1 de febrero de 2019

El faraón desconocido.

C
on esta carta de despedida, sólo quiero pedir perdón y dar a conocer unos hechos que vivió mi abuelo materno hace muchos años y que, por desgracia, se han repetido. Su historia la contó en el lecho de muerte, y, aunque yo era un niño, jamás he olvidado sus palabras. Mi madre, seguramente queriendo protegerme, le quitaba importancia diciendo que el viejo estaba loco y que vivió obsesionado y en perpetuo pavor intentando hallar respuestas a su paranoia. ¡Pobre incomprendido! Sólo yo conozco la fortaleza que demostró para llegar a anciano soportando tanto sufrimiento mientras luchaba contra el mal que poseía el objeto que lo hizo caer en desgracia. No guardo rencor a mi desdichada madre, al contrario, sé que su vida no fue sencilla, subsistió menospreciada, al igual que mi abuela, por pertenecer a un seno familiar extravagante para los cánones morales y cívicos que se suponían correctos. Sin contacto con las personas que nos rodeaban, nos mudábamos constantemente de ciudad en cuanto aparecía un ápice de relación social. Entonces no lo entendía, pensaba que todo correspondía al comportamiento corriente de una madre soltera de la época que tenía que criar a su hijo y cuidar de un padre enfermo sin poder permitirse otra cosa que no fuera trabajar y mantener una mínima ilusión de cordura en el hogar. Al madurar comprendí que ella sólo quería alejarme del estigma y el caos que le tocó vivir.
Cuando el abuelo Smith se fue para siempre, mi madre temió que yo acabara como él. No se confundió. A pesar de su protección, nada pudo hacer cuando él, sin pretenderlo, como si de una herencia macabra se tratara, me pasó el testigo de un trastorno que se dejaba adivinar en mi curiosidad morbosa por investigar su pasado. Aún era un adolescente cuando ella también partió. Con el tiempo, mis indagaciones se convirtieron en una obsesión febril de auténtica pesadilla. Después de examinar durante años sus pertenencias, manuscritos y recortes de prensa, me dediqué a viajar en busca de las más recónditas bibliotecas, a profundizar en oscuras sociedades secretas, a vagabundear en un mundo paralelo de sustancias psicotrópicas y a acercarme a líderes de tenebrosas sectas. Fueron años de confusión que me hicieron comprender finalmente que, cuanto más me acercaba a los misterios de mi abuelo, más me enredaba en su mismo desconcierto enfermizo.  
Descubrí que cometió, producto del poder maligno que lo manejaba de forma semiinconsciente, unos horribles crímenes que marcaron su tormentosa vida. Cuando supo de sus actos, se convirtió en un ser extraño e infeliz que, por suerte, pudo combatir el resto de sus días contra esa fuerza que siempre lo acompañó. Por desgracia yo no soy tan fuerte. Tardé en darme cuenta del dominio que ejercía sobre mí, pero, aunque ya es tarde y no puedo devolver la vida a quien se la arrebaté, ni enmendar el daño que a tantos he infringido, hoy pondré fin al laberinto aterrador en el que me encuentro y que me ha llevado a vivir experiencias que asustarían al místico más osado.
Antes de atarme al cuello la soga que ya pende del gancho que un día sostuvo la lámpara que iluminaba el infecto y sombrío agujero cubierto por el polvo y las telarañas del que pretenden desahuciarme, advierto a quien me encuentre que he destruido la estatuilla y con ello su crueldad. Sus pedazos yacen desperdigados en el emponzoñado fondo de un río de Nueva Inglaterra. Aunque presiento que de alguna manera me sigue acechando, el faraón ya no podrá comunicarse ni usarme como un títere para hacer el mal. Con esto no quiero justificar nuestros pecados, tendrá que ser el lector quien valore tal cosa.
 La historia de mi abuelo Smith, ese al que etiquetaron como un loco solitario y amargado, es más o menos así:


A
 pesar de la pobreza en el seno familiar, Smith pudo compaginar sus estudios con un trabajo nocturno mal pagado. Después de mucho insomnio y agotador sacrificio, finalmente consiguió titularse y poco después empezar a impartir clases de historia en la universidad de Miskatonic. Por puro azar, conoció en una conferencia a un adinerado y excéntrico mecenas británico llamado Tfarcevol. Residente en un opulento edificio de estilo colonial victoriano desde hacía una década en Rhode Island, se trataba de un hombre muy alto y delgado con la cara afilada y la nariz aguileña a juego con su picudo mentón. Tras muchas reuniones con el que sería su patrocinador y aplazando su inminente boda con Sonia, su novia desde la adolescencia, el proyecto iba por buen camino, una vez conseguidos todos los permisos. Aunque para el mundo académico, el tal Tfarcevol era un loco que pretendía emular la hazaña de Lord Carnarvon y Howard Carter, Smith aceptó la financiación necesaria para liderar las excavaciones en unas ruinas cubiertas por las arenas. Un proyecto fracasado y una pérdida de tiempo y dinero, decían los expertos al saber de los sobredimensionados recursos destinados a tamaña obsesión, que llevarían al profesor Smith a desembarcar en Egipto a mediados de 1934.
Con mucha ilusión y un fuerte apoyo económico y personal, después de trabajar en la amplia zona de las ruinas durante dos años, nada más encontraron restos de vasijas y herramientas sin mucho valor. Decepcionado consigo mismo al ser consciente de que su fotografía no saldría nunca en los periódicos junto a un sarcófago o un rico ajuar funerario, dando un larguísimo paseo a caballo, tropezó con una olvidada necrópolis expoliada en infinidad de ocasiones a lo largo de los siglos. Con menos expectación y un presupuesto muy reducido, el siguiente año no iba a ser mejor, pues solo hallaron pequeños fragmentos de huesos y decepción. Sin fuerzas para presionar a su mecenas, con sólo dos trabajadores a su cargo y la moral por los suelos, intuyendo el final de la aventura, su suerte iba a cambiar. O eso creyó.
Sentado sobre un erosionado sillar de caliza, el profesor Smith contemplaba impasible cómo sus dos trabajadores salían, no sin dificultades, del fondo del agujero excavado sobre la base rocosa del montículo. Estaba acostumbrado a sus alborotos, y rara vez les prestaba atención, por mucho que chillaran en aquella lengua incomprensible para él. Pero esta vez era distinto, los dos pugnaban por sostener algo mientras se acercaban con las caras desencajadas. Visiblemente excitado, el profesor Smith tomó la estatuilla que Alim, uno de sus empleados, sujetaba con mimo. Mientras los dos jóvenes seguían lanzando alaridos, golpeándose el pecho y mirando al cielo, Smith sacudió el polvo que la cubría. Se sintió poseído al sostener el objeto de unas veinte pulgadas que parecía representar a un Dios o faraón perfectamente tallado en negro alabastro. Seguramente, pensó entusiasmado mientras contemplaba la estatuilla, por alguna razón la habrían perdido o escondido bajo el suelo del desierto y ahora veía la luz por primera vez en milenios.
Ya a solas en su tienda, bajo la amarillenta luz de la linterna, pudo observarla con detalle y anotar los caracteres y relieves grabados en la base. A simple vista parecían jeroglíficos, pero con una grafía distinta a la que conocía. Si bien era cierto que se había formado en culturas antiguas y llevaba tres años en el país del Nilo, descifrar jeroglíficos nunca había sido su especialidad y sólo conocía la traducción de algunos signos básicos. Antes de dar a conocer el descubrimiento, incluso a su mecenas, quería consultar con Roy, un colega que trabajaba en el museo de El Cairo. Éste dataría la antigüedad de la figura y traduciría los jeroglíficos de la base.
Durante la noche, sus inseparables trabajadores, dos jóvenes disciplinados, aunque temerosos y supersticiosos cabreros, que habían tenido la suerte de ser reclutados por Smith, abandonaron el campamento a caballo. Como no era propio de ellos, el profesor empezó a preocuparse y decidió ocultar la estatuilla en la pequeña tienda del campamento destinada a guardar las herramientas.
Tardó en conciliar el sueño, pero una vez dormido, o puede que despierto en una suerte de sueño inconsciente parecido a una alucinación, vio como la tienda se transformaba en un lujoso templo con suelos de mármol y estilizadas columnas que se perdían en la lejanía de un techo infinito. El agradable perfume a flores inundaba cada rincón, y las sedosas cortinas de lino se agitaban con la apacible brisa que entraba a través de los enormes corredores que daban a los jardines exteriores. El rumor del agua, que corría por pequeñas canalizaciones y fuentes, se mezclaba armoniosamente con las melodías que sutilmente interpretaban los músicos bajo las espesas ramas de árboles centenarios que se agitaban lentamente a su son, dibujando tupidas sombras superpuestas.
La atención del profesor se centró en la llegada de aproximadamente un centenar de guerreros, que se dispusieron alrededor de la sala principal, cruzando entre sí sus lanzas. Otro grupo de guerreros, éstos de mayor edad y ataviados con distintos uniformes y largas espadas, formaron un ancho pasillo desde el centro del recinto hasta perderse en el exterior del templo. También había un corrillo de mujeres, sobresaliendo la que junto al trono esperaba vanidosa como una estatua viviente. Ataviada con un ceñido y largo vestido celeste de tirantes que dejaban entrever sus bronceados pechos, permanecía ajena al resto de mortales luciendo un aparatoso tocado con adornos brillantes y diversas joyas.
Cuando sonaron los tambores, el cortejo femenino ocupó la parte posterior al trono y todos los soldados se arrodillaron en señal de sumisión y respeto, pues al momento, el faraón cruzó la entrada principal. Dando largos pasos, su estilizada figura atravesó la sala para reunirse con la mujer que esperaba junto al trono. Ocuparon su lugar en silencio mirando al frente. Su atuendo no era exactamente el de un faraón, pero tampoco se parecía al de algún rey que el profesor hubiera estudiado. Envuelto en una fina tela roja, vestía una túnica plisada con adornados bordados y un sencillo nemes bajo la corona. De tez morena y bellos rasgos, su altura era llamativamente extraordinaria en comparación con la del resto de hombres. A pesar de su delgadez, su seductor y poderoso porte le conferían un halo casi sagrado.
Rompiendo la ceremoniosa calma ensayada, el faraón se levantó enérgicamente y pronunció unas palabras mirando la bóveda abierta del templo. Su voz era grave y autoritaria, pero también cálida y cercana. Sin apartar la mirada del cielo, alzó un brillante bastón de cristal con la punta metálica, haciendo que inexplicablemente el suelo vibrara y la luz solar que penetraba en el templo se tornara a rojiza. Instantes después, los soldados que habían formado el pasillo central canturrearon a coro una especie de salmo. Cuando el faraón asintió, como si diese la aprobación a la plegaria de sus hombres, ocupó de nuevo su sitio junto a la reina, que por primera vez sonreía. A una orden del más anciano de los soldados, todos se levantaron al unísono en silencio y perfecta formación. A modo de ofrenda, de nuevo el viejo guerrero avanzó ante la mirada del faraón, que vio como el hombre dejaba ocho vasijas a sus pies y después se retiraba sin darle la espalda.
Nadie advirtió la ridícula presencia del profesor cuando se aproximó unos pasos con el objetivo de ver de cerca aquella impresionante puesta en escena. Nervioso e incrédulo por el espectáculo que estaba viendo, se sobresaltó cuando volvió a escuchar los tambores, que esta vez sonaron de forma más débil, pero acompañados de algún tipo de estridentes flautas que advertían de la llegada de una pequeña guardia que avanzaba custodiando a dos muchachos desaliñados. Eran Alim y kamal, sus jóvenes trabajadores. Los llamó, pero éstos no contestaron. Los muchachos se arrodillaron a los pies de los mandatarios sin levantar la mirada del suelo. Cuando volvió a llamarlos, Smith se sintió como un espectro mudo e invisible atrapado en un mundo de fantasía.
La radiante reina, visiblemente gozosa tomó la mano del faraón mientras lo miraba con devoción. Éste se giró satisfecho para dedicarle una sonrisa, al tiempo que se levantaba del trono.
-¡Oh, poderoso Nyarlathotep, suplicamos vuestra infinita clemencia! –se adelantó a balbucear uno de los jóvenes alzando la mirada furtiva de una presa a punto de ser devorada, mientras el otro lloraba sobre el creciente charco de su propio orín.
Cada vez más nervioso, el profesor empezó a sentirse indispuesto y a apreciar cómo sus piernas flaqueaban. Sudoroso y desprovisto de voluntad, se dejó caer sobre el suelo al tiempo que su razón se alejaba apartando fugazmente el último recuerdo de lo que acababa de experimentar. El consuelo llegó cuando todo se convirtió en oscuridad.
Mareado y con un fuerte dolor de cabeza, el profesor Smith abrió casi en estado de letargo los ojos, que se encontraron de lleno con la extraña luz de un sol brumoso envuelto en penumbra verduzca. Un penetrante y fétido olor inundaba la tienda. Se incorporó confuso y sorprendido por no estar en el templo, si es que había estado alguna vez. Con una mueca de asco por el hedor, caminó unos pasos, pero se paró en seco y tuvo que reprimir una arcada al encontrarse con la escena más desagradable que había visto jamás: Alim y kamal, yacían semidesnudos sobre un enorme charco de sangre.
Los dos presentaban el pecho abierto con sendas incisiones que recorrían toscamente sus torsos desde el esternón hasta el bajo vientre. El profesor se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo antes de acercarse a los cuerpos eviscerados. El olor metálico de la sangre había hecho que las moscas y otras clases de insectos acudieran por doquier. La pavorosa imagen le hizo olvidar por un momento el templo y la estatuilla. Llevándose las manos a la cara, suspiró decaído en señal de desesperación, pues en menos de un día había pasado de la felicidad plena a encontrarse frente a las puertas del averno.
Abatido, sólo pensaba en enterrar los cuerpos cuanto antes. Su conciencia estaba tranquila, ya que nunca había hecho daño a nadie, pero, quién iba a creer que en un episodio de sonambulismo, estado onírico o alucinación había despertado junto a sus brutalmente asesinados ayudantes. Apretó los labios con los ojos cerrados y negó con la cabeza. El bloqueo duró unos segundos, los mismos que una fuerza interior le animó a ocultar los cuerpos antes de que alguien descubriera la carnicería.
Tras vacilar un rato, entró en la tienda de las herramientas para buscar una carretilla y una linterna de gas. Nervioso y con un tremendo sentimiento de culpa, los cubrió con unas cortinas y después los transportó hasta el pie del montículo. Una vez en el suelo, los descubrió para cerrarles los ojos, que parecían pequeños pozos acristalados que lo observaban, pero la rigidez de sus párpados se lo impidió. Sin mirarlos fijamente, los colocó junto a la abertura que ellos mismos habían hecho cuando encontraron la estatuilla. Como la galería era estrecha y poco profunda, entró arrodillado para colocar la linterna a un lado. Encorvado, se dirigió al exterior para agarrar a Alim por los brazos. Torpemente lo arrastró hasta el fondo. Después salió reptando por encima del cadáver. Se sintió un ser despreciable. Salió a tomar aire y repetir con Kamal la misma operación, pero esta vez, cuando tocó la cabeza Alim, los pies de Kamal aún estaban casi fuera del túnel. Pasando por encima del último, lo empujó con todas sus fuerzas hasta que el cuerpo quedó encima del de su compañero. Una vez fuera, cegó la galería con abundantes escombros y repartió un grueso manto de arena alrededor de la abertura.
–Que Alá me perdone –murmuró al borde de la lágrima cuando abandonaba el improvisado sepulcro.
De nuevo en la tienda, sustituyó la capa de arena manchada de sangre por otra limpia, encendió incienso para eliminar el mal olor y se sentó en una silla totalmente agotado. Prendió la pipa y fumó con los ojos cerrados mientras tamborileaba con sus dedos sobre la mesa, pero cuando su imaginación le mostró al viejo que ponía los vasos canopos a los pies del faraón, se levantó para ir a la tienda de herramientas a admirar su descubrimiento. Entre los materiales y pertrechos, cubierto por unas finas gasas de lino, el faraón desconocido lucía una blasfema estampa vigorosa. Hechizado ante tanta belleza, esbozó una sonrisa contenida, pero cuando cayó en la cuenta de que tendría que revelar el lugar del hallazgo, se dejó caer en el suelo compadeciéndose.
Antes de la puesta de sol hizo dos maletas, que cargó en su caballo. Como conocía el horario del barco correo, abandonó el campamento con el tiempo justo de llegar sin tener que explicar en el puerto a dónde se dirigía, pues casi todo el mundo lo conocía. Colgada bajo el techo cósmico, el resplandor de la luna cornuda, que se reflejaba engreída sobre las aguas del Nilo, lo recibió al pasar entre los fardos que atestaban la embarcación.


Sin pegar ojo, llegó a El Cairo cuando el sol ya golpeaba su furia sobre las impresionantes pirámides de la meseta de Guiza. Tras media hora de viaje en una ruidosa calesa tirada por un delgado alazán negro, atravesó las puertas de la rosada fachada del museo portando sus maletas.
Después de preguntar al personal británico por Roy, el colega que daría un poco de luz a su desconsuelo, se arrastró por un hermoso pasillo repleto de antigüedades que llevaba a una de las grandes estancias dedicadas a la restauración y conservación. Por la ventana principal de la sala, se colaba una potente columna de luz en la que diminutas motas de polvo se movían nerviosas y desaparecían al salir del haz. En una esquina sombría, Roy estaba de rodillas limpiando un malogrado sarcófago. El profesor saludó a su colega mientras se apresuraba a sacar el tesoro de una de las maletas, pero éste, boquiabierto al ver el objeto que le mostraba, dejó lo que estaba haciendo sin saludar ni prestar atención al profesor. Se aproximó atravesando el haz de polvo sin apartar la mirada de la estatuilla y leyó entre susurros los símbolos de la base. Sus ojos se abrieron de par en par arrojando un espantoso brillo de crueldad. Luego la dejó con exagerada delicadeza sobre una mesa y se alejó sin decir nada. Smith se empezó a inquietar cuando lo vio aparecer unos minutos después hecho un manojo de nervios mientras sostenía entre sus manos temblorosas un antiguo papiro prácticamente ilegible. Roy se inclinó ceremonioso para contrastarlo con los símbolos de la base y sonrió de forma burlona al comprobar lo que seguramente sospechaba desde que vio la estatuilla. Cada vez más excitado y con la frente más perlada en sudor, se movía de forma frenética y atropellada respirando acelerada y ruidosamente mientras volvía una y otra vez a contrastar el papiro con el descubrimiento del profesor.
−La destrucción de El Caos Reptante reinará en solitario golpeando con furia sobre una inmensidad decadente –dijo con voz temblorosa sin apartar la vista de los jeroglíficos.
Smith lo contempló preocupado sin saber qué decir, ya que su viejo colega se había transformado en pocos minutos en una especie de demente iluminado por una suerte de poder invisible. Si bien era cierto que había oído hablar de una antigua orden medieval llamada el Caos Reptante, no veía la conexión entre unos chiflados extremistas y su estatuilla. Como Noviembre Nocturno, La Nebulosa Ecléctica y otras sectas de la época, ésta tuvo cierta relevancia, aunque poco recorrido. Sus exaltados simpatizantes, muchos de ellos acaudalados hombres con pequeños ejércitos a su servicio, no dudaron en tomar las armas en nombre de la hermandad, autoproclamándose sucesores de un culto que se remontaba, según ellos, a la primera dinastía faraónica y que había tenido su mayor esplendor en época de Akenaton, el faraón hereje. Por lo que el profesor Smith sabía, la cúpula de la orden, formada por los mayores fanáticos del momento, fue perseguida hasta su exterminio por predicar textos blasfemos y profetizar la inminente llegada de su Señor, una deidad poderosa que no dudaría en arrasar con los infieles a su causa.
Sin apartar la mirada de su colega, que aceleradamente palidecía de forma mortecina, el profesor Smith tomó la estatuilla de la mesa y se separó unos metros. Roy, sin tiempo de reacción y dejando caer el papiro al suelo, lo contempló con la mirada perdida y la boca entreabierta en una horrible expresión demencial. Producto de la tensión, Smith empezó a sentir unas fuertes palpitaciones que golpearon en sus sienes al compás del corazón, que se aceleraba casi de forma ruidosa. Roy se aproximó lentamente dando torpes pasos mientras el profesor sentía ligeras descargas eléctricas que recorrían su cuerpo y le hacían sentirse más poderoso que el que, por algún motivo que desconocía, ahora consideraba su enemigo. Cuando los hombres estaban a poco más de un metro, un nuevo tipo de descarga más violenta convulsionó el cuerpo del profesor. En ese momento su vista se nubló y sus sentidos cambiaron la percepción de lo que le rodeaba, adentrándose en una horrible visión en la que sacrificaba a sus ayudantes y les extraía algunos órganos que metía en vasos canopos para ofrecerlos más tarde, encarnado en un viejo guerrero, a su Señor, el poderoso Nyarlathotep.
Cuando recobró sus sentidos y supo qué era lo que debía hacer, la grotesca expresión de Roy había mutado a la del pánico más visceral. Smith no lo dudó ni un segundo. Poseído por algo muy intenso, pero a la vez siendo consciente en todo momento, trazó un rápido movimiento con su brazo derecho haciendo que, de un certero golpe, la estatuilla reventara el cráneo de su rival. Después huyó. Podría decirse que huyó toda su vida.


E
so mismo he hecho yo desde que encontré la estatuilla de mi abuelo y me dejé seducir, llevo huyendo mucho tiempo, y aunque supongo que Nyarlathotep sabía lo que iba a hacer, ahora voy a desaparecer en paz al poner fin a mi vida y a mi calvario. Me voy tranquilo y, en cierto modo, satisfecho, no puedo cambiar el terrible pasado, pero habiendo destruido la estatuilla me consuela saber que sí lo hago con el futuro. A estas alturas buscar la salvación que nadie me dará es una utopía, pero sé que con mi acto estoy salvando de la tortura de su poder a otros insensatos e inocentes que pudieran venir después de mí.
Miro al techo con los ojos inundados de lágrimas. Es la hora. Un escalofrío recorre mis hombros al fijarme en la cuerda, que parece llamarme con un leve vaivén producido por alguna misteriosa corriente, aun estando atrincherado en esta cochambrosa morada lóbrega y viciada en la que no entra luz natural desde hace semanas.
¡Oh Dios mío, no puede ser! ¡Creo que está aquí! ¡Ya empiezo a notar su furiosa presencia! Tengo que dejar de escribir antes de que…



Relato escrito entre diciembre de 2018 y enero de 2019 por Vicente Ortiz. 
Inspirado en la obra de H. P. Lovecraft y dedicado a los podcasts Noviembre Nocturno y La Nebulosa Ecléctica. 
Derechos de autor: Relato registraddo en Safe Creative. Código de registro: 1902019827052

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