2 de marzo de 2020

La moradora del Castillo de Trevejo.


Animó al perezoso alazán antes de la llegada del alba, pues quería terminar cuanto antes con el delicado asunto que le había llevado hasta aquellas remotas serranías plagadas de oscurantismo y supersticiones con las que los aprensivos aldeanos habían aprendido a convivir, pero que con el paso del tiempo estaban tomando un cariz preocupante en torno a los temerosos hombres de Dios que, por mediación del obispo de Coria, habían reclamado ayuda al propio Rey.
        Por los datos que posee el Consejo Nocturno, históricamente la comarca había sabido sobreponerse a diversos enfrentamientos desde la época en que Fernando II expulsara a los musulmanes, y después, Alfonso VII de León conquistara la antigua fortaleza donde se erigiría el Castillo de Trevejo que, como moneda de cambio, fue pasado de mano en mano entre distintas órdenes religiosas y familias pudientes. También constan documentos en los que, de forma preocupante, se abordaron frustradas represiones contra los díscolos focos de herejes en toda la Sierra de Gata, que ni los públicos autos de fe a manos de la Inquisición, donde se condenaron a muchos de sus vecinos, lograron frenar la indisciplina. Podría decirse que más bien todo lo contrario, pues era evidente que, a lo largo de las convulsas generaciones, había ido germinando un residuo esotérico que se reflejaba en los casos de encubrimiento o tolerancia a las prácticas de brujería y, por el contrario, también denuncias entre vecinos que, por viejas rencillas, habían aprovechado el crispado escenario, acusando a sus adversarios de realizar siniestros sacrilegios.
        En las continuas y desesperadas misivas que habían interceptado, denunciaban a Don Paulino, un cura bajo sospecha, que había reusado presentarse ante el Obispo de la Diócesis para declarar. Se decía que el religioso era otro de los sectarios influidos por una arcana familia descendiente de falsos conversos que seguía abrazando en secreto ciertas ramificaciones transfiguradas de las doctrinas de Mahoma y Moisés, solapándolas en una suerte de fervor siniestro dirigido en las sombras por demonios con apariencia humana. Pecado, diablo y tentación, eran las palabras que más se repetían en las epístolas.
        Aunque el Consejo Nocturno no actuaba en casos de miedo colectivo e irracional en comunidades aisladas, ya que la fuente del problema solía estar en los propios religiosos que, durante siglos, habían atemorizado a sus fieles, manipulándolos para que fueran sumisos mientras ellos se aseguraban el poder y conservaban sus privilegios, habían enviado a Rodrigo para aclarar el asunto, ya que en este caso, los integrantes del clero de la zona eran quienes se habían contagiado de un absurdo pavor alimentado de sus propias creencias y leyendas.
        No había dormido tranquilo escuchando los desesperados graznidos de las aves nocturnas y a la multitud de pequeños animales merodeando nerviosos por su presencia. Por suerte, había sobrevivido una noche más a los lobos que, presionados por los trashumantes y sus enormes perros pastor, se habían retirado hasta los dominios fronterizos del reino de Portugal.
        Como la fría madrugada había congelado algunos charcos y riachuelos que serpenteaban la compleja orografía, y se había formado una baja capa de niebla, decidió prudentemente ir a pie hasta que pudiera cabalgar seguro sobre el irregular terreno húmedo cubierto por una manta de hojas heladas que crujían al ritmo de su tránsito, y que ocultaba trampas formadas por retorcidas raíces embarradas, afiladas pizarras erosionadas y restos de ramas rotas.
        Bien avanzada la mañana, apareció el esperado sol invernal penetrando tímido entre las ramas de los enormes árboles que atestaban las montañas. Ya a lomos del caballo, tropezó con una estrecha vereda, que le llevó hasta un cruce de caminos decorado con varios túmulos en los que destacaban alargadas piedras verticales cubiertas de musgo y también podridos crucifijos fabricados toscamente en madera. Se estremeció al pensar que allí reposaban los restos de infieles y suicidas a los que habían negado un enterramiento en tierra consagrada.
        Después de comer, se topó con un grupo de lugareños que regresaba a casa caminando junto a un generoso riachuelo que discurría ruidoso por el valle. De aspecto asustadizo y parco en palabras, uno de los hombres jóvenes, delgado como un sable, le indicó que ya estaba cerca de la iglesia de San Juan el Bautista, a la cual debería llegar abandonando el camino en el siguiente cruce. La única mujer del grupo, una anciana vestida de negro con el rostro surcado por los años, que sujetaba con una mano algo parecido a un barreño lleno de ropa sobre su cabeza, con voz temblorosa y sin levantar la vista, le advirtió que se pusiera a cobijo antes de la puesta de sol, pues el mal caía como una sombra sobre los incautos que se adentraban en aquellas montañas. Dicho esto, se santiguó con la mano libre, y sin contestar al agradecimiento de Rodrigo, continuó su paso junto al grupo.

Al comenzar la ascensión por el camino indicado, pudo distinguir enseguida, posiblemente a menos de una legua, la majestuosa silueta del Castillo de Trevejo en una de las cumbres. Según sus mapas y anotaciones, la iglesia de San Juan el Bautista estaba al lado, entre el propio castillo y la aldea, aunque ligeramente ladera abajo por el otro lado de la montaña. Cuando culminó la ascensión había bajado bastante la temperatura y ya estaba oscureciendo, así que, sin perder tiempo en explorar el castillo, rodeó la maltrecha muralla para dirigirse cuanto antes a la iglesia, donde debía estar Don Paulino para informarle y alojarle.
        La iglesia era un sencillo templo rectangular bastante menos ostentoso que el castillo. Como la puerta principal estaba atrancada, llamó varias veces, pero no obtuvo más respuesta que el burlesco ladrido de un escuálido perro, que corría asustado hacia la población. Tras sortear unas antiguas tumbas excavadas en la roca, se arrastró hasta la pequeña aldea de Trevejo, que se conformaba de unas veinte modestas viviendas de piedra, para preguntar en alguna de las que se apreciaba la luminosidad del fuego que seguramente calentaba el interior. Después de llamar a la primera, oyó unos pasos y el ruido seco de un cerrojo que corría tras la puerta, pero nadie contestó. Probó en otra con igual suerte. En la tercera tampoco abrió nadie, aunque antes de que un hombre acompañado de un niño cerrara la contraventana, pudo advertir el pánico reflejado en sus caras.
        Tiritando de frío y apesadumbrado por haber asustado a aquella gente acostumbrada al equilibrio monótono en que estaban instaladas, volvió sobre sus pasos en dirección a la iglesia. La oscuridad ya era absoluta. Antes de llegar, distinguió el ondulante resplandor de una vela que se agitaba con el viento. La portadora parecía una mujer que se alejaba presurosa hacia el castillo envuelta en un largo manto. Por temor a asustarla, se detuvo en seco hasta confirmar que la luz se perdía en la distancia. Acto seguido, caminó con sigilo hasta la iglesia. La puerta estaba abierta y la entrada tenuemente iluminada por una vela que prendía a un lado, pero más allá de unos pasos, todo era oscuridad. Alertó anunciando su llegada con un saludo mientras caminaba entre los bancos. No tardó en contestar una desgastada voz masculina con algo parecido a un lamento. Cuando de entre las sombras del fondo surgió la figura de un anciano desnudo que caminaba pesadamente, Rodrigo retrocedió asustado hasta la esquina tras la puerta. Las ciclópeas ojeras moradas del hombre, destacaban en su cara pálida y mortecina de copiosa barba blanca descuidada. Esquelético, de espalda contrahecha y piel marchita, avanzaba con la mirada perdida y la respiración forzada. Sin reparar en la presencia de Rodrigo, cruzó la puerta dando torpes pasos que le llevaron con sus pies descalzos a lo más profundo y oscuro de la noche.
        En ningún momento se vio amenazado, ya que sólo había visto a un viejo decrépito mostrando su insultante desnudez, pero el sinsentido de la escena y la lobreguez del lugar, lo impresionaron tanto como él lo acababa de hacer con aquellas personas que les habían negado la entrada a sus casas.
        Después de unos instantes de vacilación, cerró la puerta de la iglesia y, desechando la idea de salir a buscar las mantas que transportaba en su caballo, se acurrucó en un gélido y húmedo rincón. Unas horas después, y sin haber cambiado de posición, pudo quedarse dormido.