2 de febrero de 2018

Insectos

 Incluso antes de que cayeran las comunicaciones, la desesperada situación entre los supervivientes que intentaban encontrar alimentos y sitios seguros, se estaba traduciendo en continuos altercados violentos. Eso me provocaba aún más pavor que los diabólicos insectos, pero quién soy yo para juzgarlos, se trataba de sobrevivir y por eso salía de casa en contadas ocasiones para pertrecharme de lo estrictamente necesario y dosificar los víveres durante el mayor tiempo posible.
Comencé el día de mi nueva vida después de una noche en la que había pasado más tiempo despierto que dormido. Mi cuerpo era ya una enorme roncha que desfigura toda forma anterior a la llegada de los insectos. Cada mañana al despertar, me dedicaba a matar y barrer los bichos que se habían colado en casa, quién sabe por dónde, pero esa mañana fue diferente. Maté a los que me molestaron, pero se quedaron en el suelo.
Con la mochila preparada, mi inseparable raqueta y el estrambótico traje de protección de abejas que había reforzado de forma artesanal, salí a la calle sin tener muy claro el rumbo a seguir. En un principio me había planteado intentar subir a la montaña, que aún conservaba nieve. Albergaba la esperanza de que allí no hubiera ningún insecto, pero, aunque así hubiese sido, de nada me habría servido no morir por el veneno de sus picaduras si iba a morir de hambre o frío, así que, cogí buen ritmo y me dirigí a la salida oeste.
En poco más de una hora de caminata, dejé atrás la ciudad en la que había pasado toda la vida. Allí ya no había familia, ni amigos, ni siquiera buenos recuerdos, incluso dejé a Phillips, mi apellido y por quién era conocido. Hacía mucho tiempo que no lo escuchaba pronunciar por nadie. Lo único que quería, era alejarme del horror, quizá para adentrarme en otro, pero tenía que intentarlo.
El camino no fue sencillo. Con la raqueta fui matando y espantando bichos todo el tiempo, pero mis fatigados brazos me dolían y pesaban por la sobrecarga. En algunos tramos tuve que subir montículos de bichos muertos que se habían ido amontonando en mitad de la carretera formando espectaculares barricadas. El olor era vomitivo y el sonido al pisar esa masa crujiente y viscosa en descomposición, era repugnante. Mis pies se adherían a un suelo que me agarraba, y cada paso era más penoso que el anterior. Mi cerebro empezó a jugarme malas pasadas, y por el agotamiento y la inhalación de los restos podridos, en algún momento llegué a creer que mis botas hacían una especie de efecto ventosa y se atrapaban en la masa, sacando los pies descalzos. Por suerte no ocurrió, aunque sí caí en un par de ocasiones embadurnándome casi todo el traje.