1. El
investigador.
El antiguo oficial de Scotland Yard dejó atrás
el edificio de las nuevas dependencias policiales en silencio y negando con la
cabeza. Tenía un solo día para contestar y no ayudaban las formas en las que se
había solicitado su colaboración. Como necesitaba estar a solas y meditar la
respuesta que debía darle a Daniel, bajó caminando despacio por Victoria
Embankment. Al llegar al Támesis, encendió un cigarrillo mirando a los
trabajadores que remataban las obras del nuevo alcantarillado.
Charles Moore era un hombre serio y educado
que alcanzaba la cincuentena, pero por su físico no aparentaba más de cuarenta
años. Alto y a pesar de su amplia espalda, lucía una figura delgada, casi
escuálida. Con el pelo largo, totalmente rasurado y con las patillas más cortas
de lo que dictaba la moda, nadie diría que había pasado más de media vida
trabajando en la policía de Londres.
Le irritaba sobremanera que sus antiguos
colegas recurrieran a él ahora que trabajaba por su cuenta. Pero lo que más le
había indignado de aquella cómica reunión, fue que Lord Howard, un viejo
ricachón, y Albert, su inseparable hombre
para todo, quisieran participar en el caso. Dónde habían quedado la
metodología y la discreción con la que tan buenos resultados en el pasado
habían hecho del cuerpo un ejemplo envidiado por todas las policías de Europa.
Estaba cansado de que lo citaran para asesorar o dar un punto de vista diferente
al de sus investigadores y a pesar de que pagaban bien, casi siempre se negaba
o buscaba alguna excusa aludiendo que tenía mucho trabajo. Para su desgracia, esta
vez, el oficial de mayor rango con el que habló, era un viejo conocido de
nombre Daniel, con el que había compartido demasiados años de experiencias. Se
conocían bien y le costaba negarse cuando éste era quién le pedía ayuda. Por su
expresión, gestos o Dios sabe qué, el veterano oficial sabía perfectamente si a
Charles le interesaba un caso y entonces lo presionaba hasta convencerlo.
En reiteradas ocasiones le había dejado clara
su opinión sobre el caso de William, el médico desaparecido, pero la influencia
de altas esferas estaba poniendo contra las cuerdas al cuerpo y de ahí su
insistencia para que les ayudase. Demasiada gente adinerada se había preocupado
por la desaparición del galés, uno de los personajes más ilustres desde que se
trasladó a Winchester. El caso era interesante y muy bien remunerado, pero que
dos civiles con ganas de aventura formaran parte de la investigación, no
ayudaba en absoluto y por eso había hablado con contundencia ante las miradas
inquisitorias del viejo Lord Howard y Albert, su ayudante. Finalmente aceptó el
caso, aunque lo haría a su manera y compartiendo solamente lo estrictamente
necesario. Si llegaba el caso, daría pistas falsas para que los dos patanes no
entorpecieran sus pesquisas. A él le gustaba trabajar en solitario.
Después varios días de investigación, en los
que interrogó a varios compañeros del médico, conocidos y vecinos, logró
dibujar un triángulo entre Londres, Winchester y Southampton. Excepto por sus
juergas en burdeles, William parecía un ciudadano ejemplar y todas sus
amistades íntimas parecían personajes pomposos sacados de novelas en las que
los protagonistas son aristócratas que pasan el día tomando el té, incluso en
el colegio de Médicos llegaron a asegurarle que era un firme candidato a comandar
el Real Colegio de la Ciencia. Todo
el mundo hablaba bien de él, aunque también todo el mundo habla bien de quien
acaba de fallecer, es como si de un plumazo se borrara de nuestro recuerdo todo
lo negativo de una persona a la que jamás vamos a volver a ver. Su instinto le
decía que William ya estaba muerto, una persona acomodada no desaparece por que
sí, pero dónde y cuál habría sido la causa, era un misterio. Y como dicen, sin
cuerpo, no hay delito.
El día que llegó a Southampton para
entrevistarse con el joven Arthur, el otro médico famoso del que todos
hablaban, comió en una taberna a un par de millas de su domicilio y aunque hizo
algunas preguntas a los allí presentes, nadie sabía de su existencia, o eso
decían. La ilustre clientela de aquella tasca desconfió del investigador en
cuanto empezó a hacer preguntas.
Aún con el sabor grasiento de las patatas y la
carne que acababa de comer, encendió un cigarrillo y caminó unos quince minutos
hasta dar con el adoquinado suelo del barrio más rico de la ciudad. Casi se da
de bruces con un personaje al que no soportaba. Justo cuando tenía a la vista
la lujosa residencia del joven doctor Arthur, que hacía las veces de consulta
en una de sus opulentas estancias, vio cómo Albert, el inseparable ayudante de
Lord Howard, llamaba a la enorme puerta de madera labrada. Charles se ocultó tras
una esquina para no ser descubierto. Abrió una atractiva mujer de mediana edad,
cruzaron unas palabras y finalmente salió el médico estrechando la mano del
visitante. Los dos hombres hablaron un instante, luego entraron en la mansión.
Pasados unos minutos, Arthur salió portando una maleta de cuero negro. Seguramente
iban de viaje. Sin aparente conversación ente ellos, caminaron hasta un
carruaje tirado por dos caballos negros. En un momento desaparecieron por la
empinada calle que empezaba a ser inundada por la niebla.
Con la mirada perdida, Charles se frotó la
barbilla. Le desconcertó la idea de que los patanes le llevaran ventaja o
tuvieran alguna información que él desconocía. Pero cada vez era más sospechoso
que dos de los tres médicos más famosos del país se entrevistaran y que el
tercero hubiera desaparecido sin dejar rastro.
Decidió buscar una pensión donde pasar la
noche, eso sí, en otro barrio más asequible aunque las calles no tuvieran
adoquines. El sitio escogido no tenía lujos, pero eso a Chales le importaba
poco, con que estuviera limpio y el precio fuera razonable, era más que
suficiente. La habitación no era muy grande, pero el mobiliario era nuevo,
además, en la planta baja tenían un pequeño salón donde servían comida casera y
eso fue lo que terminó de convencerle.
A la mañana siguiente volvió a la residencia
del apuesto médico. Lady Margareth, su ama de llaves, le abrió la puerta con el
rostro serio. Tras las pertinentes presentaciones y unas preguntas lo hizo
pasar al interior.
Margareth parecía una persona culta y educada.
Con una perfecta dicción, hablaba tranquila y pausada mientras sus expresivos
ojos azules parecían ir a otro compás, puede que rebelando sin querer su
verdadera personalidad, quizá menos sosegada de lo que aparentaba. De figura
esbelta, piel clara y pelo rojo recogido en un cuidado moño, sus facciones
seductoras y su correcto vestuario le daban el aire encantador que seguramente
admiraba la clase adinerada que visitaba al joven médico.
Sin preguntar, sirvió café recién hecho en dos
tazas de porcelana que dejó sobre una mesita junto a la estufa. Charles lo
agradeció, hacía un tiempo infernal y no había entrado en calor desde que salió
de la pensión.
La mansión era fastuosa, el “nada como la
primera impresión”, se había aplicado a rajatabla y seguramente estaba más decorada
al gusto de la burguesía que solía recibir que al propio dueño.
―No vaya con rodeos, por favor ―dijo la mujer
mirando fijamente a los ojos castaños del investigador―, dígame qué le ha
pasado y dónde está el doctor Arthur, porque me temo que algo no marcha bien.
Sólo lleva unas horas desaparecido, cosa que tampoco sabemos, porque podría
estar en cualquier sitio, pero aparece usted preguntando por él y, créame,
tonta no soy.
Charles se sorprendió por su forma directa de
hablar, y le quedó claro que era una persona inteligente que, además, se
preocupaba por el médico.
―Lamento decirle que si es grave, yo aún no lo
sé. Que esté aquí, tomando este delicioso café, ha sido pura casualidad.
Realmente investigo otro asunto, y el señor Arthur sólo es un eslabón más, de
hecho, con quien pretendía entrevistarme era con él. Acabo de llegar de Londres
―mintió― y ha sido una sorpresa saber que ha desaparecido.
La mujer se quedó un rato reflexionando
mientras se miraba las manos, luego alzó la vista, arqueó las cejas en un gesto
de confusión y tras meditar, continuó.
―Llevo un par de años trabajando a media
jornada para él, y jamás se había ido sin decir dónde iba, simplemente hizo la
maleta a toda prisa y me dijo que cancelara sus citas y que volvería pronto.
―¿Había notado un comportamiento extraño
últimamente en él? No sé, cualquier cosa que no fuera propia en su conducta
―preguntó sereno para no ponerla más nerviosa.
―Nada. Quizá estaba un poco alterado porque le
habían dicho que en la Escuela Imperial lo estaban teniendo en cuenta para
sustituir a Lord Howard ―hizo una mueca de desagrado antes de continuar―. No me
gusta nada su ayudante, ese fortachón que lo acompaña siempre como su escudero
es el hombre que ayer vino a buscarlo, quizá debería hablar con él.
―Dice que ese hombre se lo llevó, ¿podría
decirme si ya había estado antes aquí?
―No quiero decir que se lo llevara a la
fuerza, no me he explicado bien, me refiero a que es quién vino a buscarlo con
una carta de Lord Howard. Me extrañó que cancelara todo y se pusiera a hacer la
maleta sin pensarlo, él es una persona muy reflexiva. Albert, que así es como
se llama ese tipo, había estado aquí en varias ocasiones acompañando a Lord Howard,
pero de eso ya hace tiempo.
Charles anotó en su cuaderno las respuestas de
la mujer y justo cuando iba a despedirse, ella se levantó para retirar las
tazas. Charles se quedó mirando el movimiento de sus caderas cuando se alejaba.
Al regresar, ella permaneció un instante en silencio, pensando si sería
relevante o no, lo que en su cabeza daba vueltas y más vueltas. El investigador
se levantó del sillón al ver que ella no se sentaba.
―Hace un par de meses ―volvió a meditar unos
segundos antes de proseguir―, el Señor Arthur me ordenó que todo el personal se
tomara un par de días libres, quería estar solo. Ni siquiera me permitió
acompañarle. Supuse que quería intimidad, de todos es conocida su fama de galán
y seguramente habría conquistado a alguna dama. Por supuesto, no pregunté el
motivo, simplemente obedecí, como es mi costumbre.
―Muchas gracias, Margareth, ese dato puede ser
importante. Le prometo que tendrá noticias en breve, me han sido muy útiles sus
palabras.
La mujer lo acompañó hasta la puerta y después
de despedirse, cerró con llave.
Aunque todo seguía confuso, ahora estaba clara
la conexión entre los médicos. Lord Howard y su ayudante, eran oficialmente
sospechosos de la desaparición de otro médico: el joven Arthur. Por otra parte,
que Arthur diera descanso a su personal justo cuando desapareció el médico
galés, liaba aún más la madeja. El siguiente paso sería esperar a que Arthur
apareciera, si es que lo hacía. Seguramente él tendría algunas respuestas.
Charles regresó a la pensión para decir que se
quedaría unos días más. Luego telefoneó a su antiguo compañero en Scotland Yard
para saber si habían averiguado algo. Éste le dijo que creía tener algo gracias
a Lord Howard, pero no quiso desvelarle nada. Charles entendió que era
importante para el cuerpo resolver el
caso sin ayuda externa y menos de un antiguo compañero del cuerpo, incluso el
supuesto apoyo de alguien relevante como el viejo médico podría darles
notoriedad, pero lo que no sabía el oficial, es que, tanto el médico como el
ayudante, estaban bajo su punto de mira.
Aprovechando que no llovía, pasó la tarde por
los alrededores de la casa del señor Arthur, pero todo seguía en calma. Entre
tiritones de frío, meditó volver a visitar a la encantadora Lady Margareth, por
si tenía alguna noticia del paradero de Arthur, pero ya estaba cayendo la noche
y le pareció inapropiado. En una de sus rondas, creyó ver su figura tras una de
las cortinas de la planta superior, pero cuando se acercó a la casa y volvió a
alzar la mirada, ya no estaba. Encendió un cigarrillo pensando en que no le
habría importado pasar un rato charlando con ella frente a la estufa. Esbozó
una sonrisa. Finalmente decidió posponer la visita para la mañana siguiente. Si
Margareth no tenía noticias del joven médico, informaría a las autoridades
locales y también lo declararían desaparecido. Luego cogería un tren para regresar
a Londres y hablaría en privado con su antiguo compañero para poder interrogar
cuanto antes a Lord Howard y a su lugarteniente. Estaba claro que ellos sabían
algo más.
2. Arthur,
el joven médico.
Odiaba los viajes por sorpresa, pero Lord Howard
no sólo le hizo llegar una misiva realmente misteriosa, el propio mensajero que
le entregó la carta, era Albert, su fornido y siempre malhumorado ayudante
personal. Dijo que tenía que acompañarle porque era urgente y no podía esperar
a la mañana siguiente para coger un tren.
Desde que el joven y prometedor Arthur, había
empezado a ejercer como médico, Lord Howard, toda una eminencia en Inglaterra
―incluso después de que la familia Real prescindiera de sus servicios cuando
comenzó a coquetear con el espiritismo―, había seguido cada uno de sus pasos
admirando públicamente su trabajo. Todo apuntaba a que Arthur sería su sucesor
en la Escuela Imperial de Londres. La
falta de recursos en sus orígenes, nunca fueron obstáculo para una mente tan
brillante a pesar de la feroz competencia con el Doctor William, un adinerado y
egocéntrico galés proveniente de una familia acomodada con tradición en la
medicina que pasaba consulta en Winchester, una ciudad relativamente cercana a
su clínica en Southampton. Leyó mientras el cochero no le quitaba ojo.
Querido
Arthur, espero que estés tan bien como la última vez que tuve el gusto de
verte, seguro que sí, porque hasta Londres llega tu fama. Siempre fuiste mi pupilo favorito y jamás
lo he ocultado, pero ahora necesito algo de ti. Te pido que acudas a ver a este
pobre viejo y me des tu opinión sobre algo que no me deja dormir. Sé que no es
mucha información, pero prefiero no anticipar nada, ya lo entenderás cuando nos
reunamos. Es muy importante que acudas. Sé que lo harás.
Atentamente,
Howard.
Con prisas y cierta pesadumbre por tener que
salir de viaje sin haberlo preparado, indicó a Margareth, su ama de llaves, que
cancelara sus citas. Luego metió ropa en una maleta, cogió una capa, el abrigo
y el paraguas. La mujer vio como salía de casa acompañando a Albert, el enorme
hombre, que minutos antes había llamado a la puerta y descaradamente la había
mirado con ojos golosos.
Tres horas después de dejar atrás la ciudad,
el camino fue haciéndose más incómodo y pesado. Empezó a caer la noche, y a la
niebla se unió una débil, pero constante lluvia. La fría brisa soplaba del
norte. De no haber sido un caso excepcional, a nadie en su sano juicio se le
habría ocurrido hacer un viaje tan largo con este temporal, pero el trabajo
ahora era lo primero y si no había ningún contratiempo, antes del alba estarían
entrando en Londres.
Algunas gotas de agua se habían ido filtrado
por un lateral de la capota formado un pequeño charco en el suelo. También
entraba aire por la parte delantera. La ennegrecida lámpara que iluminaba pobremente
el interior se apagó en uno de los baches. Era el momento de calarse el
sombrero y taparse con la capa para dormir. Poco después, con los traqueteos, los
chirríos del carruaje y el ruido de la lluvia cayendo sobre los árboles del
bosque que atravesaban, supo que iba a ser imposible descansar. La noche iba a
ser larga.
Un par de horas después sacó un fósforo del
chaleco, a oscuras buscó la lámpara mientras hacía equilibrio para no caerse.
Al encenderlo quedó cegado un momento, cuando recobró la visión comprobó con
disgusto que a la lámpara no le queda aceite. Intentó guardar la calma, pero
los movimientos, cada vez más violentos por el estado de la calzada, no ayudaban.
Resignado a viajar a oscuras sin poder dormir se asomó a la ventana. Había dejado
de llover y las nubes estaban siendo arrastradas en su mayoría por el viento,
dejando entrever tímidamente la luna llena. Sacó la carta de un bolsillo con la
intención de releerla tranquilamente, pero un estruendoso golpe sacudió el
carruaje en ese momento. Habían impactado lateralmente con violencia con la rama de un arbol caído y los caballos fueron frenados casi en seco.
―Tranquilo, amigo, no ha sido nada ―dijo la
voz poco tranquilizadora del cochero mientras proseguían el camino.
Con los nervios de punta se acomodó en el
centro del mullido asiento lanzando un gran suspiro. Consultó su reloj de
bolsillo y volvió a suspirar frotándose la cara con las manos. Aún quedaban
varias horas de tortura hasta el amanecer y el camino cada vez estaba más
bacheado. En algunos tramos había que pasar muy despacio, pues el barro y el agua
acumulada impedían pasar con normalidad. Poco después empezó de nuevo a llover,
esta vez con más fuerza. Los caballos relinchaban sin parar y parecía que
circulaban sin control. En uno de los botes, Arthur salió despedido cayendo de
costado en el húmedo suelo del carruaje. Los segundos que quedó sin respiración
le parecieron eternos hasta que pudo, no sin dificultad, volver al asiento.
―¡Pare, cochero! ―gritó malhumorado dirigiéndose a la
parte delantera del coche.
No solo no paró, sino que
avanzó a más velocidad dando unos endiablados saltos provocando que se volviera
a caer al suelo. Allí decidió quedarse hasta que por fin se detuvieron unos minutos
más tarde. Indignado, esperó un momento para recibir explicaciones a aquel
estúpido comportamiento, pero pasado un tiempo prudencial y no habiendo
recibido respuesta, bajó del carruaje. Los faroles delanteros estaban apagados,
pero la luna iluminaba perfectamente el espectáculo que tenía ante sí: ni
rastro de los caballos ni del cochero.
Intentando comprender qué
estaba pasando entró en el coche, pero nada tenía sentido. Tras un rato de
reflexión que no le llevó a ningún sitio, salió bajo la lluvia portando su
maleta y el paraguas. Maldijo haber metido tanto peso en la maleta, pero no era
momento de lamentarse y se puso a caminar con la esperanza de encontrar un refugio.
Poco tardó en comprender
que era absurdo ir esquivando los charcos grandes, pues estaba calado hasta los
huesos. En los pantalones y en los zapatos ya no cabía más barro. Agotado e impotente
lloró durante un buen rato sin dejar de caminar por aquel lodazal. La ropa y la
maleta cada vez le pesaban más. Antes de llegar a lo alto de una loma, escuchó
los ladridos de varios perros que parecían contestarse en una funesta
conversación. Cuando llegó a la cima, apenas llovía, pero estaba exhausto, las
piernas le temblaban y un terrible dolor de espalda lo estaba machacando.
Volvió a maldecir la carga de la maleta. La imagen de una torre al fondo le
hizo recobrar una chispa de energía y caminar más deprisa. La aldea de apenas
treinta edificaciones, muchas de ellas en ruina, parecía sacada de una novela
de terror. De una vivienda emergía una fina columna de humo, que la neblina y
la oscuridad se iba tragando, perdiéndose en lo más profundo de la noche.
Cuando se acercó a una de
las cuadras los perros dejaron de ladrar. El siniestro silencio se rompió tras
él cuando un látigo cortó el aire antes de golpearle bruscamente en la espalda.
Cayó de bruces al embarrado suelo. Antes de girarse para ver quién le había
agredido, recibió el segundo latigazo y sintió cómo en sus riñones se posaba
una enorme y sucia bota negra. Giró la cabeza. Desde lo alto, el ayudante de Lord
Howard lo miraba con desprecio esbozando una falsa sonrisa. Luego lo obligó a recoger
la maleta y a caminar hasta una de las casas.
Junto a la chimenea,
impecablemente vestido y fumando en pipa, lo esperaba Lord Howard. Con los
brazos cruzados sobre su prominente barriga, lucía un rostro sonrojado y
brillante disimulado por sus enormes patillas, que llegaban casi hasta la
barbilla. Parecía estar más viejo y canoso que la última vez que lo vio.
―Pasa, querido, ponte al fuego antes de que cojas una pulmonía,
bienvenido a Hellville ―dijo el anciano que en otros tiempos fuera médico de la
familia real.
―¿Qué está pasando? No entiendo nada ―balbuceó temblando de frío y de miedo.
―¡Ay mi apreciado colega! Quítate esa ropa y siéntate al fuego,
pero primero límpiate las manos y la cara. Albert te dará una manta seca y te
servirá un café caliente.
Arthur no rechistó. Se
desnudó avergonzado y luego se puso de rodillas para lavarse la cabeza y las
manos en un cubo de agua tibia que Albert le había puesto a sus pies. Jamás se
había sentido tan ultrajado como cuando se inclinó para aclararse el pelo
dándoles la espalda a los hombres que no le quitaban ojo. Unas lágrimas
brotaron de sus ojos tristes al sentir que algo le acariciaba las nalgas. Quiso
que su vida terminara en ese momento, ninguna persona merece pasar por algo
así. Por suerte, ese sentimiento de desolación terminó cuando se incorporó y
comprobó que era la manta que Albert le ofrecía para cubrirse lo que le había
rozado. La tomó como quien agarra un escudo para protegerse del ataque de un
rival y se envolvió en ella dejando al descubierto solamente las manos, la
cabeza y los pies. Luego avanzó hasta la silla, que junto a la chimenea le
indicaba Lord Howard.
―Antes de que saques conclusiones desacertadas tengo que
decirte que siento mucho haber llegado a este extremo y te pido mil disculpas
si el trato de Albert no ha sido correcto. Es un hombre tosco y de modales poco
refinados, pero en el fondo es buena persona ―dijo el anciano uniendo sus manos por
la espalda en un gesto que pretendía dar tranquilidad y confianza.
Arthur miró con rabia al
hombre que calentaba café en un pequeño puchero granate, éste se giró hacia él
en un gesto provocativo y le sostuvo la mirada sonriendo de forma burlona y
orgullosa. El plan que le propuso a Lord Howard había salido según lo previsto.
No quería secuestrarlo sin más, quería que sufriera un poco haciéndolo caminar
por un camino solitario en mitad de la noche, además, hasta el temporal se
había aliado con él para que llegar a Hellville fuera un calvario. Ahora
tendría que convencer al viejo para que le dejara practicar con el bisturí.
Desde que vio a su hija hacer incisiones, no se le había borrado de la cabeza
poder hacer lo mismo. Era algo casi mágico ver cómo un pequeño aparato tan
afilado, y sin apenas hacer presión, podía dibujar en un cuerpo esos cortes tan
perfectos por los que luego surgía la sangre. Pero sobretodo no había olvidado
el maravilloso olor metálico que se queda en la nariz durante minutos.
―¿Qué es lo que quieren de mí? Esto es una locura solamente
comprensible en mentes enfermas, yo no he hecho daño a nadie ―dijo Arthur sollozando y resignado a un final que veía cerca.
―Tranquilícese, mi buen amigo, la tendrá, por supuesto que
tendrá la explicación, pero ahora tómese ese café, no vaya a caer enfermo.
El café era malísimo,
pero le reconfortó ingerir algo caliente. Durante unos segundos su mirada se
perdió en las ondulantes llamas de la chimenea. Siempre le habían relajado, y
aunque estaba agotado, no encontró la calma que necesitaba, por suerte, sí el
calor. Se sentía profundamente humillado al estar desnudo y a merced de
aquellos hombres, que por alguna razón que desconocía, le estaban haciendo
pasar la peor noche de su vida.
Arthur no llegó a recibir
la explicación. Notó un letargo que le hizo soltar el vaso y después sitió los
fuertes brazos del cochero sujetándolo para que no cayera al suelo. Después, oscuridad.
Cuando despertó tenía los
miembros agarrotados y un fuerte dolor de cabeza. Le habían vestido con la ropa
que llevaba en su maleta. La claridad del día se filtraba a través de una
cortina roída que tapaba un pequeño ventanuco en la parte superior de una de las
paredes. Como seguramente Lord Howard había disuelto alguna droga en el café, era
imposible calcular cuántas horas había pasado dormido. Al intentar levantarse
descubrió que estaba atado de pies y manos. Resignado, se acomodó dentro de lo
posible y volvió a quedarse dormido. Cuando volvió a despertar, ya no entraba
luz por la ventana. El dolor de cabeza había desaparecido, pero sus piernas
estaban tan dormidas que apenas las sentía. Con un fuerte impulso se sentó en
el borde del camastro, que chirrió como si unos niños jugaran saltando para
tocar el techo. Sintió un ligero mareo que pasó en segundos. Sus piernas
estaban tan dormidas que al intentar ponerse de pie, cayó al suelo. Por suerte,
giró su cuerpo y aterrizó de costado.
―Veo que ya has descansado ―dijo el Albert sujetando una vela
tras abrir la puerta―. Como es inútil que escapes de aquí,
te recomiendo que permanezcas quietecito si no quieres volver a saber de mi
amigo el látigo.
Tras lanzar su amenaza,
dejó la vela sobre la mesilla y ayudó al joven médico a sentarse en una de las
dos sillas que, junto a la cama, eran el único mobiliario de la habitación. Sin
cerrar la puerta, desapareció unos minutos de la vista Arthur, pero éste no se
atrevió a moverse del sitio. Pasado un rato, volvió entrar haciendo equilibrios
para no verter la sopa del humeante plato que sostenía entre sus manos. En
silencio y sin mirar a la cara de su captor, el prisionero aceptó hasta la
última cucharada de aquel caldo salado que le quemó la lengua. Luego Albert
echó un vistazo a la habitación para comprobar que todo estaba en orden. Conforme,
salió cerrando la puerta tras él. Arthur se levantó de la silla antes de que la
droga hiciera efecto. Sus piernas ya no estaban tan agarrotadas, y aunque
sentía un ligero cosquilleo, dio cuatro pequeños saltos para llegar a la cama. Pasó
sentado cerca de una hora, pero no se durmió, de hecho estaba más espabilado que
nunca.
Observó que en la
estancia principal se oían ruidos de vez en cuando, pero ninguna conversación,
eso le hizo pensar que Lord Howard no estaba, posiblemente estaría descansando en
otro lugar más confortable mientras su ayudante lo vigilaba.
Cuando se iba a tender
sobre la cama, escuchó un portazo y más tarde el relinchar de un caballo que se
alejaba, después, todo se quedó en silencio. Arthur llamó al cochero para
asegurarse de que estaba solo, pero no recibió respuesta. Podría ser una trampa
de aquel psicópata que ya le había amenazado con sacar el látigo, pero tampoco
tenía mucho que perder.
Fijando la mirada en la
vela, que por olvido seguía sobre la mesilla, se armó de valor y se acercó a ella.
Un grito de dolor quedó atrapado en su garganta cuando el fuego quemó su piel,
pero la cuerda cedió y sintió un gran alivio al verse parcialmente liberado.
Sin perder tiempo hizo lo propio con las cuerdas que unían sus pies. Se levantó
de la cama y estiró sus doloridos miembros para desentumecerse. Al extender sus
brazos, como si de una vieja escalera de madera se tratara, varios crujidos
recorrieron toda su espalda.
Abrió la puerta de la
habitación asomando la cabeza con cautela. El fuego casi extinto de la chimenea
iluminaba una estancia principal solitaria. Junto a un montón de ropa sucia y
conocida encontró sus zapatos. Muy nervioso se calzó y abrió la puerta de la
calle. Con sigilo recorrió los corralones ruinosos hasta dar con un caballo sin
montura. El animal pareció alegrarse de su compañía y se acercó a él deseoso de
abandonar Hellville, la fantasmal y desolada aldea que seguramente pertenecía a
Lord Howard. Hacía mucho frío, pero no se atrevió a volver para buscar algo de
abrigo, lo más importante era escapar de allí.
El camino que en la peor
noche de su vida ya había recorrido, tenía dos direcciones. Como no sabía qué
hora era, ni a cuántas millas estaba Londres, un pánico atroz lo invadió y
decidió volver a su casa. Ahora solo le importaba llegar a Southampton cuanto
antes y por eso le pidió al Dios que habitaba en su interior no encontrarse con
el maldito cochero del Lord Howard.
3. La mujer del fular.
Después de afeitarse y
tomar un baño caliente, Charles abandonó la pensión con destino a la residencia
donde esperaba que Lady Margareth le diera noticias. De no ser así, al menos
disfrutaría de su dulce compañía y su café.
Llamó varias veces a la
puerta, pero nadie contestó. Tras consultar el reloj, decidió esperar dando un
paseo por la calle. Había madrugado mucho con la intención de aprovechar el
día, pero lamentó haberse excedido llegando tan temprano, además, no sabía si
Margareth había dormido allí. Cruzó la calle, y al encender un cigarrillo, al
igual que en la víspera, creyó ver la figura de la mujer tras una cortina de la
planta superior, pero siguió caminando casi hasta el final de la calle. Si era
ella, ya sabía quién había llamado. Apuró el cigarrillo frente al escaparate de
una tienda de dulces, de la que salía un delicioso aroma que le abrió el
apetito. Como aún estaba cerrada al público, caminó con la intención de
encontrar algún sitio cercano donde almorzar. Había poco ajetreo en aquella
parte de la ciudad, donde la mayoría de las edificaciones eran grandes casas
con bonitos jardines y amplias aceras a los lados de las adoquinadas calles
casi desérticas. De no haber sido así, no habría reparado en un hombre, que a
lomos de un hermoso caballo negro, apareció justo por la otra punta de la
calle. El hombre se detuvo frente a la residencia del Doctor Arthur, descabalgó
y llamó a la puerta. Aunque la imagen era surrealista, Charles caminó deprisa
hasta él, por si el jinete pudiera ser el joven Arthur, pero cuando aún le
quedaban unos cincuenta metros para llegar, el hombre ya atravesaba la puerta
sin mirar atrás y dejando el caballo abandonado a su suerte.
Llamó a la puerta, pero
una vez más, nadie contestó. Algo irritado, decidió esperar sentado en la
escalinata, en algún momento alguien tendría que salir por la puerta. Unos
minutos más tarde y visiblemente nerviosa, abrió Lady Margareth disculpándose.
Le hizo pasar y le dijo que esperara porque el Doctor Arthur se estaba aseando.
La mujer no dijo nada más, simplemente sirvió café junto a la estufa, pero esta
vez no acompañó al investigador, con la discreción que le caracterizaba se
perdió por el pasillo después pestañear varias veces seguidas y tensar los
labios en un intento fallido de esbozar una sonrisa.
Cuando el Doctor bajó las
escaleras, perdido en sus pensamientos, Charles aún sostenía la taza dándole
vueltas al caso. Arthur no debía tener más de treinta y cinco o cuarenta años.
De figura atlética y pelo cuidado, tenía un rostro jovial aunque también unas
marcadas ojeras.
Los dos hombres se saludaron
mientras Margareth se quedaba tras el señor de la casa. Después de unas
preguntas inocentes para romper el hielo, la cara del médico se fue
transformando cuando empezó a detallar con pelos y señales lo que le había pasado.
Con memoria fotográfica describió la tortura y la humillación por la que había
pasado. Sus ojos se volvían vidriosos mientras con tremendo esfuerzo narraba los
hechos. Involuntariamente apartaba la vista como un chiquillo avergonzado y miraba
las quemaduras de sus muñecas, aunque claramente no era lo que más le dolía. Un
hombre en su posición no estaba preparado para llegar a sentirse tan pequeño y
menos aún, por culpa de una especie de locura de Lord Howard, que había sido su
mentor y prácticamente un padre en sus años de aprendizaje y en los primeros de
profesión.
El investigador ni
siquiera tuvo que hacerle muchas preguntas, ya que la mente despierta y la
facilidad para expresar de Arthur, a pesar de su disgusto y su evidente
agotamiento físico, le hicieron no parar de escribir durante todo su relato.
Quedó claro que el joven médico era una persona muy inteligente y sensible.
También hablaron de
William, su colega galés, y principal motivo por el que se había desplazado
hasta Southampton. El médico dijo no saber nada de su desaparición, pero
después de lo que le había pasado a él, ya no le extrañaba nada.
―Prometo que se hará justicia, Señor Arthur ―dijo Charles, cuando se estrecharon la mano para despedirse.
―Eso espero ―contestó el médico cuando el
investigador salía por la puerta.
―Por cierto, no abra la puerta a nadie, excepto a la policía,
que no tardaría en llegar para tomarle declaración. Ahora descanse.
Aún no había dejado atrás
la calle del médico, cuando se dio de bruces con tres caras conocidas que
doblaban la esquina: Lord Howard, Albert y Daniel, el oficial de Scotland Yard. No podía haber más contraste
entre ellos y no solo por los trajes, sino por las expresiones faciales.
Mientras los dos patanes llevaban un semblante serio, Daniel lucía una
espléndida sonrisa. Lo primero que a Charles le pasó por la cabeza es que su
antiguo compañero había resuelto el caso, y necesitaba contrastar algo con sus
acompañantes antes de arrestarlos. Pero, si así era, ¿por qué no iba ningún policía con ellos? Estaba claro que le llevaban ventaja, o el médico acababa
de inventarse todo para acusar a su colega. Decidió hacerse el interesante y no
dar pistas.
―¡Buenos días mi querido amigo! Hace un día
maravilloso, ¿no te parece? ―Dijo Daniel mientras se acercaba para estrechar la
mano de quien fuera compañero años atrás.
―Cierto, por fin vemos el sol ―contestó distraído
mientras respondía al saludo.
―Tenemos firmes sospechas para afirmar que el
asesino está en esta bonita casa ―dijo con voz segura el oficial mientras ponía
la mano en el hombro de Charles y lo invitaba a retirarse unos metros calle
abajo para seguir hablando―. Tengo que decirte en confianza, que Lord Howard ha
sido el verdadero descubridor, y aunque él y su ayudante han cometido alguna
imprudencia y quizá se tomaran el caso como algo en lo que les iba la vida, cosa
que aún me tiene sorprendido, estoy tremendamente agradecido a ellos.
Siguieron caminando hasta un punto en el que
veían la casa, pero que les daba intimidad para conversar de forma discreta.
Charles se cruzó de brazos mostrando desacuerdo inconscientemente. Muy mal
tendrían que estar las cosas para tener que llegar a algo tan chapucero.
―El joven Arthur y el Señor William ―continuó
el oficial―, llevan años disputándose ser la punta de lanza de la Escuela Imperial de Londres, un título prestigioso y muy
codiciado. Lord Howard, pronto se retirará y parece ser que hay una guerra por
ocupar su trono. A grandes rasgos, hemos sabido que se reunieron en esta misma
residencia hace un par de meses, y la pista del galés se perdió justamente entonces.
Lord Howard le tendió una trampa al Doctor Arthur para que confesara, pero me
temo que se le fue de las manos. Vino a contarme que lo tenían prisionero en Hellville,
una de sus propiedades, pero cuando llegamos se había fugado. Albert dice que
escapó con el caballo que ahora come tranquilamente detrás de ti.
―Suena bien, demasiado bien diría yo ―contestó
con desdén.
Ni siquiera miró al caballo, ya que había
visto al médico bajarse de él. Tenía lógica lo que acaba de escuchar, pero eso
tiraba al traste absolutamente todo el testimonio de Arthur.
―Claro que suena bien, amigo mío, pero
tranquilo, recibirás parte de los honorarios que te ofrecimos, al fin y al cabo
has estado cerca.
Charles encendió un cigarrillo pensando en su
siguiente movimiento. Miró a su colega y decidió apostar.
―Siento decirte, amigo mío, que erráis
estrepitosamente, y yo que tú, no me fiaría de esas dos hienas ―afirmó con
contundencia el investigador mientras dejaba atrás a su antiguo compañero.
La cara de Daniel se tornó oscura mientras
veía cómo Charles se alejaba sin dar explicaciones. Sin picor aparente empezó a
rascarse el cuello, en una señal clara de duda. Un calor interno y desconocido
apareció cuando notó que su corazón latía con intensidad y a su mente venían
imágenes agolpadas sin sentido. Se sintió acorralado al girarse para comprobar
que Lord Howard y Albert seguían esperando a unos metros. En ese momento se
diluyó la seguridad con la que había bajado del tren una hora atrás, pero ya
era tarde para mostrar flaquezas, dos policías venían de camino para llevarse
al asesino. Porque eso deseaba, que fuera el asesino y terminar con
aquello cuanto antes.
El joven médico no ofreció resistencia cuando
llegaron para arrestarle, de hecho, en un principio pensó que venían a tomarle
declaración, tal como el investigador le había dicho. Se lo llevaron a las
dependencias locales, donde si no confesaba su crimen, permanecería tres días
hasta que lo trasladaran a una penitenciaría de Londres para después ser
juzgado.
Antes del anochecer, Daniel buscó la pensión
de Charles para ponerle al día. No era cortesía, ni mucho menos, pero algo le
recomía por dentro desde que su amigo, en una actitud chulesca, lo había dejado
sin poder saborear las mieles del éxito. En un caso tan mediático, le
atormentaba la idea de ver el nombre de Scotland Yard
salpicando titulares de prensa sensacionalista. Llevaba tiempo pensando en
jubilarse y quería hacerlo a lo grande, no soportaría que se le recordara por
un fracaso.
A simple vista, la pensión cumplía
perfectamente las condiciones necesarias para alojarse unos días. Cuando subió
las escaleras, se sintió avergonzado al pensar en el ostentoso hotel donde Lord
Howard se había empeñado en alojarle. No estaba siendo el buen día que había
imaginado al llegar a la ciudad, para su desesperación, la entrevista con
Charles no dio ningún fruto y eso lo irritó aún más. El investigador se limitó
a asentir, negar y contestar con monosílabos. Malhumorado, pero conteniéndose
para no discutir, se despidió de forma educada.
El veterano oficial sabía que esa noche
dormiría poco, siempre que estaba al final de una investigación, los nervios lo
castigaban con terribles dolores estomacales. Como no tenía ganas de cenar,
buscó un sitio donde sirvieran buen whisky, pero no pudo ni acercarse a la
barra. Justo cuando iba a entrar en un local en el que sonaba música, vio salir
con prisas a Lord Howard y a una dama que cubría su cabeza con un fular. Su instinto
le hizo seguir a la pareja, dejando entre ambos una distancia razonable para no
ser descubierto. Caminaron poco más de quince minutos adentrándose en la parte
más oscura, sórdida y lúgubre de la ciudad. El escenario era dantesco.
Prostitutas, borrachos y corros de personas mal vestidas en torno a hogueras en
mitad de la calle eran la estampa de una humanidad decadente en la que perros esqueléticos
perseguían a las ratas y niños harapientos corrían en pandillas como escapando
de una realidad que los devoraba. El contraste del entorno con la elegancia de
Lord Howard era, cuanto menos, sospechoso.
La extraña pareja paró frente un viejo
edificio de dos plantas revestido de ladrillo rojizo con una herrumbrosa puerta
que el anciano abrió empujando con un pie. Daniel buscó su revólver en el
bolsillo interior del abrigo para tenerlo a mano en el caso de que tuviera que
usarlo. Sin vacilar, entró tras ellos. Olía mal y la humedad se había adueñado
de aquel sitio. No había nadie en la entrada ni en el oscuro pasillo central,
pero se oían ruidos al fondo, justo donde el pasillo desembocaba en una
escalera con acceso a la parte baja y otra metálica que conducía a una suerte
de pasillos laterales que franqueaban el centro de una gran nave rectangular
llena de puertas con rejas. La iluminación era muy escasa, pero todo apuntaba a
que en otros tiempos, aquel lugar había sido una cárcel, psiquiátrico o algo
similar. Recorrió el pasillo de la derecha, que era el más oscuro para
permanecer oculto. Con sumo cuidado sorteó la basura y escombros sin perder de
vista el fondo de la nave, del que escapaba algo de luz proveniente de una sala
interior donde seguramente estaba Lord Howard. Cuando llegó al final del
corredor lamentó no haber ido por la parte baja de la nave, pues la escalera
para bajar era casi inexistente, sólo quedaban un par de escalones ruinosos con
una caída al suelo de unos tres metros. Antes de volver sobre sus pasos, se
fijó que en la pared del fondo había un ennegrecido ventanal. Sacó un pañuelo y
limpió un pequeño trozo por donde poder mirar. Cuando su ojo derecho se acercó
a la improvisada mirilla, se estremeció al descubrir lo que había al otro lado.
Sin titubear, volvió atrás, bajó por la escalera principal y caminó en silencio
por un flanco del pabellón. Se asomó a la puerta del fondo, y aterrado vio cómo
la mujer del fular gritaba como una histérica mientras le hacía un pequeño
corte de bisturí al torso desnudo de un desgraciado, que inmovilizado, estaba
siendo torturado sobre una camilla. Su rostro estaba casi desfigurado por los
golpes, pero no había duda de su identidad.
―Ningún cabo suelto, hija mía ―dijo Lord
Howard sin apartar la mirada del reo.
―No me joda, padre, ¡cuente los cortes que le
he hecho a este cerdo! Cada corte es un día que he tenido que venir a este
fétido lugar para traerle comida a este despojo ―gritó con los ojos encendidos
mientras alzaba el bisturí teñido de sangre―, podríamos haber hecho esto hace
dos meses, incluso ya podría ser la primera y más grande mujer de La Escuela Imperial de Londres si Albert
hubiera hecho bien su trabajo, Arthur y este cabronazo no tendrían que haber
salido vivos de Hellville, pero claro, el señorito quería traerlos aquí para
jugar con ellos ―miró al ayudante de Lord Howard con rabia antes de continuar―
y encima uno se le escapó. ¡Valiente idiota!
Albert desenrolló el látigo con la cara
desencajada y los ojos clavados en la mujer con la que se
acostaba en secreto desde hacía tiempo. De no haber estado presente Lord
Howard, le habría dado un escarmiento a aquella estúpida malcriada.
―Si tantas agallas tienes, hazlo tú mismo,
demuestra que eres un hombre y arregla este entuerto ―dijo la mujer desafiándole
una vez más.
El ayudante de Lord Howard tiró el látigo a
sus pies y le arrebató el bisturí con violencia. Ella simuló tranquilidad,
aunque estaba realmente nerviosa por haber llevado a Albert al límite una vez
más, cosa que había ido perfeccionando desde que le dejaba practicar sus
depravadas fantasías sexuales con ella. El muy imbécil, se conformaba con eso,
a cambio, ella lo manejaba a su antojo. Pero también estaba satisfecha, pues
estaba consiguiendo el objetivo que su padre le había marcado para que no se
manchara las manos de sangre. Desafiantes, se miraron un instante en silencio
ante la impasividad de Lord Howard, luego el hombre, totalmente dominado por la
ira, se mordió con fuerza el labio inferior mientras se acercaba con decisión a
lo que quedaba del médico galés. Sintió el sabor
de la sangre al pasarse la lengua por los labios y escupió en el cubo que puso
bajo la cabeza del reo. Cuando iba a rebanarle el cuello, un disparo certero le
atravesó la su nuca, cayendo inerte al suelo. Lord Howard y su hija se giraron
asustados para descubrir que Daniel aún sostenía su humeante arma de fuego.
―¡Gracias a Dios, Daniel! De no haber llegado
a tiempo, este ingrato habría acabado con nosotros después de matar a sangre
fría a este pobre hombre que agoniza ―se adelantó a decir Lord Howard.
Su hija improvisó la escena arrodillándose en
el suelo mientras lloraba amargamente como una delicada señorita de alta cuna.
No sabía cuánto tiempo llevaba el oficial espiándoles, pero no podía permitir
que todo se fuera al traste ahora que estaba tan cerca de la gloria.
―¡Liberad al Señor William! ―ordenó
contundente mientras seguía con el arma en alto.
Ante la rotundidad de Daniel, la mujer adivinó
que sabía demasiado. Aprovechando que el oficial se centraba en su padre,
agarró con fuerza el látigo que tenía a sus pies. Sin apartar la vista del
oficial, tomó aire y contó mentalmente hasta tres antes de actuar con la
velocidad del rayo. Todo sucedió tan rápido que Daniel sólo pudo disparar al
aire cuando notó cómo el látigo se le enroscaba en el cuello y caía al suelo de
un fuerte tirón. Desde el suelo quiso volver a disparar, pero fue inútil. Lord
Howard y su hija se abalanzaron sobre él como dos fieras atacando a una presa.
4. La
vieja cárcel.
Había dormido mal pensando en el trato que le
había dispensado a Daniel, pero éste no merecía menos, ahora su testigo estaba
entre rejas por su culpa, mientras los auténticos sospechosos estaban libres
y colgándose medallas. Entre bostezos, Charles se desplazó a la mansión del
señor Arthur. Quería hablar con Lady Margareth para pedirle disculpas por su
pronóstico y también tranquilizarla asegurándole que hablaría personalmente con
Arthur antes de viajar a Londres, al que defendería, porque creía en su
inocencia.
Cuando iba a llamar a la puerta, dudó. Por un
momento se sintió decepcionado con su comportamiento poco profesional, ya que
en otro caso no se habría tomado la molestia, pero aquella discreta mujer le
gustaba y deseaba volver a verla. No le hizo falta llamar. Desde la ventana de
su cuarto, Lady Margaret lo había visto aproximarse y había bajado rápidamente
las escaleras para no hacerlo esperar. Lo recibió con una tímida sonrisa a la
que Arthur, sorprendido, respondió con un saludo. Con su rojizo pelo suelto
estaba aún más guapa que con la imagen encorsetada que seguramente solía llevar
para el médico. Mientras charlaban y ella se iba despojando de la timidez,
tomaron café frente a la estufa. Después de un rato de conversación intrascendente,
Charles le dijo que después de comer tenía la intención de visitar a Arthur y
si no le parecía mal, después volvería para traerle noticias. Si el médico lo
creía conveniente, también le transmitiría alguna indicación. A ella le pareció
bien.
―Sólo pongo una condición ―dijo mientras
retiraba las tazas y daba por cerrada la charla―, que vengas a las siete y te
quedes a cenar.
Con una sonrisa de oreja a oreja se presentó
en la comisaría. La sonrisa desapareció cuando se enteró que nadie había visto
a Daniel en todo el día y que desde el hotel donde se alojaba, habían dicho que
no había pasado allí la noche. Charles arrugó la nariz y el entrecejo en un
gesto de preocupación. Algo no marchaba bien. Sin dudarlo, descartó la visita
al joven médico y salió a la calle para llamar a uno de los cocheros que
charlaban frente a la comisaría. En menos de diez minutos atravesaba la puerta
del hotel.
La señora encargada de recepción le
confirmó que Daniel no había pasado la noche en el hotel. Sin poner trabas, le
dejó entrar para inspeccionar la habitación. Todo parecía normal y en orden.
Cuando la mujer lo dejó solo, cerró la puerta y se dejó caer en la cama
cerrando los ojos. El sentido del oído se amplificó a tal punto, que escuchó
perfectamente unas voces conocidas en la habitación contigua. Se incorporó para
anotar algo en su libreta: Jail - Old
Cuarter – mi hija - 6:00 p.m. Cuando cesó la conversación y sonó un portazo
en la habitación de al lado, seguido de unas pisadas que se perdían por el pasillo,
se asomó a la ventana, pero ésta no daba a la fachada principal, por lo que no
pudo ver a los hombres salir. Eso era lo de menos, sabía perfectamente quiénes
eran. Esperó unos minutos y decidido, también abandonó el hotel. El cochero aguantaba
estoicamente el chaparrón y el frio bajo un paraguas.
―Gracias por esperar, amigo, mi nombre es Charles Moore, y te necesito en exclusiva.
―Soy su hombre, señor. Mi nombre es Ton, sin
apellido ―contestó agradecido mientras mostraba un palillo tras su sonrisa.
Pararon en una plaza de
la que salían varias callejuelas embarradas y una calle principal, también
cubierta de barro. El barrio le recordó a la zona más miserable y oscura de
Londres. Para alegría del cochero, Charles le dijo que no se moviera de allí,
pues la intención del investigador era saber dónde estaba un lugar y después
regresar a la comisaría. Miró su cuaderno antes de bajar del carruaje, luego
abrió el paraguas y se acercó a unos chicos que se resguardaban de la lluvia
bajo un balcón. Uno de ellos sonrió al preguntarles si sabían dónde estaba la
vieja cárcel. El más pequeño de ellos le dijo que se girara, la tenía justo a
su espalda.
―Gracias, chicos ―dijo alejándose de los muchachos que
no le quitaban ojo.
Charles cruzó la calle y
avanzó unos cuarenta metros pegado a las viviendas y muy cerca de donde su
cochero seguía esperando. Al llegar a un edificio de ladrillos, justo donde
terminaba la plaza, sacó un cigarrillo y se quedó mirando la puerta.
―Yo no entraría ahí ―escuchó una voz madura a su espalda―, ni las ratas se atreven.
Cuando se giró, el
anciano ya cruzaba la calle ayudándose de un bastón. Charles lo observó hasta
que se perdió tras una esquina. La prudencia siempre había sido una de sus
virtudes, así que, hizo caso al viejo, al menos de momento.
Una hora después, dos jóvenes
agentes vestidos de paisano acompañaron a Charles al mismo lugar. Los chicos no
pudieron soportar el espectáculo que encontraron. Uno se desmayó cayendo al
suelo como un pájaro después de ser alcanzado por un disparo y el otro vomitó
hasta que ya no le quedó en su lozano cuerpo nada más que expulsar. Charles no
pudo reprimir un sentimiento de culpa cuando encontró a Daniel tendido en el
suelo sobre el charco de su propia sangre. Aunque tenía el cuello amoratado, lo
que le mató fue el corte limpio que mostraba desde la yugular hasta el centro
de la garganta, dejando a la vista el hueco traqueal. A su lado, Albert
presentaba una herida de bala en la nuca con salida por el centro de la cara,
trayectoria que le hizo pensar que su ejecutor era más bajo, cosa nada rara
teniendo en cuenta la corpulencia del ayudante de Lord Howard. El tercer
hombre, aún con vida, aunque agonizante, podría ser el doctor William. Éste
yacía desnudo y amordazado sobre una camilla llena de sus propios excrementos.
En la cara presentaba diversos hematomas y multitud de cortes por el pecho y el
abdomen.
Entre los tres hombres
llevaron el cuerpo, casi marchito, del galés hasta el carruaje. Aún había
esperanzas de que pudieran salvarlo en el hospital. El cochero se quedó
paralizado al ver a los hombres que avanzaban hacia las puertas del coche con
un cuerpo sucio, desnudo y aparentemente sin vida, pero no hizo ascos cuando
Charles le puso un billete en la mano. Los jóvenes policías tendieron al galés
en el suelo del carruaje, sentándose uno a cada lado.
―Cuando los hayas dejado en el hospital, Ton sin apellido,
quiero que vuelvas a la comisaría, aún necesito tus servicios―le dijo al cochero enseñándole la billetera.
Charles caminó hasta salir
de Hold Cuarter, donde no pudo
encontrar ni un solo coche. Cuando llegó a la comisaría miró su reloj, aún
tenían algo más de dos horas por delante hasta la reunión que debía realizarse
en la vieja cárcel. Sabía que uno de los dos hombres no acudiría, pero confiaba
en poder pillar con las manos en la masa al viejo Lord Howard.
Fatigado y con el
reciente y triste recuerdo de su antiguo compañero asesinado, llegó a la
comisaría para dar parte de lo ocurrido al oficial que se encontraba de guardia.
Si los hombres de los que disponía eran como los dos novatos que lo habían
acompañado a la vieja cárcel, estaban perdidos. El viejo oficial escuchó en
silencio con el rostro sereno y bonachón. Pensativo y casi inmutable, se giró distraído para mirar por la ventana
que daba a la calle dándole la espalda a Charles, que empezaba a sentirse
molesto. Como tocado por una varita mágica, el veterano oficial se giró de
repente lleno de vitalidad y empezó a recorrer los pasillos de la comisaría
dando voces como un loco. Deseoso de vengar la muerte de un compañero, empezó a
nombrar a gritos los apellidos de los disciplinados hombres más veteranos. Tenía
que preparar la operación en tiempo record, y sabía que dos de sus hombres de
confianza no se encontraban presentes. Uno de los jóvenes se encargó de ir a
buscarlos, pues estaban de descanso.
Impresionado, Charles se
sentó en una silla observando a aquellos hombres correr como galgos a las
órdenes de su jefe, que los esperaba junto a su mesa para ponerlos al día. Lamentó
no haber tenido tiempo para visitar al doctor Arthur, pero tampoco había tenido
tiempo para comer.
Seis hombres del cuerpo,
el oficial y el investigador llegaron en dos coches a los aledaños de la vieja
cárcel a las 4:55 p.m. De uno en uno, y con un intervalo aproximado de tres
minutos, para no levantar sospechas entre los transeúntes que pudieran estar
por la zona, o provocar alguna revuelta, fueron saliendo de los coches y entrando
en la nave. Una vez reunidos, avanzaron hasta la sala de torturas para inspeccionar
el siniestro y fétido lugar en el que dos cuerpos sin vida yacían en el suelo.
―Pobres hombres ―dijo uno de los policías.
―Sólo veo a un pobre hombre que estaba a punto de jubilarse,
que siempre fue un excelente agente y que además de ser buena persona, era mi
amigo. El otro es un auténtico hijo de puta, no le quepa la menor duda,
caballero ―contestó Charles al agente sin mirarle a la cara.
A las órdenes de su jefe,
cinco hombres ultimaron el operativo ocupando su posición con disciplina
militar. El investigador y uno de los policías fueron los únicos que salieron a
la calle bajo la lluvia.
Aunque estaba empezando a oscurecer y aquella zona carecía de alumbrado público, se ocultaron tras el carruaje de Ton, al que habían entregado unas monedas para que las gastara en una tasca cercana. Charles consultó su reloj, faltaban unos minutos para la hora acordada por Lord Howard en el hotel. Si todo salía bien, detendrían al médico y a su hija cuando entraran en la vieja cárcel, luego buscaría a Ton para que lo llevara a su pensión y aún le sobraría tiempo para cambiarse de ropa y llegar a tiempo a la cena con Lady Margareth. Pero el investigador no estaba satisfecho, habían asesinado a su amigo y como Albert ya no estaba, temía que Lord Howard cambiara el plan o desapareciera sin más.
Aunque estaba empezando a oscurecer y aquella zona carecía de alumbrado público, se ocultaron tras el carruaje de Ton, al que habían entregado unas monedas para que las gastara en una tasca cercana. Charles consultó su reloj, faltaban unos minutos para la hora acordada por Lord Howard en el hotel. Si todo salía bien, detendrían al médico y a su hija cuando entraran en la vieja cárcel, luego buscaría a Ton para que lo llevara a su pensión y aún le sobraría tiempo para cambiarse de ropa y llegar a tiempo a la cena con Lady Margareth. Pero el investigador no estaba satisfecho, habían asesinado a su amigo y como Albert ya no estaba, temía que Lord Howard cambiara el plan o desapareciera sin más.
Bajo un enorme paraguas
negro, Lord Howard y la mujer del fular avanzaron puntualmente por la calle
principal en dirección a la vieja cárcel. Charles puso en alerta a su compañero
cuando un niño de unos ocho años se acercó a la pareja, que ya estaba a escasos
treinta metros de la puerta de entrada. El viejo médico le entregó unas monedas
y le acarició la cabeza al sonriente niño que salió corriendo como alma que
lleva el diablo. La pareja cruzó unas palabras, luego se besaron y ella dio
media vuelta. El médico siguió caminando hasta la puerta, cerró el paraguas y
entró en el edificio.
―Ten cuidado con ella, amigo. Puede ser peligrosa ―dijo el policía a Charles cuando lo vio salir del escondite
adivinando sus intenciones.
El investigador no
respondió, fijó la mirada en la hija del médico y caminó con decisión sin
perderla de vista. Después de pasar por callejones embarrados, entraron en una
zona intermedia, la que separaba a ricos y pobres. La mujer cerró el paraguas
cuando cesó la lluvia y se puso a caminar más deprisa sin mirar atrás. No
tardaron en cambiar de escenario y Charles empezó a ponerse nervioso cuando
entraron en el barrio del joven Arthur y tomaron la dirección a su casa por una
calle paralela. La pobre Lady Margareth seguramente ya estaba preparando la
cena. Cada vez caminaban más deprisa, casi iban corriendo y conforme se
acercaban a la casa, el investigador iba recortando la distancia con la mujer.
Ya le daba igual que lo descubriera, no podía permitir que le hiciera daño a
ella también. Su respiración cada vez iba más acelerada y aunque hacía frío e
iba calado hasta los huesos, empezó a sudar como en un día de verano. Justo
cuando la mujer dobló la esquina para llegar a la calle del doctor Arthur,
Charles empezó a correr tras ella, tenía que detenerla, pero ella, seguramente sabiéndose
perseguida, también se puso a correr en el mismo momento. Cuando Charles la
tuvo de nuevo a la vista, ella ya estaba llegando a la puerta de la casa. Aceleró
todo lo que pudo para detenerla antes de que Lady Margareth abriera, pero el
tiempo pareció detenerse solamente para él, tuvo la impresión de que corría a
cámara lenta mientras ella iba a otra velocidad distinta. Sintió un pinchazo en
el pecho cuando vio que la puerta se abría lentamente, pero en aquel momento,
nada hirió más su corazón, que ver cómo la mujer dejaba a la vista su hermosa
cabellera roja al quitarse el fular que la cubría.
Vicente Ortiz Guardado
Cuento de 4 capítulos que pretendía ser un relato corto pero que se fue extendiendo sin poder remediarlo.
Escrito en febrero de 2017
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056005468
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056005468
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