Incluso
antes de que cayeran las comunicaciones, la desesperada situación entre los
supervivientes que intentaban encontrar alimentos y sitios seguros, se estaba
traduciendo en continuos altercados violentos. Eso me provocaba aún más pavor
que los diabólicos insectos, pero quién soy yo para juzgarlos, se trataba de
sobrevivir y por eso salía de casa en contadas ocasiones para pertrecharme de
lo estrictamente necesario y dosificar los víveres durante el mayor tiempo
posible.
Comencé
el día de mi nueva vida después de una noche en la que había pasado más tiempo
despierto que dormido. Mi cuerpo era ya una enorme roncha que desfigura toda
forma anterior a la llegada de los insectos. Cada mañana al despertar, me dedicaba
a matar y barrer los bichos que se habían colado en casa, quién sabe por dónde,
pero esa mañana fue diferente. Maté a los que me molestaron, pero se quedaron
en el suelo.
Con
la mochila preparada, mi inseparable raqueta y el estrambótico traje de
protección de abejas que había reforzado de forma artesanal, salí a la calle
sin tener muy claro el rumbo a seguir. En un principio me había planteado
intentar subir a la montaña, que aún conservaba nieve. Albergaba la esperanza
de que allí no hubiera ningún insecto, pero, aunque así hubiese sido, de nada
me habría servido no morir por el veneno de sus picaduras si iba a morir de
hambre o frío, así que, cogí buen ritmo y me dirigí a la salida oeste.
En
poco más de una hora de caminata, dejé atrás la ciudad en la que había pasado
toda la vida. Allí ya no había familia, ni amigos, ni siquiera buenos recuerdos,
incluso dejé a Phillips, mi apellido y por quién era conocido. Hacía mucho
tiempo que no lo escuchaba pronunciar por nadie. Lo único que quería, era
alejarme del horror, quizá para adentrarme en otro, pero tenía que intentarlo.
El
camino no fue sencillo. Con la raqueta fui matando y espantando bichos todo el
tiempo, pero mis fatigados brazos me dolían y pesaban por la sobrecarga. En
algunos tramos tuve que subir montículos de bichos muertos que se habían ido
amontonando en mitad de la carretera formando espectaculares barricadas. El
olor era vomitivo y el sonido al pisar esa masa crujiente y viscosa en
descomposición, era repugnante. Mis pies se adherían a un suelo que me agarraba,
y cada paso era más penoso que el anterior. Mi cerebro empezó a jugarme malas
pasadas, y por el agotamiento y la inhalación de los restos podridos, en algún momento
llegué a creer que mis botas hacían una especie de efecto ventosa y se
atrapaban en la masa, sacando los pies descalzos. Por suerte no ocurrió, aunque
sí caí en un par de ocasiones embadurnándome casi todo el traje.