Los jovencitos allegados a los infantes de la casa de los
duques tenían permiso cada año para pasar la noche de difuntos en el gran
salón. Convertida ya en tradición, a pesar de lo macabro de algunos relatos,
era la excusa perfecta para estar lejos de la custodia de sus padres o
sirvientes. Dispuestos alrededor de la mesa, esperaban ansiosos tras la cena la
llegada de Álvaro y Fernando, los encargados de contar historias y leyendas
terroríficas.
Cuando todos estaban frente al fuego
hablando de cosas que poco tenían que ver con lo que les esperaba, el ruido de
la puerta al abrirse los sobresaltó. Era uno de los criados, que con más
fastidio que sutileza anunciaba la llegada de Fernando.
Fernando era un mozalbete de unos
veinticinco años que se ganaba la vida como secretario de la casa, trabajo que
le daba para comer, sin embargo, su auténtica pasión era escribir cuentos y
poemas. Doblaba en edad a la mayoría de los presentes que ese año habían sido
elegidos para acompañar a los hijos de los duques. Llamamiento muy codiciado
por los progenitores de la zona que ansiaban acercarse a la nobleza si sus
vástagos eran seleccionados.
―Con tristeza y sin
consuelo ―recitó el recién llegado con exagerados movimientos de puesta en
escena― este simple siervo os informa que tendréis que conformaros con mi
humilde presencia. Álvaro se encuentra indispuesto desde hace unos días y me ha
pedido que me disculpe por él. Advierto que tengo buenas historias preparadas y
os prometo que no lo echaréis de menos.
Isabel, la pequeña damita de la casa,
consentida y caprichosa, no disimuló su enfado amenazando con suspender la
velada, pero el oportuno susurro de su hermana mayor sirvió para disuadirla,
pues el desgraciado Álvaro acababa de perder a su esposa durante un parto.
Sin más preámbulos, Fernando apagó
las velas ante la mirada de los jóvenes y formó un semicírculo con todos frente
a él. El fuego a su espalda producía un efecto que borraba de manera
intermitente su espigada figura, convertida a veces en una lóbrega silueta que
se agitaba cambiando de forma. Creado el ambiente y la atención que buscaba,
tomó asiento y carraspeó antes de comenzar el espectáculo.
―Señoritos, señoritas, suplico
silencio y respeto por las ánimas a las que esta noche vamos a
honrar ―continuó Fernando―. Si alguno considera que he de parar o cambiar
de historia, pido a vuestras mercedes que me lo hagan saber de inmediato.
También les advierto que una vez pasada la media noche, nadie podrá abandonar
el palacio, ni siquiera yo. Ya sabéis que está prohibido pisar la calle en esta
madrugada. Nunca ha ocurrido tal cosa, y no creo que esta vaya a ser la primera
vez, pues puedo afirmar que ante mí solo encuentro rostros valientes y cuerpos
fuertes.
Entre sonrisas y un leve murmullo,
los niños acogieron bien las últimas palabras cruzando miradas cómplices.
Fuera, la contienda que el viento y la lluvia libraba contra los ventanales del
palacio se tornó en un rumor lejano cuando las campanas cercanas de la catedral
anunciaron la medianoche de forma lastimera, como avisando que no era una noche
cualquiera. Hasta los perros lo sabían. Ladraban y aullaban apenados a coro.
―Esta historia no es una leyenda
cualquiera ―prolongó el poeta―, es algo que realmente ocurrió hace años.
Pocos se han atrevido a divulgarla, pero hoy la vais a conocer.
En ese momento la puerta se abrió
liberando un quejido que recorrió el salón. Los niños se arrimaron unos a otros
al ver que Fernando se santiguaba antes de incorporarse para hacer un barrido
visual por las sombras del salón. Con simulada tranquilidad volvió a ocupar su
cubil sabedor de que sin él quererlo, la atmósfera de su actuación ahora era
más negra de lo que pretendía. Continuó:
―Álvaro galopaba bajo la tempestad
implorando llegar a tiempo. Lamentaba no haber estado junto a su amada el día
en que la partera había anunciado la llegada de su primogénito, pero el pobre
Álvaro no había podido eludir sus responsabilidades en el duro trabajo del
campo. Inés, que así se llamaba ella, decidió que su hijo tenía que nacer junto
a la ermita de la Virgen de Argeme, pues así se lo pidió en un sueño su difunta
madre. A Álvaro aquello le pareció un capricho ridículo, pero finalmente
accedió al deseo y las súplicas de la joven Inés. Ahora se arrepentía, pues
jamás sospechó que su ansiado momento llegaría en la noche de difuntos.
De nuevo, un ruido interrumpió la
narración de Fernando, que intentando no asustar a los infantes más de lo
debido, se levantó esta vez y caminó por la oscuridad de la estancia para
confirmar que todo estaba en orden. Solo pudo escuchar unos pasos acelerados
que se perdían por la escalera, y más tarde el relincho de un caballo agitado
ante el envite de su jinete.
Era Álvaro, que a última hora había
decidido acompañar a Fernando, pero que, escondido tras las sombras decidió
escuchar la leyenda sin interrumpir. Ahora, molesto y empapado cabalgaba
impetuoso hacia la ermita. Su amada había muerto días atrás, pero el cuento de
su amigo, dolorosamente real, lo alentó a recorrer de nuevo los mismos pasos
que aquella infausta madrugada. Al atravesar las anegadas tierras de labranza,
sin apenas ver donde pisaba, la mala suerte quiso que el pecho de su caballo
embistiera contra el podrido tronco de un arbusto. Álvaro voló por los aires
antes de encontrarse con el barro que le rodeaba. Dolorido y resignado al ver
su caballo herido de muerte, emprendió el resto del viaje a pie, pues a pesar
de la oscuridad, sabía que estaba cerca del cerro de la ermita. Caminó de
manera pesada durante casi media hora hasta llegar al pequeño templo. Respirando
fatigoso frente a la cruz que se vislumbraba, se sintió un estúpido imprudente
allí plantado bajo la lluvia, esperando una absurda indicación que lo guiara.
Hacía mucho frío, pero no tanto como la última vez que estuvo allí. Aquella
maldita noche que jamás olvidaría. Aquella noche que blasfemó renunciando a
Dios. Aquella noche en la que una parte de su alma también se fue con Inés.
El monótono sonido del aguacero se
rompió con un apenado sollozo que lo estremeció. Luego siguieron diferentes
gritos agónicos que devoraron la armonía del sagrado lugar. Álvaro supo que era
la voz desesperada de una mujer. Sin pensarlo, entró en los soportales de la
ermita, pero no había nadie. Desconcertado, sin atisbar el origen de los
chillidos, que por momentos le parecieron imaginarios, volvió a salir bajo la
lluvia, mirando a un lado y a otro, caminando confuso. Mientras rodeaba la
ermita le llegaron nuevos lamentos, esta vez menos funestos, y más tarde, el
inconfundible llanto de un recién nacido. Cada vez más alterado, dio dos
vueltas al templo con la misma suerte. Antes de que saliera una palabra de su
garganta, un bulto que parecía agitarse bajo el triste abrigo de un pequeño
olivo llamó su atención. Se aproximó parsimonioso. Cuando ya estaba muy cerca
entrevió a alguien sentado en el suelo. La figura, envuelta en un mantón
comenzó a girarse conforme Álvaro llegaba a su par.
En ese mismo momento, con los niños
apretujados sin atreverse a decir palabra, Fernando llegaba al final de su
historia:
―Una vez que el desdichado caballero
llegó a la altura de la misteriosa figura ―continuó transformando su voz
en una más gutural―, se arrodilló ante ella sin acertar a ver su cara, pero al
retirar el empapado mantón que cubría su cabeza, se topó con dos protuberancias
encaracoladas que nacían de su frente. Se alzó asustado. Retrocedió unos pasos
al tiempo que el resplandor de un rayo descubría al pálido personaje de cara
afilada y profundos ojos escarlata. Desde el suelo, el innombrable le mostró al
recién nacido. Álvaro se desplomó espantado. Paralizado. Muerto.
Cuento escrito en la tarde del 31/10/20 por Vicente Ortiz.
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