28 de noviembre de 2015

Somos diferentes.

No puedo quejarme, no. He tenido una vida tranquila y feliz.
La gente siempre me ha sonreído, caigo bien, eso lo sé. Ahora estoy mayor y las cosas han cambiado. De hecho, es ahora cuando empiezo a hacerme preguntas que antes jamás se me habrían pasado por la cabeza. Antes sólo pensaba en superarme, en hacer las cosas bien, en dar amor y enseñar lo que sé. Puede que sea porque las caras que antes me sonreían, ahora están más serias simplemente porque me queda poco. No quiero dar pena a los que tanto me han dado; solamente quiero que me recuerden como era antes.
Mi familia está a mi lado y los que vienen de visita me dan el calor que necesito. Por primera vez deseo salir de este mundo, y, aunque me aleje de mi familia, quisiera salir con los otros, con esos que no han dejado de visitarme durante toda mi vida. Me gustaría tener mi última gran experiencia, pero no sé si aguantaría con ellos ahí fuera. Somos diferentes.


Una niña a la que jamás había visto se acerca. Está muy triste, pero es preciosa. La miro fijamente a los ojos y aunque no entiendo lo que dice, me transmite tranquilidad. La señora mayor que la acompaña se seca sus lágrimas. Empiezo a ver borroso. Siento que me duermo, puede que lo haya hecho un instante, pero vuelvo a abrir los ojos. La niña también comienza a llorar. Vuelvo a sumirme en un sueño, esta vez es más profundo. Siento paz, la paz que nunca pensé que lograría en un momento así. Siempre me atormentó pensar en el último suspiro, pero ahora me siento bien.
¿Qué le pasa? pregunta la niña.
Ha llegado su hora, cariño.
―¡No quiero que se muera el delfín! grita sollozando.

Vicente Ortiz Guardado.
28-11-15

30 de octubre de 2015

La madre loba.

La camada de tímidos lobeznos salió a descubrir el mundo que les rodeaba. Ajenos a lo que les había tocado vivir a sus progenitores, no tardaron en entregarse al juego sobre la manta de hojas que cubría el húmedo suelo otoñal.

Cuatro largos años habían tardado, batida tras batida, en acabar con aquellos miserables animales. Santiago, el famoso cazador que había llegado de las montañas del norte contratado como una auténtica estrella en la extinción de lobos, estaba satisfecho. Ganaría un buen pellizco y además, había ayudado a la comunidad exterminando al último lobo sobre la tierra. Se le había resistido, pero después de varios días de acoso pudo abatirlo de un disparo certero. Ahí comenzó su calvario.
El respetable, a la par que alocado Gabriel, un viejo del lugar totalmente en contra de la matanza y al que todos conocían como El chamán del bosque, le advirtió cuando portaba el sangrante trofeo en el remolque de su camioneta: "acabas de vender tu alma a Satanás. Ya nada será igual, jamás descansarás y la madre loba te atormentará cada día de tu triste vida".
Santiago, lo miró con desdén, pero sus profundas ideas religiosas le hicieron sentir un pinchazo al escuchar al melenudo y arrugado personaje. Por suerte para él, no tardó en olvidar al viejo, ya que uno de los cazadores locales se le acercó entre risas para hacerle entender con un gesto, que el pobre anciano estaba loco.
Esa misma noche comenzaron las pesadillas en las que una enorme loba parda, alentada por Gabriel, le perseguía hasta devorarlo. Noche tras noche, en cuanto cerraba los ojos, las enormes fauces de la madre loba desgarraban sus entrañas. El insomnio lo llevó a la depresión y ésta sumada al consumo de alcohol, a ir perdiendo la cordura. Algunas veces creía ver los brillantes ojos de la loba centelleando en la oscuridad de su casa. Semanas después de acabar con el último lobo, apenas quedaba nada del fortachón leñador del norte que había llegado con aires de grandeza portando un fusil al hombro. Una noche tuvo un sueño revelador y aunque su estado era lamentable, no dudó en coger la camioneta y volver al sitio en el que todo empezó. 
No se extrañó al ver que Gabriel lo estaba esperando en la puerta de su cabaña. Los dos hombres no dijeron palabra alguna durante el trayecto que les condujo a través del frondoso bosque hasta el comienzo de una pequeña montaña granítica salpicada de oquedades y pequeños arbustos. Llegaron cuando la sombra ganaba la batalla a los últimos reflejos del sol. El viejo encendió una hoguera y ante la atenta mirada de Santiago, que por instantes parecía recobrar la razón, sacó algo de comida. Se sentaron al abrigo del fuego y comieron.
¿Qué tengo que hacer? se decidió a preguntar el leñador con voz temblorosa.
Ya no puedes arreglar lo que hiciste, pero puedes reconciliarte con ella dejándola que cumpla su misión. Debes ayudarla, solo así podrás descansar contestó el viejo chamán mirándole con dureza.

Unos minutos después apareció una enorme loba parda. Excepto por su delgadez, era idéntica a la de las pesadillas. En su panza se adivinaba que estaba preñada y aunque seguramente llevaba mucho tiempo sin comer, el imponente y majestuoso porte de su presencia aterrorizó a Santiago, que retrocedió unos pasos. El animal se acercó al asesino de su compañero con el hocico arrugado y mostrando sus desafiantes colmillos. Lo olfateó dando una vuelta a su alrededor y después se alejó muy lentamente. Santiago miró a Gabriel y fue cuando comprendió cuál era el sacrificio que debía hacer para alcanzar la paz, era parte de la misión de la loba. El viejo asintió tímidamente. Su rostro ya no expresaba tanta dureza, de hecho, mostraba una cálida sonrisa.

La loba empezó la ascensión por la rocosa montaña. Cuando había subido la mitad, echó un vistazo atrás, el leñador la seguía decidido. Pronto estarían en su guarida y todo acabaría.

Vicente Ortiz Guardado
30-10-15
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1805257184638

21 de mayo de 2015

La mansión Farrell.

La mansión de los Farrell seguía tal como la recordaba de pequeño; quizá un poco más grande, pero todo permanecía igual, era increíble, hasta el olor persistía impregnándolo todo con aquel perfume que creía olvidado. Los viejos, pero lujosos y bien conservados muebles seguían en su sitio, los colores de las paredes, los cuadros, la enorme biblioteca familiar, las habitaciones… Era como viajar en el tiempo y volver a revivir aquellas pesadillas de juventud.
La casualidad había hecho que tuviera que volver después de tantos años, pero ya no era el niño que entraba acompañando a Thomas Farrell, mi mejor amigo, para hacer los deberes del colegio. Él siempre se reía de mí, pero como sabía que me daba un poco de miedo su familia, entrábamos directamente a su habitación para hacer los trabajos. Luego le obligaba a acompañarme hasta la puerta para no encontrarme a solas con sus padres. Me daban auténtico pavor aquellas miradas perdidas o verlos deambular a oscuras por los tétricos pasillos mientras tarareaban viejas canciones.
Ahora era cuestión de trabajo y en cuanto tomara unas fotos para la tasación, saldría de aquellos horribles muros para no volver jamás. Encendí todas las luces y empecé con mi cometido como si de cualquier otra vivienda se tratara. No puede evitar sentir un escalofrío cuando entré en el cuarto donde todo ocurrió. Según hacía las fotos, algo despertó en mi interior una curiosidad casi morbosa, como si una voz me animara a hacerlo. No dudé a la hora de escudriñar cada rincón del enorme armario macizo de madera y abrir uno a uno cada cajón de la cómoda y la mesilla. Nada me llamó especialmente la atención, realmente solo había ropa y juguetes. Me habría hecho ilusión encontrar algún cuaderno o libro con apuntes de su puño y letra. Decepcionado, me senté en el borde de la cama en la que tantas veces había saltado jugado con Thomas a intentar tocar la llamativa viga de madera que atravesaba el techo de la habitación. Fue entonces cuando la coraza que había creado durante años se destrozó. En unos segundos afloraron viejos recuerdos que creía enterrados y alcé la vista para plantarla en esa viga, la misma que había servido para realizar aquella estúpida ceremonia diabólica en la que mi amigo había perdido la vida a manos de sus propios padres.  


Tres golpes secos que llegaban de la planta baja, me sacaron de mis cavilaciones y de un respingo me levanté de la cama. Seguramente alguien del banco o el propio dueño, ese excéntrico que seguía manteniendo aquel viejo caserón tal como era en los sesenta, había llegado. Al salir de la habitación y adentrarme en el espacioso pasillo que llevaba a la escalera, volví a sentir un escalofrío y otro maldito recuerdo apareció tan fresco como si lo estuviera viendo. En una entrevista televisada, los padres de Thomas, pocos días antes de ser ejecutados en la silla eléctrica, afirmaban que unas voces les habían dicho que lo hicieran. Malditos locos susurré mientras bajaba.
Hola, Andy dijo el hombre tras abrir la puerta.
Hacía años que nadie me llamaba así, de hecho, solamente Thomas y Many, el hijo de la cocinera, solían hacerlo.
Buenas tardes contesté intrigado, ya he terminado el trabajo y me iba ahora mismo. En cuanto esté todo listo le llamarán de la oficina.
―¿Es que no te acuerdas de mí? preguntó sonriente mientras me ofrecía su mano. La verdad es que han pasado muchos años, Andrew, pero en cuanto te he visto, te he reconocido.
No supe qué contestar en ese momento, pensé en Many, pero sus rasgos latinos no encajaban con los del hombre que me examinaba. Miré fijamente a sus ojos y fue como si me susurraran:
Las voces insistieron y no pude hacer otra cosa para librarme de ellas. Mis padres tuvieron que mentir y cargaron con ello, ¿ves como no eran tan malos?

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Vicente Ortiz Guardado
Mayo 2015
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010554



9 de marzo de 2015

Comentarios del relato "La carretera".

En el programa de radio, "Elena en el País de los horrores", Margari Torrealba comenta en su sección, "El club de los marineros muertos", el relato escrito por Vicente Ortiz, "La carretera".
Emitido el jueves 05-13-15



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5 de marzo de 2015

Cuaderno de bitácora.

23-05-1929 en algún lugar del Antártico.
Día ochenta y siete. Unas horas antes del amanecer.
Todo sigue en calma, el barco no se mueve, nada funciona y excepto por un suceso que detallaré, podría volver a escribir lo mismo que llevo escribiendo en mi cuaderno de bitácora desde hace varias semanas.
Si bien es cierto que lo sospechaba, ayer, justo antes del anochecer, pude ver con mis propios ojos tierra firme no muy lejos de donde mi barco sigue varado. La espesa niebla que me acompaña desde que desapareció toda la tripulación, se esfumó de forma extraña durante unos minutos. Salí a cubierta y frente a mí se abrió un pasillo que dejaba ver el hielo que me rodea. Al fondo, pude divisar claramente algo similar a una formación rocosa cubierta de hielo, puede que se trate de una isla. Minutos después la niebla volvió a cubrirlo todo.
He pasado casi toda la noche pensando qué hacer, pero desde que me encuentro sola, el miedo a lo desconocido me tiene paralizada. Aún me queda comida para un par de semanas, pero tengo que hacer algo antes de volverme loca. Estaré atenta, y si el fenómeno se repite, haré una rápida exploración.
Doctora Fhatim John.
Volvió a la cama, apagó la vela y pudo quedarse dormida.

En cuanto la niebla empezó a desaparecer por segundo día consecutivo, Fhatim amarró la fina, pero pesada cuerda y bajó del barco por primera vez desde que habían partido de la Patagonia casi tres meses atrás. La belleza y a la vez la miseria de aquel lugar, la impresionó aún más desde abajo. Después de diez minutos caminando se quedó sin cuerda, pero como la isla ya estaba muy cerca, decidió tenderla sobre el suelo haciendo una especie de círculo que le sería más fácil localizar para el regreso.
Cuánto echaba de menos la brújula que Robert, su padre, le había regalado el día que partieron. Por desgracia, desde que misteriosamente una noche desapareció toda la tripulación sin dejar rastro, todos los aparatos, incluidos los del barco, habían dejado de funcionar. En un arrebato de furia había lanzado su brújula al vacío después de llevar varios días sin que la aguja se moviera.
Cuando estaba a poco menos de trescientos metros del primer montículo helado, una ligera niebla empezó a bañar lo que unos instantes antes había sido claridad. Miró atrás, aún veía la cuerda, pero debería caminar en línea recta para volver a encontrarla. Siguió caminando y pronto comenzó la ascensión. Respiró fatigada. Diez o doce metros después, ante ella se extendía una llanura solamente rota por algún ligero desnivel. Se adentró unos metros más, pero era inútil continuar, la niebla ya lo inundaba casi todo. Decidió dar media vuelta, porque además, pronto anochecería.
Con mucho cuidado, comenzó a caminar sin saber dónde pisaba. Era como ir con los ojos cerrados. Al empezar el descenso supo que le quedaban un par de minutos hasta llegar a la cuerda, puede que tres, ya que iba más despacio que cuando llegó. Era consciente de que si se desviaba, prácticamente sería imposible llegar al refugio que le proporcionaba el barco. Al raso no aguantaría una noche.