31 de octubre de 2020

La noche de difuntos.

Los jovencitos allegados a los infantes de la casa de los duques tenían permiso cada año para pasar la noche de difuntos en el gran salón. Convertida ya en tradición, a pesar de lo macabro de algunos relatos, era la excusa perfecta para estar lejos de la custodia de sus padres o sirvientes. Dispuestos alrededor de la mesa, esperaban ansiosos tras la cena la llegada de Álvaro y Fernando, los encargados de contar historias y leyendas terroríficas.

Cuando todos estaban frente al fuego hablando de cosas que poco tenían que ver con lo que les esperaba, el ruido de la puerta al abrirse los sobresaltó. Era uno de los criados, que con más fastidio que sutileza anunciaba la llegada de Fernando.

Fernando era un mozalbete de unos veinticinco años que se ganaba la vida como secretario de la casa, trabajo que le daba para comer, sin embargo, su auténtica pasión era escribir cuentos y poemas. Doblaba en edad a la mayoría de los presentes que ese año habían sido elegidos para acompañar a los hijos de los duques. Llamamiento muy codiciado por los progenitores de la zona que ansiaban acercarse a la nobleza si sus vástagos eran seleccionados.

―Con tristeza y sin consuelo ―recitó el recién llegado con exagerados movimientos de puesta en escena― este simple siervo os informa que tendréis que conformaros con mi humilde presencia. Álvaro se encuentra indispuesto desde hace unos días y me ha pedido que me disculpe por él. Advierto que tengo buenas historias preparadas y os prometo que no lo echaréis de menos.

Isabel, la pequeña damita de la casa, consentida y caprichosa, no disimuló su enfado amenazando con suspender la velada, pero el oportuno susurro de su hermana mayor sirvió para disuadirla, pues el desgraciado Álvaro acababa de perder a su esposa durante un parto.

Sin más preámbulos, Fernando apagó las velas ante la mirada de los jóvenes y formó un semicírculo con todos frente a él. El fuego a su espalda producía un efecto que borraba de manera intermitente su espigada figura, convertida a veces en una lóbrega silueta que se agitaba cambiando de forma. Creado el ambiente y la atención que buscaba, tomó asiento y carraspeó antes de comenzar el espectáculo.

―Señoritos, señoritas, suplico silencio y respeto por las ánimas a las que esta noche vamos a honrar ―continuó Fernando―. Si alguno considera que he de parar o cambiar de historia, pido a vuestras mercedes que me lo hagan saber de inmediato. También les advierto que una vez pasada la media noche, nadie podrá abandonar el palacio, ni siquiera yo. Ya sabéis que está prohibido pisar la calle en esta madrugada. Nunca ha ocurrido tal cosa, y no creo que esta vaya a ser la primera vez, pues puedo afirmar que ante mí solo encuentro rostros valientes y cuerpos fuertes.

Entre sonrisas y un leve murmullo, los niños acogieron bien las últimas palabras cruzando miradas cómplices. Fuera, la contienda que el viento y la lluvia libraba contra los ventanales del palacio se tornó en un rumor lejano cuando las campanas cercanas de la catedral anunciaron la medianoche de forma lastimera, como avisando que no era una noche cualquiera. Hasta los perros lo sabían. Ladraban y aullaban apenados a coro.

―Esta historia no es una leyenda cualquiera ―prolongó el poeta―, es algo que realmente ocurrió hace años. Pocos se han atrevido a divulgarla, pero hoy la vais a conocer.

En ese momento la puerta se abrió liberando un quejido que recorrió el salón. Los niños se arrimaron unos a otros al ver que Fernando se santiguaba antes de incorporarse para hacer un barrido visual por las sombras del salón. Con simulada tranquilidad volvió a ocupar su cubil sabedor de que sin él quererlo, la atmósfera de su actuación ahora era más negra de lo que pretendía. Continuó:

―Álvaro galopaba bajo la tempestad implorando llegar a tiempo. Lamentaba no haber estado junto a su amada el día en que la partera había anunciado la llegada de su primogénito, pero el pobre Álvaro no había podido eludir sus responsabilidades en el duro trabajo del campo. Inés, que así se llamaba ella, decidió que su hijo tenía que nacer junto a la ermita de la Virgen de Argeme, pues así se lo pidió en un sueño su difunta madre. A Álvaro aquello le pareció un capricho ridículo, pero finalmente accedió al deseo y las súplicas de la joven Inés. Ahora se arrepentía, pues jamás sospechó que su ansiado momento llegaría en la noche de difuntos.

De nuevo, un ruido interrumpió la narración de Fernando, que intentando no asustar a los infantes más de lo debido, se levantó esta vez y caminó por la oscuridad de la estancia para confirmar que todo estaba en orden. Solo pudo escuchar unos pasos acelerados que se perdían por la escalera, y más tarde el relincho de un caballo agitado ante el envite de su jinete. 

Era Álvaro, que a última hora había decidido acompañar a Fernando, pero que, escondido tras las sombras decidió escuchar la leyenda sin interrumpir. Ahora, molesto y empapado cabalgaba impetuoso hacia la ermita. Su amada había muerto días atrás, pero el cuento de su amigo, dolorosamente real, lo alentó a recorrer de nuevo los mismos pasos que aquella infausta madrugada. Al atravesar las anegadas tierras de labranza, sin apenas ver donde pisaba, la mala suerte quiso que el pecho de su caballo embistiera contra el podrido tronco de un arbusto. Álvaro voló por los aires antes de encontrarse con el barro que le rodeaba. Dolorido y resignado al ver su caballo herido de muerte, emprendió el resto del viaje a pie, pues a pesar de la oscuridad, sabía que estaba cerca del cerro de la ermita. Caminó de manera pesada durante casi media hora hasta llegar al pequeño templo. Respirando fatigoso frente a la cruz que se vislumbraba, se sintió un estúpido imprudente allí plantado bajo la lluvia, esperando una absurda indicación que lo guiara. Hacía mucho frío, pero no tanto como la última vez que estuvo allí. Aquella maldita noche que jamás olvidaría. Aquella noche que blasfemó renunciando a Dios. Aquella noche en la que una parte de su alma también se fue con Inés.

El monótono sonido del aguacero se rompió con un apenado sollozo que lo estremeció. Luego siguieron diferentes gritos agónicos que devoraron la armonía del sagrado lugar. Álvaro supo que era la voz desesperada de una mujer. Sin pensarlo, entró en los soportales de la ermita, pero no había nadie. Desconcertado, sin atisbar el origen de los chillidos, que por momentos le parecieron imaginarios, volvió a salir bajo la lluvia, mirando a un lado y a otro, caminando confuso. Mientras rodeaba la ermita le llegaron nuevos lamentos, esta vez menos funestos, y más tarde, el inconfundible llanto de un recién nacido. Cada vez más alterado, dio dos vueltas al templo con la misma suerte. Antes de que saliera una palabra de su garganta, un bulto que parecía agitarse bajo el triste abrigo de un pequeño olivo llamó su atención. Se aproximó parsimonioso. Cuando ya estaba muy cerca entrevió a alguien sentado en el suelo. La figura, envuelta en un mantón comenzó a girarse conforme Álvaro llegaba a su par.

 

 

En ese mismo momento, con los niños apretujados sin atreverse a decir palabra, Fernando llegaba al final de su historia:

―Una vez que el desdichado caballero llegó a la altura de la misteriosa figura ―continuó transformando su voz en una más gutural―, se arrodilló ante ella sin acertar a ver su cara, pero al retirar el empapado mantón que cubría su cabeza, se topó con dos protuberancias encaracoladas que nacían de su frente. Se alzó asustado. Retrocedió unos pasos al tiempo que el resplandor de un rayo descubría al pálido personaje de cara afilada y profundos ojos escarlata. Desde el suelo, el innombrable le mostró al recién nacido. Álvaro se desplomó espantado. Paralizado. Muerto.



Cuento escrito en la tarde del 31/10/20 por Vicente Ortiz.

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