cercanía luciendo una sonrisa. Aunque los años la habían tratado bien, aquella mujer distaba mucho de la que él había conocido tiempo atrás, pues ni siquiera se acercó para dedicarle unas palabras.
    Durante las semanas que duró su estancia en la congregación, apenas le permitieron acercarse a ella, y aunque el apocalipsis solo llegó de forma selectiva y voluntaria, en ese tiempo fue testigo del mundo que Annabel había creado, moldeando a aquellos elegidos que la idolatraban, y que no dudaron en quitarse la vida junto a ella en una desesperada ceremonia retrasmitida e imitada por millones de seguidores repartidos por todo el planeta, una vez confirmada la buena salud del sol.


Vicente Ortiz.
Relato escrito para la web Metal Obscura. 
Abril de 2020 (confinamiento)
Registrado en Safe Creative con Nº 2004283810859
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2 de marzo de 2020

La moradora del Castillo de Trevejo.


Animó al perezoso alazán antes de la llegada del alba, pues quería terminar cuanto antes con el delicado asunto que le había llevado hasta aquellas remotas serranías plagadas de oscurantismo y supersticiones con las que los aprensivos aldeanos habían aprendido a convivir, pero que con el paso del tiempo estaban tomando un cariz preocupante en torno a los temerosos hombres de Dios que, por mediación del obispo de Coria, habían reclamado ayuda al propio Rey.
        Por los datos que posee el Consejo Nocturno, históricamente la comarca había sabido sobreponerse a diversos enfrentamientos desde la época en que Fernando II expulsara a los musulmanes, y después, Alfonso VII de León conquistara la antigua fortaleza donde se erigiría el Castillo de Trevejo que, como moneda de cambio, fue pasado de mano en mano entre distintas órdenes religiosas y familias pudientes. También constan documentos en los que, de forma preocupante, se abordaron frustradas represiones contra los díscolos focos de herejes en toda la Sierra de Gata, que ni los públicos autos de fe a manos de la Inquisición, donde se condenaron a muchos de sus vecinos, lograron frenar la indisciplina. Podría decirse que más bien todo lo contrario, pues era evidente que, a lo largo de las convulsas generaciones, había ido germinando un residuo esotérico que se reflejaba en los casos de encubrimiento o tolerancia a las prácticas de brujería y, por el contrario, también denuncias entre vecinos que, por viejas rencillas, habían aprovechado el crispado escenario, acusando a sus adversarios de realizar siniestros sacrilegios.
        En las continuas y desesperadas misivas que habían interceptado, denunciaban a Don Paulino, un cura bajo sospecha, que había reusado presentarse ante el Obispo de la Diócesis para declarar. Se decía que el religioso era otro de los sectarios influidos por una arcana familia descendiente de falsos conversos que seguía abrazando en secreto ciertas ramificaciones transfiguradas de las doctrinas de Mahoma y Moisés, solapándolas en una suerte de fervor siniestro dirigido en las sombras por demonios con apariencia humana. Pecado, diablo y tentación, eran las palabras que más se repetían en las epístolas.
        Aunque el Consejo Nocturno no actuaba en casos de miedo colectivo e irracional en comunidades aisladas, ya que la fuente del problema solía estar en los propios religiosos que, durante siglos, habían atemorizado a sus fieles, manipulándolos para que fueran sumisos mientras ellos se aseguraban el poder y conservaban sus privilegios, habían enviado a Rodrigo para aclarar el asunto, ya que en este caso, los integrantes del clero de la zona eran quienes se habían contagiado de un absurdo pavor alimentado de sus propias creencias y leyendas.
        No había dormido tranquilo escuchando los desesperados graznidos de las aves nocturnas y a la multitud de pequeños animales merodeando nerviosos por su presencia. Por suerte, había sobrevivido una noche más a los lobos que, presionados por los trashumantes y sus enormes perros pastor, se habían retirado hasta los dominios fronterizos del reino de Portugal.
        Como la fría madrugada había congelado algunos charcos y riachuelos que serpenteaban la compleja orografía, y se había formado una baja capa de niebla, decidió prudentemente ir a pie hasta que pudiera cabalgar seguro sobre el irregular terreno húmedo cubierto por una manta de hojas heladas que crujían al ritmo de su tránsito, y que ocultaba trampas formadas por retorcidas raíces embarradas, afiladas pizarras erosionadas y restos de ramas rotas.
        Bien avanzada la mañana, apareció el esperado sol invernal penetrando tímido entre las ramas de los enormes árboles que atestaban las montañas. Ya a lomos del caballo, tropezó con una estrecha vereda, que le llevó hasta un cruce de caminos decorado con varios túmulos en los que destacaban alargadas piedras verticales cubiertas de musgo y también podridos crucifijos fabricados toscamente en madera. Se estremeció al pensar que allí reposaban los restos de infieles y suicidas a los que habían negado un enterramiento en tierra consagrada.
        Después de comer, se topó con un grupo de lugareños que regresaba a casa caminando junto a un generoso riachuelo que discurría ruidoso por el valle. De aspecto asustadizo y parco en palabras, uno de los hombres jóvenes, delgado como un sable, le indicó que ya estaba cerca de la iglesia de San Juan el Bautista, a la cual debería llegar abandonando el camino en el siguiente cruce. La única mujer del grupo, una anciana vestida de negro con el rostro surcado por los años, que sujetaba con una mano algo parecido a un barreño lleno de ropa sobre su cabeza, con voz temblorosa y sin levantar la vista, le advirtió que se pusiera a cobijo antes de la puesta de sol, pues el mal caía como una sombra sobre los incautos que se adentraban en aquellas montañas. Dicho esto, se santiguó con la mano libre, y sin contestar al agradecimiento de Rodrigo, continuó su paso junto al grupo.

Al comenzar la ascensión por el camino indicado, pudo distinguir enseguida, posiblemente a menos de una legua, la majestuosa silueta del Castillo de Trevejo en una de las cumbres. Según sus mapas y anotaciones, la iglesia de San Juan el Bautista estaba al lado, entre el propio castillo y la aldea, aunque ligeramente ladera abajo por el otro lado de la montaña. Cuando culminó la ascensión había bajado bastante la temperatura y ya estaba oscureciendo, así que, sin perder tiempo en explorar el castillo, rodeó la maltrecha muralla para dirigirse cuanto antes a la iglesia, donde debía estar Don Paulino para informarle y alojarle.
        La iglesia era un sencillo templo rectangular bastante menos ostentoso que el castillo. Como la puerta principal estaba atrancada, llamó varias veces, pero no obtuvo más respuesta que el burlesco ladrido de un escuálido perro, que corría asustado hacia la población. Tras sortear unas antiguas tumbas excavadas en la roca, se arrastró hasta la pequeña aldea de Trevejo, que se conformaba de unas veinte modestas viviendas de piedra, para preguntar en alguna de las que se apreciaba la luminosidad del fuego que seguramente calentaba el interior. Después de llamar a la primera, oyó unos pasos y el ruido seco de un cerrojo que corría tras la puerta, pero nadie contestó. Probó en otra con igual suerte. En la tercera tampoco abrió nadie, aunque antes de que un hombre acompañado de un niño cerrara la contraventana, pudo advertir el pánico reflejado en sus caras.
        Tiritando de frío y apesadumbrado por haber asustado a aquella gente acostumbrada al equilibrio monótono en que estaban instaladas, volvió sobre sus pasos en dirección a la iglesia. La oscuridad ya era absoluta. Antes de llegar, distinguió el ondulante resplandor de una vela que se agitaba con el viento. La portadora parecía una mujer que se alejaba presurosa hacia el castillo envuelta en un largo manto. Por temor a asustarla, se detuvo en seco hasta confirmar que la luz se perdía en la distancia. Acto seguido, caminó con sigilo hasta la iglesia. La puerta estaba abierta y la entrada tenuemente iluminada por una vela que prendía a un lado, pero más allá de unos pasos, todo era oscuridad. Alertó anunciando su llegada con un saludo mientras caminaba entre los bancos. No tardó en contestar una desgastada voz masculina con algo parecido a un lamento. Cuando de entre las sombras del fondo surgió la figura de un anciano desnudo que caminaba pesadamente, Rodrigo retrocedió asustado hasta la esquina tras la puerta. Las ciclópeas ojeras moradas del hombre, destacaban en su cara pálida y mortecina de copiosa barba blanca descuidada. Esquelético, de espalda contrahecha y piel marchita, avanzaba con la mirada perdida y la respiración forzada. Sin reparar en la presencia de Rodrigo, cruzó la puerta dando torpes pasos que le llevaron con sus pies descalzos a lo más profundo y oscuro de la noche.
        En ningún momento se vio amenazado, ya que sólo había visto a un viejo decrépito mostrando su insultante desnudez, pero el sinsentido de la escena y la lobreguez del lugar, lo impresionaron tanto como él lo acababa de hacer con aquellas personas que les habían negado la entrada a sus casas.
        Después de unos instantes de vacilación, cerró la puerta de la iglesia y, desechando la idea de salir a buscar las mantas que transportaba en su caballo, se acurrucó en un gélido y húmedo rincón. Unas horas después, y sin haber cambiado de posición, pudo quedarse dormido.

18 de febrero de 2020

Diecisiete mil gracias.

Si hace poco estaba sorprendido por las 8.000 descargas del audio relato "El faraón desconocido", en un mes, ¿cómo estaré ahora con las 17.000 descargas del audio relato "La moradora del Castillo de Trevejo"? Pues no lo sé, la verdad, solo sé que me hace mucha ilusión y que estoy muy agradecido por la repercusión que ha tenido. Pensar que tanta gente se haya interesado por mi texto es algo que me supera. Reconozco que el relato gana mucho gracias al equipazo que ha participado en la edición del audio, por eso, los agradecimientos también son para Jota, Olga y Dani.

¡Nos vemos en el siguiente!

17 de febrero de 2020

Podcast del relato "La moradora del Castillo de Trevejo".

Relato inspirado en el Castillo de Trevejo, en la provincia de Cáceres. Lógicamente, al ser ficción, me he tomado algunas licencias, pero desde que lo visité en un tormentoso día invernal, supe que tenía que dedicarle un relato de fantasía o terror.
Por primera vez se ha publicado en dos canales de forma simultánea, en los podcast de Historias para ser leídas y La Nebulosa Ecléctica, ya que ambos han participado en la narración y edición. También ha colabroado Dani Maglor, del podcast Crónicas de Poniente
Unas 18.000 descargas en IVoox, buenas críticas y un gran trabajo de edición, hacen que sea uno de mis relatos más queridos.
Si quieres escuchar más audio relatos, puedes pinchar la pestaña superior "Podcasts" o a traves de IVoox, en la lista de reproducción.

30 de enero de 2020

SORPRENDIDO

Como reza el título de la entrada, sorprendido me hallo con la buena respuesta por parte de los oyentes/escuchantes. Y es que en menos de veinte días, "El faraón desconocido" va camino de las 8.000 descargas. Solo puedo dar las gracias a Jose, Jota para los seguidores de su magnífico podcast, Cuentos y Relatos, y a la cantidad de gente que lo sigue y anima para seguir. Aunque es injusto hacer menciones, ya que es mucha la gente que hay al otro lado, sí quisiera agradecer especialmente a Isa, Miguel, David, Estaselva, Andrés, Historias Pulp, Olga Paraíso y Nilda, que, junto a otros muchos, siempre están ahí, animando, haciendo comentarios y críticas, que siempre son constructivas y ayudan a mejorar.
Adjunto una captura que me hace especial ilusión, ya que no se está todos los días acompañado por Edgar Allan Poe, Charles Dickens, Franz Kafka o Elizabeth Braddon :)


15 de enero de 2020

Podcast del relato "El faraón desconocido".

Relato inspirado en la obra de H. P. Lovecraft.
Escrito por Vicente Ortiz.
Narrado y editado por La Nebulosa Ecléctica.
Puedes escuchar más audios desde la pestaña "Podcast", en la parte superior del blog, en la lista de reproducción en Ivoox o si lo quieres descargar con mayor calidad de sonido en Mega