Llevaban preparando la
broma desde que uno de los chicos escuchó la leyenda urbana de la chica de la
curva en un programa de radio nocturno, y aunque hacía un poco de frío para
semejante atuendo, merecía la pena sufrir para pasar un buen rato.
La joven se había
maquillado la cara de blanco y había exagerado unas oscuras ojeras con el mismo
color que se había pintado los labios. El vestido blanco lo había comprado el
artífice de la idea en una tienda de segunda mano y también se había encargado
de llevar el coche. El más joven de los tres grabaría la escena que luego
subirían a la red.
Abandonaron la estrecha
carretera para adentrarse unos metros en el camino elegido días atrás. La noche
era desapacible, de no ser por la linterna que llevaban, la oscuridad era casi
absoluta. Avanzaron en fila india por la cuneta unos doscientos metros hasta
llegar a las curvas donde llevarían a cabo la hazaña.
Cámara en mano, el más
joven subió a un árbol para grabarlo todo. El otro acompañó a la chica hasta
que a lo lejos vieron aparecer dos luces, entonces ella se descalzó, él cogió
los zapatos y se escondió tras unos matorrales. Algo nervioso, animó a la chica
para que actuara como habían ensayado.
Tras acabar la jornada de
trabajo, una mujer de mediana edad conducía cada noche por aquella peligrosa
carretera. Empezaba a estar harta, además, casi todas las noches cuando llegaba
a casa, su hija ya estaba durmiendo.
A lo lejos, algo llamó su atención. Algo blanco. A pesar de no ir muy deprisa, redujo la velocidad.
Estaba agotada y aunque le picaban los ojos por el esfuerzo de conducir de
noche por una carretera tan oscura y sin señalizar, claramente identificó a una
persona. A menos de cien metros supo con certeza que era una mujer, puede que
una jovencita. Redujo un poco más. Le aterraba parar en aquel sitio de escaso
tráfico sin nada de iluminación.
La chica de la cuneta
inclinó su cabeza hacia un lado mientras entreabría la boca y estiraba los brazos
en una postura poco natural. Cuando el coche estaba a pocos metros de ella y su
velocidad era cada vez más lenta dio dos pasos colocándose en mitad de la
carretera. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos, los mismos que tardó
la conductora en esquivarla mientras pasaba a su lado y aceleraba para perderse
en la oscuridad de la noche.
El chico que permanecía
en el árbol pudo grabar la escena completa; la mujer perdió el control en la
segunda curva y cayó por un terraplén. Rápidamente bajó del árbol y aunque sus
amigos no la habían visto salirse de la carretera, habían escuchado claramente
el estruendo.
A ninguno de ellos se le
pasó por la cabeza socorrer a la accidentada cuando emprendieron la carrera,
sólo querían llegar al coche cuanto antes y desaparecer de allí.
La joven se sentó en el
asiento trasero. Al acomodarse para cambiarse de ropa fue cuando se dio cuenta
que aún estaba descalza. Metió el vestido en una bolsa y pidió sus zapatos. Su
compañero no estaba menos nervioso, los sujetaba en silencio con la mirada
perdida. Puso en marcha el coche y sin decir nada los tiró sobre los asientos traseros. Mientras recorrían el camino que daba acceso a la carretera, la chica
encendió la linterna y con la ayuda de un pequeño espejo y unas toallitas empezó
a desmaquillarse.
Cuando pasaron por la
zona donde había tenido lugar el siniestro, redujeron considerablemente la
velocidad, pero sin llegar a parar.
―Aquí fue donde me maté ―dijo la chica con voz tenebrosa
apagando la linterna.
Los compañeros de los
asientos delanteros se miraron de reojo. Ninguno dijo nada. El conductor
intentó verla a través del espejo del coche, pero la falta de claridad se lo
hizo imposible. Ella se dio cuenta y empezó a reírse.
―No tiene gracia ―dijo el más joven.
―¡Frena, joder! ―gritó la chica poniéndose
entre los dos asientos― Hay alguien allí.
La mujer que sostenía un teléfono en la cuneta
se quedó mirando el coche que paraba a su altura.
―Hola chicos ―saludó tranquila―, he tenido un descuido y me he salido de la carretera. Ya he
llamado a mi marido para decir que estoy bien. Vivo a pocos kilómetros de aquí
y él no tiene coche, ¿me podríais llevar a casa?
―Buenas noches ―saludó el conductor intentando
mostrar tranquilidad―, no se preocupe, nosotros la
llevaremos.
La mujer abrió una de las
puertas traseras y saludó a la joven que apretaba contra sí una bolsa. Ésta se
limitó a asentir con la cabeza, y por miedo a que la reconociera apartó la
mirada.
La mujer les fue
indicando el camino sin que los jóvenes hablaran en todo el trayecto. En unos
minutos estaban entrando por su calle.
―Muchas gracias, chicos, me habéis salvado la vida. Allí está
mi marido ―dijo señalando al hombre que con rostro serio hablaba por
teléfono.
Avanzaron unos metros. El
hombre se quedó mirando el coche que se aproximaba. Pararon a su lado. Entonces
se abrió una de las puertas traseras y la joven que aún sujetaba la bolsa bajó
del coche. Se acercó al hombre y se abrazaron.
―Ha pasado algo terrible ―dijo él, después de besarle la
frente.
―Lo sé, papá.
Los chicos se miraron
aterrados, no entendían nada. El conductor echó un vistazo al asiento trasero
buscando una explicación, pero allí no había nadie.
Vicente Ortiz Guardado
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010981
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