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esta carta de despedida, sólo quiero pedir perdón y dar a conocer unos hechos
que vivió mi abuelo materno hace muchos años y que, por desgracia, se han
repetido. Su historia la contó en el lecho de muerte, y, aunque yo era un niño,
jamás he olvidado sus palabras. Mi madre, seguramente queriendo protegerme, le
quitaba importancia diciendo que el viejo estaba loco y que vivió obsesionado y
en perpetuo pavor intentando hallar respuestas a su paranoia. ¡Pobre
incomprendido! Sólo yo conozco la fortaleza que demostró para llegar a anciano
soportando tanto sufrimiento mientras luchaba contra el mal que poseía el
objeto que lo hizo caer en desgracia. No guardo rencor a mi desdichada madre,
al contrario, sé que su vida no fue sencilla, subsistió menospreciada, al igual
que mi abuela, por pertenecer a un seno familiar extravagante para los cánones morales
y cívicos que se suponían correctos. Sin contacto con las personas que nos
rodeaban, nos mudábamos constantemente de ciudad en cuanto aparecía un ápice de
relación social. Entonces no lo entendía, pensaba que todo correspondía al
comportamiento corriente de una madre soltera de la época que tenía que criar a
su hijo y cuidar de un padre enfermo sin poder permitirse otra cosa que no
fuera trabajar y mantener una mínima ilusión de cordura en el hogar. Al madurar
comprendí que ella sólo quería alejarme del estigma y el caos que le tocó vivir.
Cuando
el abuelo Smith se fue para siempre, mi madre temió que yo acabara como él. No
se confundió. A pesar de su protección, nada pudo hacer cuando él, sin
pretenderlo, como si de una herencia macabra se tratara, me pasó el testigo de
un trastorno que se dejaba adivinar en mi curiosidad morbosa por investigar su
pasado. Aún era un adolescente cuando ella también partió. Con el tiempo, mis
indagaciones se convirtieron en una obsesión febril de auténtica pesadilla. Después
de examinar durante años sus pertenencias, manuscritos y recortes de prensa, me
dediqué a viajar en busca de las más recónditas bibliotecas, a profundizar en oscuras
sociedades secretas, a vagabundear en un mundo paralelo de sustancias
psicotrópicas y a acercarme a líderes de tenebrosas sectas. Fueron años de
confusión que me hicieron comprender finalmente que, cuanto más me acercaba a
los misterios de mi abuelo, más me enredaba en su mismo desconcierto enfermizo.
Descubrí
que cometió, producto del poder maligno que lo manejaba de forma
semiinconsciente, unos horribles crímenes que marcaron su tormentosa vida.
Cuando supo de sus actos, se convirtió en un ser extraño e infeliz que, por
suerte, pudo combatir el resto de sus días contra esa fuerza que siempre lo
acompañó. Por desgracia yo no soy tan fuerte. Tardé en darme cuenta del dominio
que ejercía sobre mí, pero, aunque ya es tarde y no puedo devolver la vida a quien
se la arrebaté, ni enmendar el daño que a tantos he infringido, hoy pondré fin
al laberinto aterrador en el que me encuentro y que me ha llevado a vivir experiencias
que asustarían al místico más osado.
Antes
de atarme al cuello la soga que ya pende del gancho que un día sostuvo la
lámpara que iluminaba el infecto y sombrío agujero cubierto por el polvo y las
telarañas del que pretenden desahuciarme, advierto a quien me encuentre que he
destruido la estatuilla y con ello su crueldad. Sus pedazos yacen desperdigados
en el emponzoñado fondo de un río de Nueva Inglaterra. Aunque presiento que de
alguna manera me sigue acechando, el faraón ya no podrá comunicarse ni usarme
como un títere para hacer el mal. Con esto no quiero justificar nuestros
pecados, tendrá que ser el lector quien valore tal cosa.
La historia de mi abuelo Smith, ese al que etiquetaron
como un loco solitario y amargado, es más o menos así:
A
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pesar de la pobreza en el seno familiar, Smith
pudo compaginar sus estudios con un trabajo nocturno mal pagado. Después de
mucho insomnio y agotador sacrificio, finalmente consiguió titularse y poco
después empezar a impartir clases de historia en la universidad de Miskatonic.
Por puro azar, conoció en una conferencia a un adinerado y excéntrico mecenas británico
llamado Tfarcevol. Residente en un opulento edificio de estilo colonial
victoriano desde hacía una década en Rhode Island, se trataba de un hombre muy
alto y delgado con la cara afilada y la nariz aguileña a juego con su picudo mentón.
Tras muchas reuniones con el que sería su patrocinador y aplazando su inminente
boda con Sonia, su novia desde la adolescencia, el proyecto iba por buen camino,
una vez conseguidos todos los permisos. Aunque para el mundo académico, el tal
Tfarcevol era un loco que pretendía emular la hazaña de Lord Carnarvon y Howard
Carter, Smith aceptó la financiación necesaria para liderar las excavaciones en
unas ruinas cubiertas por las arenas. Un proyecto fracasado y una pérdida de
tiempo y dinero, decían los expertos al saber de los sobredimensionados
recursos destinados a tamaña obsesión, que llevarían al profesor Smith a
desembarcar en Egipto a mediados de 1934.
Con
mucha ilusión y un fuerte apoyo económico y personal, después de trabajar en la
amplia zona de las ruinas durante dos años, nada más encontraron restos de
vasijas y herramientas sin mucho valor. Decepcionado consigo mismo al ser
consciente de que su fotografía no saldría nunca en los periódicos junto a un
sarcófago o un rico ajuar funerario, dando un larguísimo paseo a caballo, tropezó
con una olvidada necrópolis expoliada en infinidad de ocasiones a lo largo de
los siglos. Con menos expectación y un presupuesto muy reducido, el siguiente
año no iba a ser mejor, pues solo hallaron pequeños fragmentos de huesos y
decepción. Sin fuerzas para presionar a su mecenas, con sólo dos trabajadores a
su cargo y la moral por los suelos, intuyendo el final de la aventura, su
suerte iba a cambiar. O eso creyó.
Sentado
sobre un erosionado sillar de caliza, el profesor Smith contemplaba impasible
cómo sus dos trabajadores salían, no sin dificultades, del fondo del agujero
excavado sobre la base rocosa del montículo. Estaba acostumbrado a sus
alborotos, y rara vez les prestaba atención, por mucho que chillaran en aquella
lengua incomprensible para él. Pero esta vez era distinto, los dos pugnaban por
sostener algo mientras se acercaban con las caras desencajadas. Visiblemente
excitado, el profesor Smith tomó la estatuilla que Alim, uno de sus empleados,
sujetaba con mimo. Mientras los dos jóvenes seguían lanzando alaridos,
golpeándose el pecho y mirando al cielo, Smith sacudió el polvo que la cubría. Se
sintió poseído al sostener el objeto de unas veinte pulgadas que parecía
representar a un Dios o faraón perfectamente tallado en negro alabastro.
Seguramente, pensó entusiasmado mientras contemplaba la estatuilla, por alguna
razón la habrían perdido o escondido bajo el suelo del desierto y ahora veía la
luz por primera vez en milenios.
Ya a
solas en su tienda, bajo la amarillenta luz de la linterna, pudo observarla con
detalle y anotar los caracteres y relieves grabados en la base. A simple vista
parecían jeroglíficos, pero con una grafía distinta a la que conocía. Si bien
era cierto que se había formado en culturas antiguas y llevaba tres años en el
país del Nilo, descifrar jeroglíficos nunca había sido su especialidad y sólo
conocía la traducción de algunos signos básicos. Antes de dar a conocer el
descubrimiento, incluso a su mecenas, quería consultar con Roy, un colega que
trabajaba en el museo de El Cairo. Éste dataría la antigüedad de la figura y
traduciría los jeroglíficos de la base.
Durante
la noche, sus inseparables trabajadores, dos jóvenes disciplinados, aunque temerosos
y supersticiosos cabreros, que habían tenido la suerte de ser reclutados por
Smith, abandonaron el campamento a caballo. Como no era propio de ellos, el
profesor empezó a preocuparse y decidió ocultar la estatuilla en la pequeña
tienda del campamento destinada a guardar las herramientas.
Tardó
en conciliar el sueño, pero una vez dormido, o puede que despierto en una
suerte de sueño inconsciente parecido a una alucinación, vio como la tienda se
transformaba en un lujoso templo con suelos de mármol y estilizadas columnas
que se perdían en la lejanía de un techo infinito. El agradable perfume a
flores inundaba cada rincón, y las sedosas cortinas de lino se agitaban con la
apacible brisa que entraba a través de los enormes corredores que daban a los
jardines exteriores. El rumor del agua, que corría por pequeñas canalizaciones
y fuentes, se mezclaba armoniosamente con las melodías que sutilmente interpretaban
los músicos bajo las espesas ramas de árboles centenarios que se agitaban
lentamente a su son, dibujando tupidas sombras superpuestas.
La
atención del profesor se centró en la llegada de aproximadamente un centenar de
guerreros, que se dispusieron alrededor de la sala principal, cruzando entre sí
sus lanzas. Otro grupo de guerreros, éstos de mayor edad y ataviados con
distintos uniformes y largas espadas, formaron un ancho pasillo desde el centro
del recinto hasta perderse en el exterior del templo. También había un corrillo
de mujeres, sobresaliendo la que junto al trono esperaba vanidosa como una
estatua viviente. Ataviada con un ceñido y largo vestido celeste de tirantes
que dejaban entrever sus bronceados pechos, permanecía ajena al resto de
mortales luciendo un aparatoso tocado con adornos brillantes y diversas joyas.
Cuando
sonaron los tambores, el cortejo femenino ocupó la parte posterior al trono y todos
los soldados se arrodillaron en señal de sumisión y respeto, pues al momento,
el faraón cruzó la entrada principal. Dando largos pasos, su estilizada figura atravesó
la sala para reunirse con la mujer que esperaba junto al trono. Ocuparon su
lugar en silencio mirando al frente. Su atuendo no era exactamente el de un
faraón, pero tampoco se parecía al de algún rey que el profesor hubiera
estudiado. Envuelto en una fina tela roja, vestía una túnica plisada con adornados
bordados y un sencillo nemes bajo la corona. De tez morena y bellos rasgos, su
altura era llamativamente extraordinaria en comparación con la del resto de
hombres. A pesar de su delgadez, su seductor y poderoso porte le conferían un
halo casi sagrado.
Rompiendo
la ceremoniosa calma ensayada, el faraón se levantó enérgicamente y pronunció
unas palabras mirando la bóveda abierta del templo. Su voz era grave y
autoritaria, pero también cálida y cercana. Sin apartar la mirada del cielo,
alzó un brillante bastón de cristal con la punta metálica, haciendo que inexplicablemente
el suelo vibrara y la luz solar que penetraba en el templo se tornara a rojiza.
Instantes después, los soldados que habían formado el pasillo central
canturrearon a coro una especie de salmo. Cuando el faraón asintió, como si
diese la aprobación a la plegaria de sus hombres, ocupó de nuevo su sitio junto
a la reina, que por primera vez sonreía. A una orden del más anciano de los soldados,
todos se levantaron al unísono en silencio y perfecta formación. A modo de
ofrenda, de nuevo el viejo guerrero avanzó ante la mirada del faraón, que vio
como el hombre dejaba ocho vasijas a sus pies y después se retiraba sin darle
la espalda.
Nadie
advirtió la ridícula presencia del profesor cuando se aproximó unos pasos con
el objetivo de ver de cerca aquella impresionante puesta en escena. Nervioso e
incrédulo por el espectáculo que estaba viendo, se sobresaltó cuando volvió a
escuchar los tambores, que esta vez sonaron de forma más débil, pero
acompañados de algún tipo de estridentes flautas que advertían de la llegada de
una pequeña guardia que avanzaba custodiando a dos muchachos desaliñados. Eran
Alim y kamal, sus jóvenes trabajadores. Los llamó, pero éstos no contestaron.
Los muchachos se arrodillaron a los pies de los mandatarios sin levantar la
mirada del suelo. Cuando volvió a llamarlos, Smith se sintió como un espectro
mudo e invisible atrapado en un mundo de fantasía.
La radiante
reina, visiblemente gozosa tomó la mano del faraón mientras lo miraba con
devoción. Éste se giró satisfecho para dedicarle una sonrisa, al tiempo que se
levantaba del trono.
-¡Oh,
poderoso Nyarlathotep, suplicamos vuestra infinita clemencia! –se adelantó a
balbucear uno de los jóvenes alzando la mirada furtiva de una presa a punto de
ser devorada, mientras el otro lloraba sobre el creciente charco de su propio
orín.
Cada
vez más nervioso, el profesor empezó a sentirse indispuesto y a apreciar cómo
sus piernas flaqueaban. Sudoroso y desprovisto de voluntad, se dejó caer sobre
el suelo al tiempo que su razón se alejaba apartando fugazmente el último recuerdo
de lo que acababa de experimentar. El consuelo llegó cuando todo se convirtió
en oscuridad.
Mareado
y con un fuerte dolor de cabeza, el profesor Smith abrió casi en estado de
letargo los ojos, que se encontraron de lleno con la extraña luz de un sol
brumoso envuelto en penumbra verduzca. Un penetrante y fétido olor inundaba la
tienda. Se incorporó confuso y sorprendido por no estar en el templo, si es que
había estado alguna vez. Con una mueca de asco por el hedor, caminó unos pasos,
pero se paró en seco y tuvo que reprimir una arcada al encontrarse con la
escena más desagradable que había visto jamás: Alim y kamal, yacían semidesnudos
sobre un enorme charco de sangre.
Los
dos presentaban el pecho abierto con sendas incisiones que recorrían toscamente
sus torsos desde el esternón hasta el bajo vientre. El profesor se cubrió la
boca y la nariz con un pañuelo antes de acercarse a los cuerpos eviscerados. El
olor metálico de la sangre había hecho que las moscas y otras clases de
insectos acudieran por doquier. La pavorosa imagen le hizo olvidar por un
momento el templo y la estatuilla. Llevándose las manos a la cara, suspiró
decaído en señal de desesperación, pues en menos de un día había pasado de la
felicidad plena a encontrarse frente a las puertas del averno.
Abatido,
sólo pensaba en enterrar los cuerpos cuanto antes. Su conciencia estaba
tranquila, ya que nunca había hecho daño a nadie, pero, quién iba a creer que
en un episodio de sonambulismo, estado onírico o alucinación había despertado junto
a sus brutalmente asesinados ayudantes. Apretó los labios con los ojos cerrados
y negó con la cabeza. El bloqueo duró unos segundos, los mismos que una fuerza
interior le animó a ocultar los cuerpos antes de que alguien descubriera la
carnicería.
Tras
vacilar un rato, entró en la tienda de las herramientas para buscar una
carretilla y una linterna de gas. Nervioso y con un tremendo sentimiento de
culpa, los cubrió con unas cortinas y después los transportó hasta el pie del
montículo. Una vez en el suelo, los descubrió para cerrarles los ojos, que parecían
pequeños pozos acristalados que lo observaban, pero la rigidez de sus párpados
se lo impidió. Sin mirarlos fijamente, los colocó junto a la abertura que ellos
mismos habían hecho cuando encontraron la estatuilla. Como la galería era
estrecha y poco profunda, entró arrodillado para colocar la linterna a un lado.
Encorvado, se dirigió al exterior para agarrar a Alim por los brazos.
Torpemente lo arrastró hasta el fondo. Después salió reptando por encima del
cadáver. Se sintió un ser despreciable. Salió a tomar aire y repetir con Kamal
la misma operación, pero esta vez, cuando tocó la cabeza Alim, los pies de
Kamal aún estaban casi fuera del túnel. Pasando por encima del último, lo
empujó con todas sus fuerzas hasta que el cuerpo quedó encima del de su
compañero. Una vez fuera, cegó la galería con abundantes escombros y repartió un
grueso manto de arena alrededor de la abertura.
–Que
Alá me perdone –murmuró al borde de la lágrima cuando abandonaba el improvisado
sepulcro.
De
nuevo en la tienda, sustituyó la capa de arena manchada de sangre por otra
limpia, encendió incienso para eliminar el mal olor y se sentó en una silla
totalmente agotado. Prendió la pipa y fumó con los ojos cerrados mientras
tamborileaba con sus dedos sobre la mesa, pero cuando su imaginación le mostró
al viejo que ponía los vasos canopos a los pies del faraón, se levantó para ir
a la tienda de herramientas a admirar su descubrimiento. Entre los materiales y
pertrechos, cubierto por unas finas gasas de lino, el faraón desconocido lucía
una blasfema estampa vigorosa. Hechizado ante tanta belleza, esbozó una sonrisa
contenida, pero cuando cayó en la cuenta de que tendría que revelar el lugar
del hallazgo, se dejó caer en el suelo compadeciéndose.
Antes de
la puesta de sol hizo dos maletas, que cargó en su caballo. Como conocía el
horario del barco correo, abandonó el campamento con el tiempo justo de llegar
sin tener que explicar en el puerto a dónde se dirigía, pues casi todo el mundo
lo conocía. Colgada bajo el techo cósmico, el resplandor de la luna cornuda,
que se reflejaba engreída sobre las aguas del Nilo, lo recibió al pasar entre
los fardos que atestaban la embarcación.
Sin
pegar ojo, llegó a El Cairo cuando el sol ya golpeaba su furia sobre las
impresionantes pirámides de la meseta de Guiza. Tras media hora de viaje en una
ruidosa calesa tirada por un delgado alazán negro, atravesó las puertas de la
rosada fachada del museo portando sus maletas.
Después
de preguntar al personal británico por Roy, el colega que daría un poco de luz
a su desconsuelo, se arrastró por un hermoso pasillo repleto de antigüedades que
llevaba a una de las grandes estancias dedicadas a la restauración y conservación.
Por la ventana principal de la sala, se colaba una potente columna de luz en la
que diminutas motas de polvo se movían nerviosas y desaparecían al salir del
haz. En una esquina sombría, Roy estaba de rodillas limpiando un malogrado
sarcófago. El profesor saludó a su colega mientras se apresuraba a sacar el
tesoro de una de las maletas, pero éste, boquiabierto al ver el objeto que le
mostraba, dejó lo que estaba haciendo sin saludar ni prestar atención al
profesor. Se aproximó atravesando el haz de polvo sin apartar la mirada de la
estatuilla y leyó entre susurros los símbolos de la base. Sus ojos se abrieron
de par en par arrojando un espantoso brillo de crueldad. Luego la dejó con
exagerada delicadeza sobre una mesa y se alejó sin decir nada. Smith se empezó
a inquietar cuando lo vio aparecer unos minutos después hecho un manojo de nervios
mientras sostenía entre sus manos temblorosas un antiguo papiro prácticamente
ilegible. Roy se inclinó ceremonioso para contrastarlo con los símbolos de la base
y sonrió de forma burlona al comprobar lo que seguramente sospechaba desde que
vio la estatuilla. Cada vez más excitado y con la frente más perlada en sudor,
se movía de forma frenética y atropellada respirando acelerada y ruidosamente
mientras volvía una y otra vez a contrastar el papiro con el descubrimiento del
profesor.
−La
destrucción de El Caos Reptante reinará en solitario golpeando con furia sobre
una inmensidad decadente –dijo con voz temblorosa sin apartar la vista de los
jeroglíficos.
Smith
lo contempló preocupado sin saber qué decir, ya que su viejo colega se había
transformado en pocos minutos en una especie de demente iluminado por una
suerte de poder invisible. Si bien era cierto que había oído hablar de una
antigua orden medieval llamada el Caos Reptante, no veía la conexión entre unos
chiflados extremistas y su estatuilla. Como Noviembre Nocturno, La Nebulosa
Ecléctica y otras sectas de la época, ésta tuvo cierta relevancia, aunque poco
recorrido. Sus exaltados simpatizantes, muchos de ellos acaudalados hombres con
pequeños ejércitos a su servicio, no dudaron en tomar las armas en nombre de la
hermandad, autoproclamándose sucesores de un culto que se remontaba, según
ellos, a la primera dinastía faraónica y que había tenido su mayor esplendor en
época de Akenaton, el faraón hereje. Por lo que el profesor Smith sabía, la
cúpula de la orden, formada por los mayores fanáticos del momento, fue
perseguida hasta su exterminio por predicar textos blasfemos y profetizar la
inminente llegada de su Señor, una deidad poderosa que no dudaría en arrasar
con los infieles a su causa.
Sin
apartar la mirada de su colega, que aceleradamente palidecía de forma
mortecina, el profesor Smith tomó la estatuilla de la mesa y se separó unos
metros. Roy, sin tiempo de reacción y dejando caer el papiro al suelo, lo
contempló con la mirada perdida y la boca entreabierta en una horrible
expresión demencial. Producto de la tensión, Smith empezó a sentir unas fuertes
palpitaciones que golpearon en sus sienes al compás del corazón, que se aceleraba
casi de forma ruidosa. Roy se aproximó lentamente dando torpes pasos mientras
el profesor sentía ligeras descargas eléctricas que recorrían su cuerpo y le
hacían sentirse más poderoso que el que, por algún motivo que desconocía, ahora
consideraba su enemigo. Cuando los hombres estaban a poco más de un metro, un
nuevo tipo de descarga más violenta convulsionó el cuerpo del profesor. En ese
momento su vista se nubló y sus sentidos cambiaron la percepción de lo que le
rodeaba, adentrándose en una horrible visión en la que sacrificaba a sus
ayudantes y les extraía algunos órganos que metía en vasos canopos para
ofrecerlos más tarde, encarnado en un viejo guerrero, a su Señor, el poderoso
Nyarlathotep.
Cuando
recobró sus sentidos y supo qué era lo que debía hacer, la grotesca expresión
de Roy había mutado a la del pánico más visceral. Smith no lo dudó ni un
segundo. Poseído por algo muy intenso, pero a la vez siendo consciente en todo
momento, trazó un rápido movimiento con su brazo derecho haciendo que, de un
certero golpe, la estatuilla reventara el cráneo de su rival. Después huyó.
Podría decirse que huyó toda su vida.
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so
mismo he hecho yo desde que encontré la estatuilla de mi abuelo y me dejé
seducir, llevo huyendo mucho tiempo, y aunque supongo que Nyarlathotep sabía lo
que iba a hacer, ahora voy a desaparecer en paz al poner fin a mi vida y a mi calvario.
Me voy tranquilo y, en cierto modo, satisfecho, no puedo cambiar el terrible pasado,
pero habiendo destruido la estatuilla me consuela saber que sí lo hago con el
futuro. A estas alturas buscar la salvación que nadie me dará es una utopía,
pero sé que con mi acto estoy salvando de la tortura de su poder a otros
insensatos e inocentes que pudieran venir después de mí.
Miro
al techo con los ojos inundados de lágrimas. Es la hora. Un escalofrío recorre mis
hombros al fijarme en la cuerda, que parece llamarme con un leve vaivén
producido por alguna misteriosa corriente, aun estando atrincherado en esta
cochambrosa morada lóbrega y viciada en la que no entra luz natural desde hace
semanas.
¡Oh Dios
mío, no puede ser! ¡Creo que está aquí! ¡Ya empiezo a notar su furiosa presencia!
Tengo que dejar de escribir antes de que…
Relato escrito entre diciembre de 2018 y
enero de 2019 por Vicente Ortiz.
Inspirado en la obra de H. P. Lovecraft y dedicado a los podcasts Noviembre Nocturno y La Nebulosa Ecléctica.
Derechos de autor: Relato registraddo en Safe Creative. Código de registro: 1902019827052
Inspirado en la obra de H. P. Lovecraft y dedicado a los podcasts Noviembre Nocturno y La Nebulosa Ecléctica.
Derechos de autor: Relato registraddo en Safe Creative. Código de registro: 1902019827052
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