26 de septiembre de 2017

Rosalía

Aún se me eriza la piel cuando pienso en aquellas noches. La parte racional de mi cerebro me dice que fue sugestión, y como siempre he sido una persona escéptica, es a lo que me agarro, pero esa otra parte cerebral, quizá más loca y menos encorsetada, a la que algunos llaman emocional, me dice que viví una experiencia paranormal. Ya sé que viniendo de mí suena a broma, yo, el incrédulo que a todo le pone objeciones o le busca una explicación racional, hablando de fenómenos anómalos en primera persona, pero créeme, los hechos ocurrieron.
En unos días hará dos años que hice un viaje con mis amigos Eduardo y Rafael, recorriendo buena parte del norte del país. Como uno de ellos tiene parientes en un pequeño pueblo montañés al que hace años que no va y está muy cerca de una de las zonas que íbamos a visitar, nos pasamos a saludar.
Nada más llegar al pueblo y ver a su familia, que, aunque lejana, parecían hermanos por las muestras de afecto, sobre todo de la mujer de más edad, supe que no permitirían que nos quedáramos en un hotel y que nos obligarían a pasar la noche allí. Finalmente fueron dos noches. Por el día aprovechamos para visitar la zona y no causar muchas molestias, ya que éramos tres personas más en la casa, y aunque era enorme y en ella solamente vivían tres mujeres, no queríamos abusar de la confianza.
Como ya he dicho, la vivienda era un caserón tan grande como antiguo y tan solitario como silencioso. Revestido de granito y madera parecía una casa rural de esas que hay ahora, pero ésta, era real. Las tres mujeres eran solteras. La mayor de las ellas, de unos sesenta años, era la madre de una y tía de la otra, pero parecían hermanas clonadas. Las tres eran altas y delgadas, vestían de riguroso negro y llevaban el pelo recogido. Aunque parcas en palabras, eran muy agradables, y en todo momento nos hicieron sentir como en casa.
La primera noche, nos fuimos a la cama poco después de cenar. No nos pareció apropiado que las tres mujeres se fueran a dormir y sus huéspedes se quedaran por allí cotilleando, cosa que nos vino bien, porque estábamos agotados.
Mis amigos durmieron en la misma habitación, justo al lado de las de las dueñas. A mí me tocó una habitación en la otra parte de la casa, entre la cocina y el comedor. La ventana daba a un corral donde había muchas macetas, una jaula con pájaros y un pozo.
A pesar del colchón, que se hundía más de lo deseado y del somier metálico que crujía cada vez que me movía, no tardé en quedarme dormido. No habrían pasado más de dos horas, cuando un sonido tras la puerta me despertó. Sin moverme, permanecí atento por si volvía a escuchar algo, ya que empecé a dudar si habría sido un sueño. Mi duda quedó aclarada cuando volví a oír una especie de lloriqueo, como el lamento de alguien que está sufriendo, pero sin hacer excesivo ruido. Luego paró. Tras un rato de tranquilidad, me senté sobre la cama preocupado por si había pasado algo. La cama chirrió rompiendo el silencio sepulcral del lugar y fue como si pusiera en alerta a la persona que había al otro lado de la pesada puerta de madera. Caminé mientras escuchaba unos pasos que se alejaban y cuando abrí la puerta, allí ya no había nadie. Lo primero que me vino a la cabeza, es que mis amigos habrían querido gastarme una broma, pero después de llevar un buen rato tumbado sobre la cama sin poder dormir, a pesar del paradisíaco silencio de aquella casa, empecé a dudar si habría sido alguna de las mujeres. Posiblemente al levantarme de la cama, se asustó o no quiso encontrarse a solas conmigo y fue cuando escuché los pasos apresurados que se perdían por el oscuro y frío pasillo.