Londres 28 de enero de 1.897
Querido tío Henry, hace
meses que no sabéis nada de mí y voy a intentar resumir cómo ha sido este
tiempo sin vosotros.
Quisiera decirte que
Londres es un sitio idílico donde continuar mi aprendizaje, pero estoy sumido
en una gran depresión de la que difícilmente podré recuperarme algún día.
Tú y la tía Bridget sois
como unos padres para mí y habéis sacrificado vuestro bienestar para que yo me
convierta algún día en médico. No sé si merezco tal cosa.
Londres es un infierno.
En cuanto cae la noche, una espesa niebla cae sobre sus calles como un pesado telón,
es entonces, a la hora de las sombras, cuando personajes de distinta índole
aparecen de la nada y se hacen con el control de la ciudad. He podido ver con
mis propios ojos cómo un policía miraba para otro lado cuando un chiquillo de
apenas ocho años era embestido por un coche tirado por caballos. En cualquier
siniestro callejón, por un simple reloj de bolsillo un hombre puede ser
degollado sin piedad. Es fácil que en el trayecto que hay desde la
facultad hasta este pequeño cuarto donde escribo bajo la pobre luz de una vela,
más de diez mujeres de diferentes edades intenten venderme su cuerpo por unos
chelines. Dios se apiade de ellas. Como imaginarás, hago con que no escucho sus
obscenos comentarios y sigo caminando en silencio. Prefiero darle un chelín a
cualquiera de los muchos vagabundos que deambulan sucios y enfermos por las
calles de esta lúgubre ciudad.
En mi primera carta os
dije que mi habitación era cómoda, pero nada más lejos de la realidad. Intento
no morir de frío cada noche en la estancia más pequeña y sucia de la casa,
donde un armario sin puertas, una mesita de madera con un taburete y una
pequeña y vieja cama son todo el mobiliario. La comida no es mucho mejor,
incluso el señor Goodman me ha insinuado que si quiero comer carne haga como el
resto de sus distinguidos huéspedes y robe una gallina de vez en cuando en el
mercado.
Qué te voy a contar de la
facultad… los profesores solo se dirigen a los alumnos de familias importantes,
y estos, con sus elegantes trajes me miran por encima del hombro sintiéndose
superiores. Pero eso no me importa. Como tú y la tía me enseñasteis, estoy
siendo muy trabajador y gracias a mi empeño tengo buenas notas. Para relajarme, me refugio en la biblioteca cada tarde y me sumerjo leyendo a los clásicos durante
horas. También leo viejos tratados sobre medicina que me están viniendo bien.
Lo peor viene por la
noche. La soledad de mi oscura habitación me está consumiendo. Apenas duermo
por los ruidos y el frío. Paralizado sobre mi cama, escucho voces en la calle y
temo que algún día alguien trepe para robarme o descuartizarme.
Lo siento tío Henry, en
cuanto pueda continúo la carta.
Londres 17 de mayo 1.897 (Continuación).
Soy un miserable. A pesar
de haber recibido tus cartas, no he tenido ganas ni valor para escribirte. He
llorado mucho la muerte de tía Bridget. Solo el Señor sabe lo mucho que la
quería, pero sabíamos que ese día llegaría, aunque siempre he albergado la idea
de que podría estar a su lado para despedirme. Lo siento. Siento que os he
fallado y que jamás podré compensarte por todo lo que habéis hecho por mí. No
merezco que sigas enviando dinero para mis gastos, ni siquiera merezco
permanecer en tu recuerdo. Ahora soy una persona distinta, ya no me conoces tío
Henry. Esta despreciable ciudad, sumida en los vicios más pecaminosos ha podido
atraparme con sus garras, y lo peor de todo, es que en cierto modo soy feliz.
No sufro cuando cada
noche aparecen los monstruos que intentan despedazarme en mi lecho. No les tengo
miedo. Ni siquiera a esos ruidos desgarradores que emiten al acercarse a mí.
Algunas veces, antes del alba, me levanto de la cama y veo a través de mi ventana a los espectros de la noche que, como una nebulosa salen de las casas y emergen
para desaparecer en el aire antes de que el sol los destroce con sus primeros
rayos. Algunos me observan desafiantes, pero al no encontrar miedo en mi
mirada, siguen su ascenso a quién sabe dónde.
Tío, no llores por mí,
soy más fuerte de lo que creía. Los obstáculos que esta maldita
ciudad me ha ido poniendo desde que llegué me han curtido y han hecho de mí a
una persona diferente, ahora los veo como un juego de niños.
Mientras tenga acceso al opio de la facultad, no habrá criatura diabólica que pueda contra el láudano que yo mismo elaboro.
Mientras tenga acceso al opio de la facultad, no habrá criatura diabólica que pueda contra el láudano que yo mismo elaboro.