Aún se me eriza la piel cuando pienso en aquellas noches. La parte racional de mi cerebro me dice que
fue sugestión, y como siempre he sido una persona escéptica, es a lo que me
agarro, pero esa otra parte cerebral, quizá más loca y menos encorsetada, a la
que algunos llaman emocional, me dice que viví una experiencia paranormal. Ya
sé que viniendo de mí suena a broma, yo, el incrédulo que a todo le pone objeciones o le busca una explicación racional, hablando de fenómenos anómalos en primera
persona, pero créeme, los hechos ocurrieron.
En unos días hará dos
años que hice un viaje con mis amigos Eduardo y Rafael, recorriendo buena parte
del norte del país. Como uno de ellos tiene parientes en un pequeño pueblo
montañés al que hace años que no va y está muy cerca de una de las zonas que
íbamos a visitar, nos pasamos a saludar.
Nada más llegar al pueblo
y ver a su familia, que, aunque lejana, parecían hermanos por las muestras de
afecto, sobre todo de la mujer de más edad, supe que no permitirían que nos
quedáramos en un hotel y que nos obligarían a pasar la noche allí. Finalmente
fueron dos noches. Por el día aprovechamos para visitar la zona y no causar
muchas molestias, ya que éramos tres personas más en la casa, y aunque era
enorme y en ella solamente vivían tres mujeres, no queríamos abusar de la
confianza.
Como ya he dicho, la
vivienda era un caserón tan grande como antiguo y tan solitario como
silencioso. Revestido de granito y madera parecía una casa rural de esas que
hay ahora, pero ésta, era real. Las tres mujeres eran solteras. La mayor de
las ellas, de unos sesenta años, era la madre de una y tía de la otra, pero
parecían hermanas clonadas. Las tres eran altas y delgadas, vestían de riguroso
negro y llevaban el pelo recogido. Aunque parcas en palabras, eran muy agradables, y en todo momento nos
hicieron sentir como en casa.
La primera noche, nos
fuimos a la cama poco después de cenar. No nos pareció apropiado que las tres
mujeres se fueran a dormir y sus huéspedes se quedaran por allí cotilleando,
cosa que nos vino bien, porque estábamos agotados.
Mis amigos durmieron en
la misma habitación, justo al lado de las de las dueñas. A mí me tocó una
habitación en la otra parte de la casa, entre la cocina y el comedor. La
ventana daba a un corral donde había muchas macetas, una jaula con pájaros y un
pozo.
A pesar del colchón, que
se hundía más de lo deseado y del somier metálico que crujía cada vez que me
movía, no tardé en quedarme dormido. No habrían pasado más de dos horas, cuando
un sonido tras la puerta me despertó. Sin moverme, permanecí atento por si
volvía a escuchar algo, ya que empecé a dudar si habría sido un sueño. Mi duda
quedó aclarada cuando volví a oír una especie de lloriqueo, como el lamento de
alguien que está sufriendo, pero sin hacer excesivo ruido. Luego paró. Tras un
rato de tranquilidad, me senté sobre la cama preocupado por si había pasado
algo. La cama chirrió rompiendo el silencio sepulcral del lugar y fue como si
pusiera en alerta a la persona que había al otro lado de la pesada puerta de
madera. Caminé mientras escuchaba unos pasos que se alejaban y cuando abrí la
puerta, allí ya no había nadie. Lo primero que me vino a la cabeza, es que mis
amigos habrían querido gastarme una broma, pero después de llevar un buen rato
tumbado sobre la cama sin poder dormir, a pesar del paradisíaco silencio de
aquella casa, empecé a dudar si habría sido alguna de las mujeres. Posiblemente
al levantarme de la cama, se asustó o no quiso encontrarse a solas conmigo y
fue cuando escuché los pasos apresurados que se perdían por el oscuro y frío
pasillo.
Al día siguiente todo transcurrió como habíamos planeado. Nos levantamos temprano y nos fuimos a recorrer otra comarca cercana. En todo el día no pude quitarme de la cabeza lo que había pasado, pero no lo comenté con mis amigos porque no quería ser el blanco de bromas estúpidas.
Llegamos a casa cuando ya
se estaba poniendo la mesa. Rosalía, la que parecía más joven, me miró
profundamente mientras nos sentábamos en las sillas. Le sostuve la mirada un
buen rato sin decir nada. Su cara expresaba ternura y en ningún momento me
sentí incómodo por cómo me miraba, al contrario, me gustó. Hasta ese momento no
me había dado cuenta de lo joven y atractiva que era. Luego me sonrió y en
silencio se fue a la cocina a terminar de preparar la cena. No volvió a mirarme
en toda la noche. Estaba claro que era una persona muy tímida −al igual que las
otras mujeres−, recatada y discreta. Posiblemente el ambiente rural y religioso
de la zona la había curtido en una educación conservadora con pudor hacia los
hombres y se sentía avergonzada por haberme mirado así.
Como en la víspera, nos
fuimos a dormir muy temprano, pero me propuse permanecer en alerta por si
volvía a suceder algo extraño. Horas después, con la casa en silencio, vencido
por el sueño, y sin saber cuánto llevaba despierto, empecé sentirme como un
idiota. Dispuesto a olvidarme de todo, decidí dormir porque necesitaba
descansar para la jornada siguiente.
Creo que estaba en ese
preámbulo mágico que hay entre el sueño y la vigilia, cuando tuve la
desagradable sensación de que alguien me observaba. Abrí los ojos. La claridad
que se colaba por la ventana me ayudó a echar un vistazo minucioso por cada
rincón de la habitación buscando quién sabe qué, eso sí, sin levantarme de la
cama, pues empecé a ponerme nervioso. Como todo estaba como debía, cerré los
ojos de nuevo, por desgracia, no tardé en volver a abrirlos. Lo que vi ante mí
me dejó sin respiración. Sólo puede distinguir algún rasgo facial y su silueta,
pero parecía una persona de avanzada edad. El corazón empezó a golpearme
secamente el pecho cuando enfoqué la mirada en el hombre que, sentado al borde de
la cama, me observaba sin moverse. De repente, recuperé la respiración como
alguien que sale del agua después de bucear. Un golpe de aire frío me sacudió
la cara y un escalofrío recorrió mi espalda haciendo que mi cuerpo
convulsionara varias veces. Quería moverme, gritar, salir de allí, desaparecer,
pero el terror me lo impedía. Solamente pude encogerme como un niño asustado y
taparme con las mantas hasta la nariz. El hombre se levantó y caminó pesadamente.
Al llegar a la altura de la ventana emitió un quejido parecido a lo que había
escuchado la noche anterior. Dándome la espalda hizo un movimiento con la
cabeza indicando al corral. Frente a la ventana permaneció estático un rato que
se me hizo interminable, luego, creo que, a modo de despido, se giró de nuevo
hacia mí mostrando una terrorífica mueca burlona. No estoy seguro si
desapareció o salió caminando por la puerta, porque el pavor que sentí aquella
noche me impide recordarlo.
Al amanecer, unos golpes
suaves en la puerta me devolvieron a la realidad. La paranoia que se había
apoderado de mí se esfumó al descubrir que era Rosalía. Se acercó a la cama con
el rostro sereno y una tímida sonrisa. Me alegró su visita, aunque en otra
situación habría sido diferente. Sin decir nada me tomó la mano invitándome a
levantarme. Me dejé llevar de su cálido tacto y caminamos hasta el corral.
Hacía frío, pero estaba a gusto a su lado. Me soltó cuando llegamos a la altura
del pozo. Se inclinó mirando las gélidas y oscuras aguas.
−Sé que tú también lo has
visto –dijo convencida volviéndose hacia mí−, lo sé.
Era la primera vez que me
hablaba directamente y tanto me sorprendió su afirmación que no supe
contestarle. Me acerqué a ella y le tomé la mano, que ya estaba tan fría como
la mañana.
Ellas no me creen –dijo
con tristeza mientras me soltaba y se alejaba lentamente−, me ignoran y piensan
que estoy loca, pero es lo que estoy pagando por acabar con él.
Pensativo, me asomé al pozo
intentando encontrar una explicación. El reflejo ondulante de mi cara me
devolvió la mirada, pero ninguna respuesta. Pensé mil cosas en aquel instante y
todas sin sentido. No sé dónde fue Rosalía, pero no la volví a ver. Tampoco me
atreví a preguntar por ella cuando nos despedimos de su familia.
Ya en el coche,
dispuestos a recorrer los últimos parajes de nuestras vacaciones, Rafael nos
dijo que prestáramos atención.
−Lo que os voy a contar,
ahora que ya hemos salido del pueblo, es una especie de secreto familiar que
quiero que sepáis –dijo muy serio−. No os lo he dicho antes, porque no habríais
estado a gusto en casa de mi tía.
Eduardo y yo nos miramos
intrigados mientras nuestro amigo apagaba la radio y con la voz quebrada
proseguía.
−Hace quince o veinte
años, no estoy seguro exactamente cuándo ocurrió, mi tía Carmen fue brutalmente
violada por un vecino del pueblo. Pocos años después, el malnacido salió de la
cárcel y se dedicó a acosarla cada vez que tenía ocasión. De no ser por su hija
Rosalía y su sobrina, que se fueron a vivir con ella, se habría vuelto loca.
−¡Qué hijo de puta!
–exclamé horrorizado.
−Un día –prosiguió
después de masajearse la frente intentando ordenar las ideas−, su hija entró en
casa y lo sorprendió en el corral matando a todos los pájaros de la jaula.
Había saltado el muro exterior, que da a un pequeño huerto, no sabemos con qué
intención, pero no creo que se tomara tantas molestias para matar a unos
pájaros. Rosalía no se lo pensó. Agarró la escopeta que había pertenecido a su
padre y antes de que pudiera escapar le reventó la cabeza. Después la familia
decidió tirarlo al pozo y guardar el secreto. Rosalía jamás se recuperó de
aquello, demasiado peso sobre su conciencia. Poco después desapareció y no
volvieron a saber de ella hasta que hicieron la obra.
−¿Qué obra? –le interrumpí intrigado pensando en ella.
−Hace no mucho tiempo
–tragó saliva y cogió aire antes de proseguir−, mi tía decidió hacer obras en
el corral. Cuando drenaron el pozo para sacar los restos del violador, también
encontraron a su hija.
Vicente Ortiz
26-09-17
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010479
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