24 de febrero de 2017

Hellville

1. El investigador.
El antiguo oficial de Scotland Yard dejó atrás el edificio de las nuevas dependencias policiales en silencio y negando con la cabeza. Tenía un solo día para contestar y no ayudaban las formas en las que se había solicitado su colaboración. Como necesitaba estar a solas y meditar la respuesta que debía darle a Daniel, bajó caminando despacio por Victoria Embankment. Al llegar al Támesis, encendió un cigarrillo mirando a los trabajadores que remataban las obras del nuevo alcantarillado.  
Charles Moore era un hombre serio y educado que alcanzaba la cincuentena, pero por su físico no aparentaba más de cuarenta años. Alto y a pesar de su amplia espalda, lucía una figura delgada, casi escuálida. Con el pelo largo, totalmente rasurado y con las patillas más cortas de lo que dictaba la moda, nadie diría que había pasado más de media vida trabajando en la policía de Londres.
Le irritaba sobremanera que sus antiguos colegas recurrieran a él ahora que trabajaba por su cuenta. Pero lo que más le había indignado de aquella cómica reunión, fue que Lord Howard, un viejo ricachón, y Albert, su inseparable hombre para todo, quisieran participar en el caso. Dónde habían quedado la metodología y la discreción con la que tan buenos resultados en el pasado habían hecho del cuerpo un ejemplo envidiado por todas las policías de Europa. Estaba cansado de que lo citaran para asesorar o dar un punto de vista diferente al de sus investigadores y a pesar de que pagaban bien, casi siempre se negaba o buscaba alguna excusa aludiendo que tenía mucho trabajo. Para su desgracia, esta vez, el oficial de mayor rango con el que habló, era un viejo conocido de nombre Daniel, con el que había compartido demasiados años de experiencias. Se conocían bien y le costaba negarse cuando éste era quién le pedía ayuda. Por su expresión, gestos o Dios sabe qué, el veterano oficial sabía perfectamente si a Charles le interesaba un caso y entonces lo presionaba hasta convencerlo.

En reiteradas ocasiones le había dejado clara su opinión sobre el caso de William, el médico desaparecido, pero la influencia de altas esferas estaba poniendo contra las cuerdas al cuerpo y de ahí su insistencia para que les ayudase. Demasiada gente adinerada se había preocupado por la desaparición del galés, uno de los personajes más ilustres desde que se trasladó a Winchester. El caso era interesante y muy bien remunerado, pero que dos civiles con ganas de aventura formaran parte de la investigación, no ayudaba en absoluto y por eso había hablado con contundencia ante las miradas inquisitorias del viejo Lord Howard y Albert, su ayudante. Finalmente aceptó el caso, aunque lo haría a su manera y compartiendo solamente lo estrictamente necesario. Si llegaba el caso, daría pistas falsas para que los dos patanes no entorpecieran sus pesquisas. A él le gustaba trabajar en solitario.
Después varios días de investigación, en los que interrogó a varios compañeros del médico, conocidos y vecinos, logró dibujar un triángulo entre Londres, Winchester y Southampton. Excepto por sus juergas en burdeles, William parecía un ciudadano ejemplar y todas sus amistades íntimas parecían personajes pomposos sacados de novelas en las que los protagonistas son aristócratas que pasan el día tomando el té, incluso en el colegio de Médicos llegaron a asegurarle que era un firme candidato a comandar el Real Colegio de la Ciencia. Todo el mundo hablaba bien de él, aunque también todo el mundo habla bien de quien acaba de fallecer, es como si de un plumazo se borrara de nuestro recuerdo todo lo negativo de una persona a la que jamás vamos a volver a ver. Su instinto le decía que William ya estaba muerto, una persona acomodada no desaparece por que sí, pero dónde y cuál habría sido la causa, era un misterio. Y como dicen, sin cuerpo, no hay delito.
El día que llegó a Southampton para entrevistarse con el joven Arthur, el otro médico famoso del que todos hablaban, comió en una taberna a un par de millas de su domicilio y aunque hizo algunas preguntas a los allí presentes, nadie sabía de su existencia, o eso decían. La ilustre clientela de aquella tasca desconfió del investigador en cuanto empezó a hacer preguntas.
Aún con el sabor grasiento de las patatas y la carne que acababa de comer, encendió un cigarrillo y caminó unos quince minutos hasta dar con el adoquinado suelo del barrio más rico de la ciudad. Casi se da de bruces con un personaje al que no soportaba. Justo cuando tenía a la vista la lujosa residencia del joven doctor Arthur, que hacía las veces de consulta en una de sus opulentas estancias, vio cómo Albert, el inseparable ayudante de Lord Howard, llamaba a la enorme puerta de madera labrada. Charles se ocultó tras una esquina para no ser descubierto. Abrió una atractiva mujer de mediana edad, cruzaron unas palabras y finalmente salió el médico estrechando la mano del visitante. Los dos hombres hablaron un instante, luego entraron en la mansión. Pasados unos minutos, Arthur salió portando una maleta de cuero negro. Seguramente iban de viaje. Sin aparente conversación ente ellos, caminaron hasta un carruaje tirado por dos caballos negros. En un momento desaparecieron por la empinada calle que empezaba a ser inundada por la niebla. 
Con la mirada perdida, Charles se frotó la barbilla. Le desconcertó la idea de que los patanes le llevaran ventaja o tuvieran alguna información que él desconocía. Pero cada vez era más sospechoso que dos de los tres médicos más famosos del país se entrevistaran y que el tercero hubiera desaparecido sin dejar rastro.
Decidió buscar una pensión donde pasar la noche, eso sí, en otro barrio más asequible aunque las calles no tuvieran adoquines. El sitio escogido no tenía lujos, pero eso a Chales le importaba poco, con que estuviera limpio y el precio fuera razonable, era más que suficiente. La habitación no era muy grande, pero el mobiliario era nuevo, además, en la planta baja tenían un pequeño salón donde servían comida casera y eso fue lo que terminó de convencerle.
A la mañana siguiente volvió a la residencia del apuesto médico. Lady Margareth, su ama de llaves, le abrió la puerta con el rostro serio. Tras las pertinentes presentaciones y unas preguntas lo hizo pasar al interior.
Margareth parecía una persona culta y educada. Con una perfecta dicción, hablaba tranquila y pausada mientras sus expresivos ojos azules parecían ir a otro compás, puede que rebelando sin querer su verdadera personalidad, quizá menos sosegada de lo que aparentaba. De figura esbelta, piel clara y pelo rojo recogido en un cuidado moño, sus facciones seductoras y su correcto vestuario le daban el aire encantador que seguramente admiraba la clase adinerada que visitaba al joven médico.
Sin preguntar, sirvió café recién hecho en dos tazas de porcelana que dejó sobre una mesita junto a la estufa. Charles lo agradeció, hacía un tiempo infernal y no había entrado en calor desde que salió de la pensión.
La mansión era fastuosa, el “nada como la primera impresión”, se había aplicado a rajatabla y seguramente estaba más decorada al gusto de la burguesía que solía recibir que al propio dueño.
―No vaya con rodeos, por favor ―dijo la mujer mirando fijamente a los ojos castaños del investigador―, dígame qué le ha pasado y dónde está el doctor Arthur, porque me temo que algo no marcha bien. Sólo lleva unas horas desaparecido, cosa que tampoco sabemos, porque podría estar en cualquier sitio, pero aparece usted preguntando por él y, créame, tonta no soy.
Charles se sorprendió por su forma directa de hablar, y le quedó claro que era una persona inteligente que, además, se preocupaba por el médico.
―Lamento decirle que si es grave, yo aún no lo sé. Que esté aquí, tomando este delicioso café, ha sido pura casualidad. Realmente investigo otro asunto, y el señor Arthur sólo es un eslabón más, de hecho, con quien pretendía entrevistarme era con él. Acabo de llegar de Londres ―mintió― y ha sido una sorpresa saber que ha desaparecido.
La mujer se quedó un rato reflexionando mientras se miraba las manos, luego alzó la vista, arqueó las cejas en un gesto de confusión y tras meditar, continuó.
―Llevo un par de años trabajando a media jornada para él, y jamás se había ido sin decir dónde iba, simplemente hizo la maleta a toda prisa y me dijo que cancelara sus citas y que volvería pronto.
―¿Había notado un comportamiento extraño últimamente en él? No sé, cualquier cosa que no fuera propia en su conducta ―preguntó sereno para no ponerla más nerviosa.
―Nada. Quizá estaba un poco alterado porque le habían dicho que en la Escuela Imperial lo estaban teniendo en cuenta para sustituir a Lord Howard ―hizo una mueca de desagrado antes de continuar―. No me gusta nada su ayudante, ese fortachón que lo acompaña siempre como su escudero es el hombre que ayer vino a buscarlo, quizá debería hablar con él.
―Dice que ese hombre se lo llevó, ¿podría decirme si ya había estado antes aquí?
―No quiero decir que se lo llevara a la fuerza, no me he explicado bien, me refiero a que es quién vino a buscarlo con una carta de Lord Howard. Me extrañó que cancelara todo y se pusiera a hacer la maleta sin pensarlo, él es una persona muy reflexiva. Albert, que así es como se llama ese tipo, había estado aquí en varias ocasiones acompañando a Lord Howard, pero de eso ya hace tiempo.
Charles anotó en su cuaderno las respuestas de la mujer y justo cuando iba a despedirse, ella se levantó para retirar las tazas. Charles se quedó mirando el movimiento de sus caderas cuando se alejaba. Al regresar, ella permaneció un instante en silencio, pensando si sería relevante o no, lo que en su cabeza daba vueltas y más vueltas. El investigador se levantó del sillón al ver que ella no se sentaba.
―Hace un par de meses ―volvió a meditar unos segundos antes de proseguir―, el Señor Arthur me ordenó que todo el personal se tomara un par de días libres, quería estar solo. Ni siquiera me permitió acompañarle. Supuse que quería intimidad, de todos es conocida su fama de galán y seguramente habría conquistado a alguna dama. Por supuesto, no pregunté el motivo, simplemente obedecí, como es mi costumbre.
―Muchas gracias, Margareth, ese dato puede ser importante. Le prometo que tendrá noticias en breve, me han sido muy útiles sus palabras.
La mujer lo acompañó hasta la puerta y después de despedirse, cerró con llave.
Aunque todo seguía confuso, ahora estaba clara la conexión entre los médicos. Lord Howard y su ayudante, eran oficialmente sospechosos de la desaparición de otro médico: el joven Arthur. Por otra parte, que Arthur diera descanso a su personal justo cuando desapareció el médico galés, liaba aún más la madeja. El siguiente paso sería esperar a que Arthur apareciera, si es que lo hacía. Seguramente él tendría algunas respuestas.  
Charles regresó a la pensión para decir que se quedaría unos días más. Luego telefoneó a su antiguo compañero en Scotland Yard para saber si habían averiguado algo. Éste le dijo que creía tener algo gracias a Lord Howard, pero no quiso desvelarle nada. Charles entendió que era importante  para el cuerpo resolver el caso sin ayuda externa y menos de un antiguo compañero del cuerpo, incluso el supuesto apoyo de alguien relevante como el viejo médico podría darles notoriedad, pero lo que no sabía el oficial, es que, tanto el médico como el ayudante, estaban bajo su punto de mira.
Aprovechando que no llovía, pasó la tarde por los alrededores de la casa del señor Arthur, pero todo seguía en calma. Entre tiritones de frío, meditó volver a visitar a la encantadora Lady Margareth, por si tenía alguna noticia del paradero de Arthur, pero ya estaba cayendo la noche y le pareció inapropiado. En una de sus rondas, creyó ver su figura tras una de las cortinas de la planta superior, pero cuando se acercó a la casa y volvió a alzar la mirada, ya no estaba. Encendió un cigarrillo pensando en que no le habría importado pasar un rato charlando con ella frente a la estufa. Esbozó una sonrisa. Finalmente decidió posponer la visita para la mañana siguiente. Si Margareth no tenía noticias del joven médico, informaría a las autoridades locales y también lo declararían desaparecido. Luego cogería un tren para regresar a Londres y hablaría en privado con su antiguo compañero para poder interrogar cuanto antes a Lord Howard y a su lugarteniente. Estaba claro que ellos sabían algo más. 



2. Arthur, el joven médico.
Odiaba los viajes por sorpresa, pero Lord Howard no sólo le hizo llegar una misiva realmente misteriosa, el propio mensajero que le entregó la carta, era Albert, su fornido y siempre malhumorado ayudante personal. Dijo que tenía que acompañarle porque era urgente y no podía esperar a la mañana siguiente para coger un tren.
Desde que el joven y prometedor Arthur, había empezado a ejercer como médico, Lord Howard, toda una eminencia en Inglaterra ―incluso después de que la familia Real prescindiera de sus servicios cuando comenzó a coquetear con el espiritismo―, había seguido cada uno de sus pasos admirando públicamente su trabajo. Todo apuntaba a que Arthur sería su sucesor en la Escuela Imperial de Londres. La falta de recursos en sus orígenes, nunca fueron obstáculo para una mente tan brillante a pesar de la feroz competencia con el Doctor William, un adinerado y egocéntrico galés proveniente de una familia acomodada con tradición en la medicina que pasaba consulta en Winchester, una ciudad relativamente cercana a su clínica en Southampton. Leyó mientras el cochero no le quitaba ojo.
Querido Arthur, espero que estés tan bien como la última vez que tuve el gusto de verte, seguro que sí, porque hasta Londres llega tu  fama. Siempre fuiste mi pupilo favorito y jamás lo he ocultado, pero ahora necesito algo de ti. Te pido que acudas a ver a este pobre viejo y me des tu opinión sobre algo que no me deja dormir. Sé que no es mucha información, pero prefiero no anticipar nada, ya lo entenderás cuando nos reunamos. Es muy importante que acudas. Sé que lo harás.
Atentamente, Howard.
Con prisas y cierta pesadumbre por tener que salir de viaje sin haberlo preparado, indicó a Margareth, su ama de llaves, que cancelara sus citas. Luego metió ropa en una maleta, cogió una capa, el abrigo y el paraguas. La mujer vio como salía de casa acompañando a Albert, el enorme hombre, que minutos antes había llamado a la puerta y descaradamente la había mirado con ojos golosos.
Tres horas después de dejar atrás la ciudad, el camino fue haciéndose más incómodo y pesado. Empezó a caer la noche, y a la niebla se unió una débil, pero constante lluvia. La fría brisa soplaba del norte. De no haber sido un caso excepcional, a nadie en su sano juicio se le habría ocurrido hacer un viaje tan largo con este temporal, pero el trabajo ahora era lo primero y si no había ningún contratiempo, antes del alba estarían entrando en Londres.
Algunas gotas de agua se habían ido filtrado por un lateral de la capota formado un pequeño charco en el suelo. También entraba aire por la parte delantera. La ennegrecida lámpara que iluminaba pobremente el interior se apagó en uno de los baches. Era el momento de calarse el sombrero y taparse con la capa para dormir. Poco después, con los traqueteos, los chirríos del carruaje y el ruido de la lluvia cayendo sobre los árboles del bosque que atravesaban, supo que iba a ser imposible descansar. La noche iba a ser larga.
Un par de horas después sacó un fósforo del chaleco, a oscuras buscó la lámpara mientras hacía equilibrio para no caerse. Al encenderlo quedó cegado un momento, cuando recobró la visión comprobó con disgusto que a la lámpara no le queda aceite. Intentó guardar la calma, pero los movimientos, cada vez más violentos por el estado de la calzada, no ayudaban. Resignado a viajar a oscuras sin poder dormir se asomó a la ventana. Había dejado de llover y las nubes estaban siendo arrastradas en su mayoría por el viento, dejando entrever tímidamente la luna llena. Sacó la carta de un bolsillo con la intención de releerla tranquilamente, pero un estruendoso golpe sacudió el carruaje en ese momento. Habían impactado lateralmente con violencia con la rama de un arbol caído y los caballos fueron frenados casi en seco.
―Tranquilo, amigo, no ha sido nada ―dijo la voz poco tranquilizadora del cochero mientras proseguían el camino.
Con los nervios de punta se acomodó en el centro del mullido asiento lanzando un gran suspiro. Consultó su reloj de bolsillo y volvió a suspirar frotándose la cara con las manos. Aún quedaban varias horas de tortura hasta el amanecer y el camino cada vez estaba más bacheado. En algunos tramos había que pasar muy despacio, pues el barro y el agua acumulada impedían pasar con normalidad. Poco después empezó de nuevo a llover, esta vez con más fuerza. Los caballos relinchaban sin parar y parecía que circulaban sin control. En uno de los botes, Arthur salió despedido cayendo de costado en el húmedo suelo del carruaje. Los segundos que quedó sin respiración le parecieron eternos hasta que pudo, no sin dificultad, volver al asiento.      
―¡Pare, cochero! gritó malhumorado dirigiéndose a la parte delantera del coche.
No solo no paró, sino que avanzó a más velocidad dando unos endiablados saltos provocando que se volviera a caer al suelo. Allí decidió quedarse hasta que por fin se detuvieron unos minutos más tarde. Indignado, esperó un momento para recibir explicaciones a aquel estúpido comportamiento, pero pasado un tiempo prudencial y no habiendo recibido respuesta, bajó del carruaje. Los faroles delanteros estaban apagados, pero la luna iluminaba perfectamente el espectáculo que tenía ante sí: ni rastro de los caballos ni del cochero.
Intentando comprender qué estaba pasando entró en el coche, pero nada tenía sentido. Tras un rato de reflexión que no le llevó a ningún sitio, salió bajo la lluvia portando su maleta y el paraguas. Maldijo haber metido tanto peso en la maleta, pero no era momento de lamentarse y se puso a caminar con la esperanza de encontrar un refugio.
Poco tardó en comprender que era absurdo ir esquivando los charcos grandes, pues estaba calado hasta los huesos. En los pantalones y en los zapatos ya no cabía más barro. Agotado e impotente lloró durante un buen rato sin dejar de caminar por aquel lodazal. La ropa y la maleta cada vez le pesaban más. Antes de llegar a lo alto de una loma, escuchó los ladridos de varios perros que parecían contestarse en una funesta conversación. Cuando llegó a la cima, apenas llovía, pero estaba exhausto, las piernas le temblaban y un terrible dolor de espalda lo estaba machacando. Volvió a maldecir la carga de la maleta. La imagen de una torre al fondo le hizo recobrar una chispa de energía y caminar más deprisa. La aldea de apenas treinta edificaciones, muchas de ellas en ruina, parecía sacada de una novela de terror. De una vivienda emergía una fina columna de humo, que la neblina y la oscuridad se iba tragando, perdiéndose en lo más profundo de la noche.  
Cuando se acercó a una de las cuadras los perros dejaron de ladrar. El siniestro silencio se rompió tras él cuando un látigo cortó el aire antes de golpearle bruscamente en la espalda. Cayó de bruces al embarrado suelo. Antes de girarse para ver quién le había agredido, recibió el segundo latigazo y sintió cómo en sus riñones se posaba una enorme y sucia bota negra. Giró la cabeza. Desde lo alto, el ayudante de Lord Howard lo miraba con desprecio esbozando una falsa sonrisa. Luego lo obligó a recoger la maleta y a caminar hasta una de las casas.
Junto a la chimenea, impecablemente vestido y fumando en pipa, lo esperaba Lord Howard. Con los brazos cruzados sobre su prominente barriga, lucía un rostro sonrojado y brillante disimulado por sus enormes patillas, que llegaban casi hasta la barbilla. Parecía estar más viejo y canoso que la última vez que lo vio.
Pasa, querido, ponte al fuego antes de que cojas una pulmonía, bienvenido a Hellville  dijo el anciano que en otros tiempos fuera médico de la familia real.
¿Qué está pasando? No entiendo nada balbuceó temblando de frío y de miedo.
―¡Ay mi apreciado colega! Quítate esa ropa y siéntate al fuego, pero primero límpiate las manos y la cara. Albert te dará una manta seca y te servirá un café caliente.
Arthur no rechistó. Se desnudó avergonzado y luego se puso de rodillas para lavarse la cabeza y las manos en un cubo de agua tibia que Albert le había puesto a sus pies. Jamás se había sentido tan ultrajado como cuando se inclinó para aclararse el pelo dándoles la espalda a los hombres que no le quitaban ojo. Unas lágrimas brotaron de sus ojos tristes al sentir que algo le acariciaba las nalgas. Quiso que su vida terminara en ese momento, ninguna persona merece pasar por algo así. Por suerte, ese sentimiento de desolación terminó cuando se incorporó y comprobó que era la manta que Albert le ofrecía para cubrirse lo que le había rozado. La tomó como quien agarra un escudo para protegerse del ataque de un rival y se envolvió en ella dejando al descubierto solamente las manos, la cabeza y los pies. Luego avanzó hasta la silla, que junto a la chimenea le indicaba Lord Howard.
Antes de que saques conclusiones desacertadas tengo que decirte que siento mucho haber llegado a este extremo y te pido mil disculpas si el trato de Albert no ha sido correcto. Es un hombre tosco y de modales poco refinados, pero en el fondo es buena persona dijo el anciano uniendo sus manos por la espalda en un gesto que pretendía dar tranquilidad y confianza.
Arthur miró con rabia al hombre que calentaba café en un pequeño puchero granate, éste se giró hacia él en un gesto provocativo y le sostuvo la mirada sonriendo de forma burlona y orgullosa. El plan que le propuso a Lord Howard había salido según lo previsto. No quería secuestrarlo sin más, quería que sufriera un poco haciéndolo caminar por un camino solitario en mitad de la noche, además, hasta el temporal se había aliado con él para que llegar a Hellville fuera un calvario. Ahora tendría que convencer al viejo para que le dejara practicar con el bisturí. Desde que vio a su hija hacer incisiones, no se le había borrado de la cabeza poder hacer lo mismo. Era algo casi mágico ver cómo un pequeño aparato tan afilado, y sin apenas hacer presión, podía dibujar en un cuerpo esos cortes tan perfectos por los que luego surgía la sangre. Pero sobretodo no había olvidado el maravilloso olor metálico que se queda en la nariz durante minutos.  
¿Qué es lo que quieren de mí? Esto es una locura solamente comprensible en mentes enfermas, yo no he hecho daño a nadie dijo Arthur sollozando y resignado a un final que veía cerca.
Tranquilícese, mi buen amigo, la tendrá, por supuesto que tendrá la explicación, pero ahora tómese ese café, no vaya a caer enfermo.
El café era malísimo, pero le reconfortó ingerir algo caliente. Durante unos segundos su mirada se perdió en las ondulantes llamas de la chimenea. Siempre le habían relajado, y aunque estaba agotado, no encontró la calma que necesitaba, por suerte, sí el calor. Se sentía profundamente humillado al estar desnudo y a merced de aquellos hombres, que por alguna razón que desconocía, le estaban haciendo pasar la peor noche de su vida.
Arthur no llegó a recibir la explicación. Notó un letargo que le hizo soltar el vaso y después sitió los fuertes brazos del cochero sujetándolo para que no cayera al suelo. Después, oscuridad.
Cuando despertó tenía los miembros agarrotados y un fuerte dolor de cabeza. Le habían vestido con la ropa que llevaba en su maleta. La claridad del día se filtraba a través de una cortina roída que tapaba un pequeño ventanuco en la parte superior de una de las paredes. Como seguramente Lord Howard había disuelto alguna droga en el café, era imposible calcular cuántas horas había pasado dormido. Al intentar levantarse descubrió que estaba atado de pies y manos. Resignado, se acomodó dentro de lo posible y volvió a quedarse dormido. Cuando volvió a despertar, ya no entraba luz por la ventana. El dolor de cabeza había desaparecido, pero sus piernas estaban tan dormidas que apenas las sentía. Con un fuerte impulso se sentó en el borde del camastro, que chirrió como si unos niños jugaran saltando para tocar el techo. Sintió un ligero mareo que pasó en segundos. Sus piernas estaban tan dormidas que al intentar ponerse de pie, cayó al suelo. Por suerte, giró su cuerpo y aterrizó de costado.
Veo que ya has descansado dijo el Albert sujetando una vela tras abrir la puerta. Como es inútil que escapes de aquí, te recomiendo que permanezcas quietecito si no quieres volver a saber de mi amigo el látigo.
Tras lanzar su amenaza, dejó la vela sobre la mesilla y ayudó al joven médico a sentarse en una de las dos sillas que, junto a la cama, eran el único mobiliario de la habitación. Sin cerrar la puerta, desapareció unos minutos de la vista Arthur, pero éste no se atrevió a moverse del sitio. Pasado un rato, volvió entrar haciendo equilibrios para no verter la sopa del humeante plato que sostenía entre sus manos. En silencio y sin mirar a la cara de su captor, el prisionero aceptó hasta la última cucharada de aquel caldo salado que le quemó la lengua. Luego Albert echó un vistazo a la habitación para comprobar que todo estaba en orden. Conforme, salió cerrando la puerta tras él. Arthur se levantó de la silla antes de que la droga hiciera efecto. Sus piernas ya no estaban tan agarrotadas, y aunque sentía un ligero cosquilleo, dio cuatro pequeños saltos para llegar a la cama. Pasó sentado cerca de una hora, pero no se durmió, de hecho estaba más espabilado que nunca.
Observó que en la estancia principal se oían ruidos de vez en cuando, pero ninguna conversación, eso le hizo pensar que Lord Howard no estaba, posiblemente estaría descansando en otro lugar más confortable mientras su ayudante lo vigilaba.
Cuando se iba a tender sobre la cama, escuchó un portazo y más tarde el relinchar de un caballo que se alejaba, después, todo se quedó en silencio. Arthur llamó al cochero para asegurarse de que estaba solo, pero no recibió respuesta. Podría ser una trampa de aquel psicópata que ya le había amenazado con sacar el látigo, pero tampoco tenía mucho que perder.
Fijando la mirada en la vela, que por olvido seguía sobre la mesilla, se armó de valor y se acercó a ella. Un grito de dolor quedó atrapado en su garganta cuando el fuego quemó su piel, pero la cuerda cedió y sintió un gran alivio al verse parcialmente liberado. Sin perder tiempo hizo lo propio con las cuerdas que unían sus pies. Se levantó de la cama y estiró sus doloridos miembros para desentumecerse. Al extender sus brazos, como si de una vieja escalera de madera se tratara, varios crujidos recorrieron toda su espalda.
Abrió la puerta de la habitación asomando la cabeza con cautela. El fuego casi extinto de la chimenea iluminaba una estancia principal solitaria. Junto a un montón de ropa sucia y conocida encontró sus zapatos. Muy nervioso se calzó y abrió la puerta de la calle. Con sigilo recorrió los corralones ruinosos hasta dar con un caballo sin montura. El animal pareció alegrarse de su compañía y se acercó a él deseoso de abandonar Hellville, la fantasmal y desolada aldea que seguramente pertenecía a Lord Howard. Hacía mucho frío, pero no se atrevió a volver para buscar algo de abrigo, lo más importante era escapar de allí.
El camino que en la peor noche de su vida ya había recorrido, tenía dos direcciones. Como no sabía qué hora era, ni a cuántas millas estaba Londres, un pánico atroz lo invadió y decidió volver a su casa. Ahora solo le importaba llegar a Southampton cuanto antes y por eso le pidió al Dios que habitaba en su interior no encontrarse con el maldito cochero del Lord Howard.           



3. La mujer del fular.
Después de afeitarse y tomar un baño caliente, Charles abandonó la pensión con destino a la residencia donde esperaba que Lady Margareth le diera noticias. De no ser así, al menos disfrutaría de su dulce compañía y su café.
Llamó varias veces a la puerta, pero nadie contestó. Tras consultar el reloj, decidió esperar dando un paseo por la calle. Había madrugado mucho con la intención de aprovechar el día, pero lamentó haberse excedido llegando tan temprano, además, no sabía si Margareth había dormido allí. Cruzó la calle, y al encender un cigarrillo, al igual que en la víspera, creyó ver la figura de la mujer tras una cortina de la planta superior, pero siguió caminando casi hasta el final de la calle. Si era ella, ya sabía quién había llamado. Apuró el cigarrillo frente al escaparate de una tienda de dulces, de la que salía un delicioso aroma que le abrió el apetito. Como aún estaba cerrada al público, caminó con la intención de encontrar algún sitio cercano donde almorzar. Había poco ajetreo en aquella parte de la ciudad, donde la mayoría de las edificaciones eran grandes casas con bonitos jardines y amplias aceras a los lados de las adoquinadas calles casi desérticas. De no haber sido así, no habría reparado en un hombre, que a lomos de un hermoso caballo negro, apareció justo por la otra punta de la calle. El hombre se detuvo frente a la residencia del Doctor Arthur, descabalgó y llamó a la puerta. Aunque la imagen era surrealista, Charles caminó deprisa hasta él, por si el jinete pudiera ser el joven Arthur, pero cuando aún le quedaban unos cincuenta metros para llegar, el hombre ya atravesaba la puerta sin mirar atrás y dejando el caballo abandonado a su suerte.
Llamó a la puerta, pero una vez más, nadie contestó. Algo irritado, decidió esperar sentado en la escalinata, en algún momento alguien tendría que salir por la puerta. Unos minutos más tarde y visiblemente nerviosa, abrió Lady Margareth disculpándose. Le hizo pasar y le dijo que esperara porque el Doctor Arthur se estaba aseando. La mujer no dijo nada más, simplemente sirvió café junto a la estufa, pero esta vez no acompañó al investigador, con la discreción que le caracterizaba se perdió por el pasillo después pestañear varias veces seguidas y tensar los labios en un intento fallido de esbozar una sonrisa. 
Cuando el Doctor bajó las escaleras, perdido en sus pensamientos, Charles aún sostenía la taza dándole vueltas al caso. Arthur no debía tener más de treinta y cinco o cuarenta años. De figura atlética y pelo cuidado, tenía un rostro jovial aunque también unas marcadas ojeras.
Los dos hombres se saludaron mientras Margareth se quedaba tras el señor de la casa. Después de unas preguntas inocentes para romper el hielo, la cara del médico se fue transformando cuando empezó a detallar con pelos y señales lo que le había pasado. Con memoria fotográfica describió la tortura y la humillación por la que había pasado. Sus ojos se volvían vidriosos mientras con tremendo esfuerzo narraba los hechos. Involuntariamente apartaba la vista como un chiquillo avergonzado y miraba las quemaduras de sus muñecas, aunque claramente no era lo que más le dolía. Un hombre en su posición no estaba preparado para llegar a sentirse tan pequeño y menos aún, por culpa de una especie de locura de Lord Howard, que había sido su mentor y prácticamente un padre en sus años de aprendizaje y en los primeros de profesión.
El investigador ni siquiera tuvo que hacerle muchas preguntas, ya que la mente despierta y la facilidad para expresar de Arthur, a pesar de su disgusto y su evidente agotamiento físico, le hicieron no parar de escribir durante todo su relato. Quedó claro que el joven médico era una persona muy inteligente y sensible.
También hablaron de William, su colega galés, y principal motivo por el que se había desplazado hasta Southampton. El médico dijo no saber nada de su desaparición, pero después de lo que le había pasado a él, ya no le extrañaba nada.
Prometo que se hará justicia, Señor Arthur dijo Charles, cuando se estrecharon la mano para despedirse.
Eso espero contestó el médico cuando el investigador salía por la puerta.
Por cierto, no abra la puerta a nadie, excepto a la policía, que no tardaría en llegar para tomarle declaración. Ahora descanse.
Aún no había dejado atrás la calle del médico, cuando se dio de bruces con tres caras conocidas que doblaban la esquina: Lord Howard, Albert y Daniel, el oficial de Scotland Yard. No podía haber más contraste entre ellos y no solo por los trajes, sino por las expresiones faciales. Mientras los dos patanes llevaban un semblante serio, Daniel lucía una espléndida sonrisa. Lo primero que a Charles le pasó por la cabeza es que su antiguo compañero había resuelto el caso, y necesitaba contrastar algo con sus acompañantes antes de arrestarlos. Pero, si así era, ¿por qué no iba ningún policía con ellos? Estaba claro que le llevaban ventaja, o el médico acababa de inventarse todo para acusar a su colega. Decidió hacerse el interesante y no dar pistas.
―¡Buenos días mi querido amigo! Hace un día maravilloso, ¿no te parece? ―Dijo Daniel mientras se acercaba para estrechar la mano de quien fuera compañero años atrás.
―Cierto, por fin vemos el sol ―contestó distraído mientras respondía al saludo.
―Tenemos firmes sospechas para afirmar que el asesino está en esta bonita casa ―dijo con voz segura el oficial mientras ponía la mano en el hombro de Charles y lo invitaba a retirarse unos metros calle abajo para seguir hablando―. Tengo que decirte en confianza, que Lord Howard ha sido el verdadero descubridor, y aunque él y su ayudante han cometido alguna imprudencia y quizá se tomaran el caso como algo en lo que les iba la vida, cosa que aún me tiene sorprendido, estoy tremendamente agradecido a ellos.
Siguieron caminando hasta un punto en el que veían la casa, pero que les daba intimidad para conversar de forma discreta. Charles se cruzó de brazos mostrando desacuerdo inconscientemente. Muy mal tendrían que estar las cosas para tener que llegar a algo tan chapucero.
―El joven Arthur y el Señor William ―continuó el oficial―, llevan años disputándose ser la punta de lanza de la Escuela Imperial de Londres, un título prestigioso y muy codiciado. Lord Howard, pronto se retirará y parece ser que hay una guerra por ocupar su trono. A grandes rasgos, hemos sabido que se reunieron en esta misma residencia hace un par de meses, y la pista del galés se perdió justamente entonces. Lord Howard le tendió una trampa al Doctor Arthur para que confesara, pero me temo que se le fue de las manos. Vino a contarme que lo tenían prisionero en Hellville, una de sus propiedades, pero cuando llegamos se había fugado. Albert dice que escapó con el caballo que ahora come tranquilamente detrás de ti.
―Suena bien, demasiado bien diría yo ―contestó con desdén.
Ni siquiera miró al caballo, ya que había visto al médico bajarse de él. Tenía lógica lo que acaba de escuchar, pero eso tiraba al traste absolutamente todo el testimonio de Arthur.
―Claro que suena bien, amigo mío, pero tranquilo, recibirás parte de los honorarios que te ofrecimos, al fin y al cabo has estado cerca.
Charles encendió un cigarrillo pensando en su siguiente movimiento. Miró a su colega y decidió apostar.
―Siento decirte, amigo mío, que erráis estrepitosamente, y yo que tú, no me fiaría de esas dos hienas ―afirmó con contundencia el investigador mientras dejaba atrás a su antiguo compañero.
La cara de Daniel se tornó oscura mientras veía cómo Charles se alejaba sin dar explicaciones. Sin picor aparente empezó a rascarse el cuello, en una señal clara de duda. Un calor interno y desconocido apareció cuando notó que su corazón latía con intensidad y a su mente venían imágenes agolpadas sin sentido. Se sintió acorralado al girarse para comprobar que Lord Howard y Albert seguían esperando a unos metros. En ese momento se diluyó la seguridad con la que había bajado del tren una hora atrás, pero ya era tarde para mostrar flaquezas, dos policías venían de camino para llevarse al asesino. Porque eso deseaba, que fuera el asesino y terminar con aquello cuanto antes.
El joven médico no ofreció resistencia cuando llegaron para arrestarle, de hecho, en un principio pensó que venían a tomarle declaración, tal como el investigador le había dicho. Se lo llevaron a las dependencias locales, donde si no confesaba su crimen, permanecería tres días hasta que lo trasladaran a una penitenciaría de Londres para después ser juzgado.
Antes del anochecer, Daniel buscó la pensión de Charles para ponerle al día. No era cortesía, ni mucho menos, pero algo le recomía por dentro desde que su amigo, en una actitud chulesca, lo había dejado sin poder saborear las mieles del éxito. En un caso tan mediático, le atormentaba la idea de ver el nombre de Scotland Yard salpicando titulares de prensa sensacionalista. Llevaba tiempo pensando en jubilarse y quería hacerlo a lo grande, no soportaría que se le recordara por un fracaso.
A simple vista, la pensión cumplía perfectamente las condiciones necesarias para alojarse unos días. Cuando subió las escaleras, se sintió avergonzado al pensar en el ostentoso hotel donde Lord Howard se había empeñado en alojarle. No estaba siendo el buen día que había imaginado al llegar a la ciudad, para su desesperación, la entrevista con Charles no dio ningún fruto y eso lo irritó aún más. El investigador se limitó a asentir, negar y contestar con monosílabos. Malhumorado, pero conteniéndose para no discutir, se despidió de forma educada.
El veterano oficial sabía que esa noche dormiría poco, siempre que estaba al final de una investigación, los nervios lo castigaban con terribles dolores estomacales. Como no tenía ganas de cenar, buscó un sitio donde sirvieran buen whisky, pero no pudo ni acercarse a la barra. Justo cuando iba a entrar en un local en el que sonaba música, vio salir con prisas a Lord Howard y a una dama que cubría su cabeza con un fular. Su instinto le hizo seguir a la pareja, dejando entre ambos una distancia razonable para no ser descubierto. Caminaron poco más de quince minutos adentrándose en la parte más oscura, sórdida y lúgubre de la ciudad. El escenario era dantesco. Prostitutas, borrachos y corros de personas mal vestidas en torno a hogueras en mitad de la calle eran la estampa de una humanidad decadente en la que perros esqueléticos perseguían a las ratas y niños harapientos corrían en pandillas como escapando de una realidad que los devoraba. El contraste del entorno con la elegancia de Lord Howard era, cuanto menos, sospechoso.
La extraña pareja paró frente un viejo edificio de dos plantas revestido de ladrillo rojizo con una herrumbrosa puerta que el anciano abrió empujando con un pie. Daniel buscó su revólver en el bolsillo interior del abrigo para tenerlo a mano en el caso de que tuviera que usarlo. Sin vacilar, entró tras ellos. Olía mal y la humedad se había adueñado de aquel sitio. No había nadie en la entrada ni en el oscuro pasillo central, pero se oían ruidos al fondo, justo donde el pasillo desembocaba en una escalera con acceso a la parte baja y otra metálica que conducía a una suerte de pasillos laterales que franqueaban el centro de una gran nave rectangular llena de puertas con rejas. La iluminación era muy escasa, pero todo apuntaba a que en otros tiempos, aquel lugar había sido una cárcel, psiquiátrico o algo similar. Recorrió el pasillo de la derecha, que era el más oscuro para permanecer oculto. Con sumo cuidado sorteó la basura y escombros sin perder de vista el fondo de la nave, del que escapaba algo de luz proveniente de una sala interior donde seguramente estaba Lord Howard. Cuando llegó al final del corredor lamentó no haber ido por la parte baja de la nave, pues la escalera para bajar era casi inexistente, sólo quedaban un par de escalones ruinosos con una caída al suelo de unos tres metros. Antes de volver sobre sus pasos, se fijó que en la pared del fondo había un ennegrecido ventanal. Sacó un pañuelo y limpió un pequeño trozo por donde poder mirar. Cuando su ojo derecho se acercó a la improvisada mirilla, se estremeció al descubrir lo que había al otro lado. Sin titubear, volvió atrás, bajó por la escalera principal y caminó en silencio por un flanco del pabellón. Se asomó a la puerta del fondo, y aterrado vio cómo la mujer del fular gritaba como una histérica mientras le hacía un pequeño corte de bisturí al torso desnudo de un desgraciado, que inmovilizado, estaba siendo torturado sobre una camilla. Su rostro estaba casi desfigurado por los golpes, pero no había duda de su identidad.
―Ningún cabo suelto, hija mía ―dijo Lord Howard sin apartar la mirada del reo.
―No me joda, padre, ¡cuente los cortes que le he hecho a este cerdo! Cada corte es un día que he tenido que venir a este fétido lugar para traerle comida a este despojo ―gritó con los ojos encendidos mientras alzaba el bisturí teñido de sangre―, podríamos haber hecho esto hace dos meses, incluso ya podría ser la primera y más grande mujer de La Escuela Imperial de Londres si Albert hubiera hecho bien su trabajo, Arthur y este cabronazo no tendrían que haber salido vivos de Hellville, pero claro, el señorito quería traerlos aquí para jugar con ellos ―miró al ayudante de Lord Howard con rabia antes de continuar― y encima uno se le escapó. ¡Valiente idiota!
Albert desenrolló el látigo con la cara desencajada y los ojos clavados en la mujer con la que se acostaba en secreto desde hacía tiempo. De no haber estado presente Lord Howard, le habría dado un escarmiento a aquella estúpida malcriada.
―Si tantas agallas tienes, hazlo tú mismo, demuestra que eres un hombre y arregla este entuerto ―dijo la mujer desafiándole una vez más.
El ayudante de Lord Howard tiró el látigo a sus pies y le arrebató el bisturí con violencia. Ella simuló tranquilidad, aunque estaba realmente nerviosa por haber llevado a Albert al límite una vez más, cosa que había ido perfeccionando desde que le dejaba practicar sus depravadas fantasías sexuales con ella. El muy imbécil, se conformaba con eso, a cambio, ella lo manejaba a su antojo. Pero también estaba satisfecha, pues estaba consiguiendo el objetivo que su padre le había marcado para que no se manchara las manos de sangre. Desafiantes, se miraron un instante en silencio ante la impasividad de Lord Howard, luego el hombre, totalmente dominado por la ira, se mordió con fuerza el labio inferior mientras se acercaba con decisión a lo que quedaba del médico galés. Sintió el sabor de la sangre al pasarse la lengua por los labios y escupió en el cubo que puso bajo la cabeza del reo. Cuando iba a rebanarle el cuello, un disparo certero le atravesó la su nuca, cayendo inerte al suelo. Lord Howard y su hija se giraron asustados para descubrir que Daniel aún sostenía su humeante arma de fuego.
―¡Gracias a Dios, Daniel! De no haber llegado a tiempo, este ingrato habría acabado con nosotros después de matar a sangre fría a este pobre hombre que agoniza ―se adelantó a decir Lord Howard.
Su hija improvisó la escena arrodillándose en el suelo mientras lloraba amargamente como una delicada señorita de alta cuna. No sabía cuánto tiempo llevaba el oficial espiándoles, pero no podía permitir que todo se fuera al traste ahora que estaba tan cerca de la gloria.
―¡Liberad al Señor William! ―ordenó contundente mientras seguía con el arma en alto.
Ante la rotundidad de Daniel, la mujer adivinó que sabía demasiado. Aprovechando que el oficial se centraba en su padre, agarró con fuerza el látigo que tenía a sus pies. Sin apartar la vista del oficial, tomó aire y contó mentalmente hasta tres antes de actuar con la velocidad del rayo. Todo sucedió tan rápido que Daniel sólo pudo disparar al aire cuando notó cómo el látigo se le enroscaba en el cuello y caía al suelo de un fuerte tirón. Desde el suelo quiso volver a disparar, pero fue inútil. Lord Howard y su hija se abalanzaron sobre él como dos fieras atacando a una presa.


4. La vieja cárcel.
Había dormido mal pensando en el trato que le había dispensado a Daniel, pero éste no merecía menos, ahora su testigo estaba entre rejas por su culpa, mientras los auténticos sospechosos estaban libres y colgándose medallas. Entre bostezos, Charles se desplazó a la mansión del señor Arthur. Quería hablar con Lady Margareth para pedirle disculpas por su pronóstico y también tranquilizarla asegurándole que hablaría personalmente con Arthur antes de viajar a Londres, al que defendería, porque creía en su inocencia.
Cuando iba a llamar a la puerta, dudó. Por un momento se sintió decepcionado con su comportamiento poco profesional, ya que en otro caso no se habría tomado la molestia, pero aquella discreta mujer le gustaba y deseaba volver a verla. No le hizo falta llamar. Desde la ventana de su cuarto, Lady Margaret lo había visto aproximarse y había bajado rápidamente las escaleras para no hacerlo esperar. Lo recibió con una tímida sonrisa a la que Arthur, sorprendido, respondió con un saludo. Con su rojizo pelo suelto estaba aún más guapa que con la imagen encorsetada que seguramente solía llevar para el médico. Mientras charlaban y ella se iba despojando de la timidez, tomaron café frente a la estufa. Después de un rato de conversación intrascendente, Charles le dijo que después de comer tenía la intención de visitar a Arthur y si no le parecía mal, después volvería para traerle noticias. Si el médico lo creía conveniente, también le transmitiría alguna indicación. A ella le pareció bien.
―Sólo pongo una condición ―dijo mientras retiraba las tazas y daba por cerrada la charla―, que vengas a las siete y te quedes a cenar.
Con una sonrisa de oreja a oreja se presentó en la comisaría. La sonrisa desapareció cuando se enteró que nadie había visto a Daniel en todo el día y que desde el hotel donde se alojaba, habían dicho que no había pasado allí la noche. Charles arrugó la nariz y el entrecejo en un gesto de preocupación. Algo no marchaba bien. Sin dudarlo, descartó la visita al joven médico y salió a la calle para llamar a uno de los cocheros que charlaban frente a la comisaría. En menos de diez minutos atravesaba la puerta del hotel.  
La señora encargada de recepción le confirmó que Daniel no había pasado la noche en el hotel. Sin poner trabas, le dejó entrar para inspeccionar la habitación. Todo parecía normal y en orden. Cuando la mujer lo dejó solo, cerró la puerta y se dejó caer en la cama cerrando los ojos. El sentido del oído se amplificó a tal punto, que escuchó perfectamente unas voces conocidas en la habitación contigua. Se incorporó para anotar algo en su libreta: Jail - Old Cuarter – mi hija - 6:00 p.m. Cuando cesó la conversación y sonó un portazo en la habitación de al lado, seguido de unas pisadas que se perdían por el pasillo, se asomó a la ventana, pero ésta no daba a la fachada principal, por lo que no pudo ver a los hombres salir. Eso era lo de menos, sabía perfectamente quiénes eran. Esperó unos minutos y decidido, también abandonó el hotel. El cochero aguantaba estoicamente el chaparrón y el frio bajo un paraguas.
Gracias por esperar, amigo, mi nombre es Charles Moore, y te necesito en exclusiva.
―Soy su hombre, señor. Mi nombre es Ton, sin apellido ―contestó agradecido mientras mostraba un palillo tras su sonrisa.
Pararon en una plaza de la que salían varias callejuelas embarradas y una calle principal, también cubierta de barro. El barrio le recordó a la zona más miserable y oscura de Londres. Para alegría del cochero, Charles le dijo que no se moviera de allí, pues la intención del investigador era saber dónde estaba un lugar y después regresar a la comisaría. Miró su cuaderno antes de bajar del carruaje, luego abrió el paraguas y se acercó a unos chicos que se resguardaban de la lluvia bajo un balcón. Uno de ellos sonrió al preguntarles si sabían dónde estaba la vieja cárcel. El más pequeño de ellos le dijo que se girara, la tenía justo a su espalda.
Gracias, chicos dijo alejándose de los muchachos que no le quitaban ojo.
Charles cruzó la calle y avanzó unos cuarenta metros pegado a las viviendas y muy cerca de donde su cochero seguía esperando. Al llegar a un edificio de ladrillos, justo donde terminaba la plaza, sacó un cigarrillo y se quedó mirando la puerta.
Yo no entraría ahí escuchó una voz madura a su espalda―, ni las ratas se atreven.
Cuando se giró, el anciano ya cruzaba la calle ayudándose de un bastón. Charles lo observó hasta que se perdió tras una esquina. La prudencia siempre había sido una de sus virtudes, así que, hizo caso al viejo, al menos de momento.
Una hora después, dos jóvenes agentes vestidos de paisano acompañaron a Charles al mismo lugar. Los chicos no pudieron soportar el espectáculo que encontraron. Uno se desmayó cayendo al suelo como un pájaro después de ser alcanzado por un disparo y el otro vomitó hasta que ya no le quedó en su lozano cuerpo nada más que expulsar. Charles no pudo reprimir un sentimiento de culpa cuando encontró a Daniel tendido en el suelo sobre el charco de su propia sangre. Aunque tenía el cuello amoratado, lo que le mató fue el corte limpio que mostraba desde la yugular hasta el centro de la garganta, dejando a la vista el hueco traqueal. A su lado, Albert presentaba una herida de bala en la nuca con salida por el centro de la cara, trayectoria que le hizo pensar que su ejecutor era más bajo, cosa nada rara teniendo en cuenta la corpulencia del ayudante de Lord Howard. El tercer hombre, aún con vida, aunque agonizante, podría ser el doctor William. Éste yacía desnudo y amordazado sobre una camilla llena de sus propios excrementos. En la cara presentaba diversos hematomas y multitud de cortes por el pecho y el abdomen.    
Entre los tres hombres llevaron el cuerpo, casi marchito, del galés hasta el carruaje. Aún había esperanzas de que pudieran salvarlo en el hospital. El cochero se quedó paralizado al ver a los hombres que avanzaban hacia las puertas del coche con un cuerpo sucio, desnudo y aparentemente sin vida, pero no hizo ascos cuando Charles le puso un billete en la mano. Los jóvenes policías tendieron al galés en el suelo del carruaje, sentándose uno a cada lado.
Cuando los hayas dejado en el hospital, Ton sin apellido, quiero que vuelvas a la comisaría, aún necesito tus servicios―le dijo al cochero enseñándole la billetera.
Charles caminó hasta salir de Hold Cuarter, donde no pudo encontrar ni un solo coche. Cuando llegó a la comisaría miró su reloj, aún tenían algo más de dos horas por delante hasta la reunión que debía realizarse en la vieja cárcel. Sabía que uno de los dos hombres no acudiría, pero confiaba en poder pillar con las manos en la masa al viejo Lord Howard.
Fatigado y con el reciente y triste recuerdo de su antiguo compañero asesinado, llegó a la comisaría para dar parte de lo ocurrido al oficial que se encontraba de guardia. Si los hombres de los que disponía eran como los dos novatos que lo habían acompañado a la vieja cárcel, estaban perdidos. El viejo oficial escuchó en silencio con el rostro sereno y bonachón. Pensativo y casi inmutable, se giró distraído para mirar por la ventana que daba a la calle dándole la espalda a Charles, que empezaba a sentirse molesto. Como tocado por una varita mágica, el veterano oficial se giró de repente lleno de vitalidad y empezó a recorrer los pasillos de la comisaría dando voces como un loco. Deseoso de vengar la muerte de un compañero, empezó a nombrar a gritos los apellidos de los disciplinados hombres más veteranos. Tenía que preparar la operación en tiempo record, y sabía que dos de sus hombres de confianza no se encontraban presentes. Uno de los jóvenes se encargó de ir a buscarlos, pues estaban de descanso.
Impresionado, Charles se sentó en una silla observando a aquellos hombres correr como galgos a las órdenes de su jefe, que los esperaba junto a su mesa para ponerlos al día. Lamentó no haber tenido tiempo para visitar al doctor Arthur, pero tampoco había tenido tiempo para comer.
Seis hombres del cuerpo, el oficial y el investigador llegaron en dos coches a los aledaños de la vieja cárcel a las 4:55 p.m. De uno en uno, y con un intervalo aproximado de tres minutos, para no levantar sospechas entre los transeúntes que pudieran estar por la zona, o provocar alguna revuelta, fueron saliendo de los coches y entrando en la nave. Una vez reunidos, avanzaron hasta la sala de torturas para inspeccionar el siniestro y fétido lugar en el que dos cuerpos sin vida yacían en el suelo.
Pobres hombres dijo uno de los policías.
Sólo veo a un pobre hombre que estaba a punto de jubilarse, que siempre fue un excelente agente y que además de ser buena persona, era mi amigo. El otro es un auténtico hijo de puta, no le quepa la menor duda, caballero contestó Charles al agente sin mirarle a la cara.
A las órdenes de su jefe, cinco hombres ultimaron el operativo ocupando su posición con disciplina militar. El investigador y uno de los policías fueron los únicos que salieron a la calle bajo la lluvia. 
Aunque estaba empezando a oscurecer y aquella zona carecía de alumbrado público, se ocultaron tras el carruaje de Ton, al que habían entregado unas monedas para que las gastara en una tasca cercana. Charles consultó su reloj, faltaban unos minutos para la hora acordada por Lord Howard en el hotel. Si todo salía bien, detendrían al médico y a su hija cuando entraran en la vieja cárcel, luego buscaría a Ton para que lo llevara a su pensión y aún le sobraría tiempo para cambiarse de ropa y llegar a tiempo a la cena con Lady Margareth. Pero el investigador no estaba satisfecho, habían asesinado a su amigo y como Albert ya no estaba, temía que Lord Howard cambiara el plan o desapareciera sin más.   
Bajo un enorme paraguas negro, Lord Howard y la mujer del fular avanzaron puntualmente por la calle principal en dirección a la vieja cárcel. Charles puso en alerta a su compañero cuando un niño de unos ocho años se acercó a la pareja, que ya estaba a escasos treinta metros de la puerta de entrada. El viejo médico le entregó unas monedas y le acarició la cabeza al sonriente niño que salió corriendo como alma que lleva el diablo. La pareja cruzó unas palabras, luego se besaron y ella dio media vuelta. El médico siguió caminando hasta la puerta, cerró el paraguas y entró en el edificio.
Ten cuidado con ella, amigo. Puede ser peligrosa dijo el policía a Charles cuando lo vio salir del escondite adivinando sus intenciones.

El investigador no respondió, fijó la mirada en la hija del médico y caminó con decisión sin perderla de vista. Después de pasar por callejones embarrados, entraron en una zona intermedia, la que separaba a ricos y pobres. La mujer cerró el paraguas cuando cesó la lluvia y se puso a caminar más deprisa sin mirar atrás. No tardaron en cambiar de escenario y Charles empezó a ponerse nervioso cuando entraron en el barrio del joven Arthur y tomaron la dirección a su casa por una calle paralela. La pobre Lady Margareth seguramente ya estaba preparando la cena. Cada vez caminaban más deprisa, casi iban corriendo y conforme se acercaban a la casa, el investigador iba recortando la distancia con la mujer. Ya le daba igual que lo descubriera, no podía permitir que le hiciera daño a ella también. Su respiración cada vez iba más acelerada y aunque hacía frío e iba calado hasta los huesos, empezó a sudar como en un día de verano. Justo cuando la mujer dobló la esquina para llegar a la calle del doctor Arthur, Charles empezó a correr tras ella, tenía que detenerla, pero ella, seguramente sabiéndose perseguida, también se puso a correr en el mismo momento. Cuando Charles la tuvo de nuevo a la vista, ella ya estaba llegando a la puerta de la casa. Aceleró todo lo que pudo para detenerla antes de que Lady Margareth abriera, pero el tiempo pareció detenerse solamente para él, tuvo la impresión de que corría a cámara lenta mientras ella iba a otra velocidad distinta. Sintió un pinchazo en el pecho cuando vio que la puerta se abría lentamente, pero en aquel momento, nada hirió más su corazón, que ver cómo la mujer dejaba a la vista su hermosa cabellera roja al quitarse el fular que la cubría.

Vicente Ortiz Guardado
 Cuento de 4 capítulos que pretendía ser un relato corto pero que se fue extendiendo sin poder remediarlo. 
Escrito en febrero de 2017
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056005468

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