2 de marzo de 2020

La moradora del Castillo de Trevejo.


Animó al perezoso alazán antes de la llegada del alba, pues quería terminar cuanto antes con el delicado asunto que le había llevado hasta aquellas remotas serranías plagadas de oscurantismo y supersticiones con las que los aprensivos aldeanos habían aprendido a convivir, pero que con el paso del tiempo estaban tomando un cariz preocupante en torno a los temerosos hombres de Dios que, por mediación del obispo de Coria, habían reclamado ayuda al propio Rey.
        Por los datos que posee el Consejo Nocturno, históricamente la comarca había sabido sobreponerse a diversos enfrentamientos desde la época en que Fernando II expulsara a los musulmanes, y después, Alfonso VII de León conquistara la antigua fortaleza donde se erigiría el Castillo de Trevejo que, como moneda de cambio, fue pasado de mano en mano entre distintas órdenes religiosas y familias pudientes. También constan documentos en los que, de forma preocupante, se abordaron frustradas represiones contra los díscolos focos de herejes en toda la Sierra de Gata, que ni los públicos autos de fe a manos de la Inquisición, donde se condenaron a muchos de sus vecinos, lograron frenar la indisciplina. Podría decirse que más bien todo lo contrario, pues era evidente que, a lo largo de las convulsas generaciones, había ido germinando un residuo esotérico que se reflejaba en los casos de encubrimiento o tolerancia a las prácticas de brujería y, por el contrario, también denuncias entre vecinos que, por viejas rencillas, habían aprovechado el crispado escenario, acusando a sus adversarios de realizar siniestros sacrilegios.
        En las continuas y desesperadas misivas que habían interceptado, denunciaban a Don Paulino, un cura bajo sospecha, que había reusado presentarse ante el Obispo de la Diócesis para declarar. Se decía que el religioso era otro de los sectarios influidos por una arcana familia descendiente de falsos conversos que seguía abrazando en secreto ciertas ramificaciones transfiguradas de las doctrinas de Mahoma y Moisés, solapándolas en una suerte de fervor siniestro dirigido en las sombras por demonios con apariencia humana. Pecado, diablo y tentación, eran las palabras que más se repetían en las epístolas.
        Aunque el Consejo Nocturno no actuaba en casos de miedo colectivo e irracional en comunidades aisladas, ya que la fuente del problema solía estar en los propios religiosos que, durante siglos, habían atemorizado a sus fieles, manipulándolos para que fueran sumisos mientras ellos se aseguraban el poder y conservaban sus privilegios, habían enviado a Rodrigo para aclarar el asunto, ya que en este caso, los integrantes del clero de la zona eran quienes se habían contagiado de un absurdo pavor alimentado de sus propias creencias y leyendas.
        No había dormido tranquilo escuchando los desesperados graznidos de las aves nocturnas y a la multitud de pequeños animales merodeando nerviosos por su presencia. Por suerte, había sobrevivido una noche más a los lobos que, presionados por los trashumantes y sus enormes perros pastor, se habían retirado hasta los dominios fronterizos del reino de Portugal.
        Como la fría madrugada había congelado algunos charcos y riachuelos que serpenteaban la compleja orografía, y se había formado una baja capa de niebla, decidió prudentemente ir a pie hasta que pudiera cabalgar seguro sobre el irregular terreno húmedo cubierto por una manta de hojas heladas que crujían al ritmo de su tránsito, y que ocultaba trampas formadas por retorcidas raíces embarradas, afiladas pizarras erosionadas y restos de ramas rotas.
        Bien avanzada la mañana, apareció el esperado sol invernal penetrando tímido entre las ramas de los enormes árboles que atestaban las montañas. Ya a lomos del caballo, tropezó con una estrecha vereda, que le llevó hasta un cruce de caminos decorado con varios túmulos en los que destacaban alargadas piedras verticales cubiertas de musgo y también podridos crucifijos fabricados toscamente en madera. Se estremeció al pensar que allí reposaban los restos de infieles y suicidas a los que habían negado un enterramiento en tierra consagrada.
        Después de comer, se topó con un grupo de lugareños que regresaba a casa caminando junto a un generoso riachuelo que discurría ruidoso por el valle. De aspecto asustadizo y parco en palabras, uno de los hombres jóvenes, delgado como un sable, le indicó que ya estaba cerca de la iglesia de San Juan el Bautista, a la cual debería llegar abandonando el camino en el siguiente cruce. La única mujer del grupo, una anciana vestida de negro con el rostro surcado por los años, que sujetaba con una mano algo parecido a un barreño lleno de ropa sobre su cabeza, con voz temblorosa y sin levantar la vista, le advirtió que se pusiera a cobijo antes de la puesta de sol, pues el mal caía como una sombra sobre los incautos que se adentraban en aquellas montañas. Dicho esto, se santiguó con la mano libre, y sin contestar al agradecimiento de Rodrigo, continuó su paso junto al grupo.

Al comenzar la ascensión por el camino indicado, pudo distinguir enseguida, posiblemente a menos de una legua, la majestuosa silueta del Castillo de Trevejo en una de las cumbres. Según sus mapas y anotaciones, la iglesia de San Juan el Bautista estaba al lado, entre el propio castillo y la aldea, aunque ligeramente ladera abajo por el otro lado de la montaña. Cuando culminó la ascensión había bajado bastante la temperatura y ya estaba oscureciendo, así que, sin perder tiempo en explorar el castillo, rodeó la maltrecha muralla para dirigirse cuanto antes a la iglesia, donde debía estar Don Paulino para informarle y alojarle.
        La iglesia era un sencillo templo rectangular bastante menos ostentoso que el castillo. Como la puerta principal estaba atrancada, llamó varias veces, pero no obtuvo más respuesta que el burlesco ladrido de un escuálido perro, que corría asustado hacia la población. Tras sortear unas antiguas tumbas excavadas en la roca, se arrastró hasta la pequeña aldea de Trevejo, que se conformaba de unas veinte modestas viviendas de piedra, para preguntar en alguna de las que se apreciaba la luminosidad del fuego que seguramente calentaba el interior. Después de llamar a la primera, oyó unos pasos y el ruido seco de un cerrojo que corría tras la puerta, pero nadie contestó. Probó en otra con igual suerte. En la tercera tampoco abrió nadie, aunque antes de que un hombre acompañado de un niño cerrara la contraventana, pudo advertir el pánico reflejado en sus caras.
        Tiritando de frío y apesadumbrado por haber asustado a aquella gente acostumbrada al equilibrio monótono en que estaban instaladas, volvió sobre sus pasos en dirección a la iglesia. La oscuridad ya era absoluta. Antes de llegar, distinguió el ondulante resplandor de una vela que se agitaba con el viento. La portadora parecía una mujer que se alejaba presurosa hacia el castillo envuelta en un largo manto. Por temor a asustarla, se detuvo en seco hasta confirmar que la luz se perdía en la distancia. Acto seguido, caminó con sigilo hasta la iglesia. La puerta estaba abierta y la entrada tenuemente iluminada por una vela que prendía a un lado, pero más allá de unos pasos, todo era oscuridad. Alertó anunciando su llegada con un saludo mientras caminaba entre los bancos. No tardó en contestar una desgastada voz masculina con algo parecido a un lamento. Cuando de entre las sombras del fondo surgió la figura de un anciano desnudo que caminaba pesadamente, Rodrigo retrocedió asustado hasta la esquina tras la puerta. Las ciclópeas ojeras moradas del hombre, destacaban en su cara pálida y mortecina de copiosa barba blanca descuidada. Esquelético, de espalda contrahecha y piel marchita, avanzaba con la mirada perdida y la respiración forzada. Sin reparar en la presencia de Rodrigo, cruzó la puerta dando torpes pasos que le llevaron con sus pies descalzos a lo más profundo y oscuro de la noche.
        En ningún momento se vio amenazado, ya que sólo había visto a un viejo decrépito mostrando su insultante desnudez, pero el sinsentido de la escena y la lobreguez del lugar, lo impresionaron tanto como él lo acababa de hacer con aquellas personas que les habían negado la entrada a sus casas.
        Después de unos instantes de vacilación, cerró la puerta de la iglesia y, desechando la idea de salir a buscar las mantas que transportaba en su caballo, se acurrucó en un gélido y húmedo rincón. Unas horas después, y sin haber cambiado de posición, pudo quedarse dormido.


El nuevo día lo recibió con el áspero chirrido que produjo la puerta al abrirse bruscamente. Antes de incorporarse aturdido, el cegador torrente de luz que penetró insolente, ya se había tragado la oscuridad de la iglesia. Mientras la borrosa figura de un visitante que se descubría con una mano y, a modo de saludo afectuoso posaba la otra en el hombro del desconcertado Rodrigo, que intentando enfocar atropellado sus cristalinos a la nube sombría que irrumpía entre el resplandor, advirtió cómo la vaporosa silueta empezaba a cobrar forma humana. Se trataba de un hombre ataviado con un grueso hábito marrón, que con voz grave se presentaba como el Padre Paulino, y pedía disculpas repetidamente por no haber estado presente para recibirle. Un escalofrío recorrió su cuerpo al descubrir que Don Paulino era el anciano desnudo de la noche anterior.
        Como si nada hubiera pasado, ninguno quiso o supo hablar sobre el insólito hecho. Durante toda la incómoda jornada, se comportaron como dos torpes actores interpretando una pobre función. Después de comer, el religioso le dijo a Rodrigo que podía alojarse en el castillo el tiempo que estimara necesario, pues la familia que lo regentaba estaba al tanto de su llegada, de hecho, ya se habían hecho cargo del caballo, el cual descansaba en las caballerizas exteriores. Cuando Don Paulino se cansó de la farsa y el parloteo de su entrevistador, con descaro hizo sonar un llamativo manojo de llaves en un claro gesto de poner fin a la charla e invitarle a salir de la iglesia.
        Tras despedirse del religioso, se encaminó hacia el castillo con una amalgama de extrañas sensaciones. La información de Don Paulino era confusa, de hecho, aunque no esquivó sus preguntas, no mencionó a ninguna suerte de grupo esotérico o grimorio iniciático, y cuando Rodrigo dejó caer la cuestión de los aquelarres nocturnos, el anciano contestó con una estridente risotada que dejó al descubierto su desolada dentadura. Luego, más sereno, declaró que la población se había envenenado durante años con las leyendas que se habían transmitido como falsos hechos históricos, pero que, según su opinión, la comarca siempre había estado llena de buenos cristianos que convivían de forma sencilla y pacífica. Su rostro solo se ensombreció al recordar la decepción que sintió cuando supo que algunos de sus hermanos le habían denunciado ante el Obispo.
        Por la eternidad, aquí yacen los restos de un demonio, rezaba en latín la desgastada inscripción de una de las losas reutilizadas que yacían desperdigadas por el irregular empedrado mientras caminaba absorto en la torre del homenaje. Antes de cruzar la entrada de la muralla que en el día anterior había rodeado, echó un vistazo atrás. Ladera abajo, todo seguía estando tan en calma, que la aldea le pareció deshabitada. Don Paulino ya era un punto que se perdía a lomos de su caballo en dirección al cercano pueblo de San Martín de Trevejo, donde dijo que tenía que asistir a un entierro.
        Saludó a un orondo hombrecillo que, desinteresado por su presencia, golpeaba una enorme barra de acero junto al generoso fuego de la fragua. Luego atravesó el pequeño patio de armas que conducía a una pasarela levadiza. Como el viento golpeaba la cima con violencia y las nubes amenazaban con descargar, aprovechó que la puerta principal estaba abierta y pasó sin esperar a ser invitado, pero se quedó a una distancia prudencial, desde la cual pudo examinar las alfombras, muebles, adornos y escudos de armas que decoraban la entrada. Ensimismado se hallaba, cuando de repente se abrió una de las cuatro puertas que se alzaban a su alrededor. De la estancia que la custodiaba, salió una bella mujer de largo pelo negro y elegante vestido del mismo color, que acentuaba su tez blanquecina y agraciados labios rojos. De mirada seductora, caminar elegante y gestos delicados, con una formalidad protocolaria le tendió la mano. Nervioso, la tomó con cortesía y se inclinó para besar sus delgados nudillos.
        ―Sea bienvenido a mi humilde residencia, Señor Rodrigo. Soy Silvana, la dueña del suelo que pisa, y que espero considere suyo durante su estancia aquí. Le esperábamos ayer ―dijo con un tono afable mientras ahuecaba las manos ante su encorsetada cintura.
        ―Muchas gracias por su hospitalidad ―acertó a balbucear nervioso al comprobar que sabía su nombre―, ayer sufrí algunos contratiempos, lamento sin con ello les he ocasionado algún trastorno.
        ―No, tranquilo, solo lo decía porque aquí la vida es muy aburrida, y siempre es agradable ver caras nuevas. Si me acompaña, le mostraré su cuarto, en el que ya me he permitido hacer llegar las pertenencias que trasportaba en su caballo ―contestó sin más ceremonias.
        Rodrigo observó cómo la dama se giraba haciendo danzar su melena y después marchaba tranquila, como si quisiera alargar el momento para que admirara su belleza y refinado caminar. Algo intimidado por la anfitriona, la siguió dos pasos detrás a lo largo de un amplio pasillo cubierto con una elegante alfombra roja que amortiguaba los pasos. Luego subieron en silencio por una chirriante escalera con peldaños de madera, donde estratégicamente bien iluminados con candelabros, espectadores confinados en pomposos retratos, colgaban observantes de la pared. Una vez en la planta superior, continuaron por otro pasillo hasta que Silvana se detuvo junto a la segunda puerta, que estaba abierta. Cuando Rodrigo llegó a su altura, con otro elegante movimiento de cabeza, al que acompañaron lentamente sus largas pestañas y una tímida sonrisa, la mujer lo invitó a pasar. Una vez dentro, se giró para darle de nuevo las gracias, pero solo pudo contemplar cómo se alejaba diciendo dulce y pausadamente que le avisaría cuando la cena estuviera lista.
        El aposento era generoso en tamaño, aunque sobrio en contenido. Una alta cama de madera, un viejo baúl para la ropa, un palanganero de forja junto un escritorio sin tintero y un butacón frente a la chimenea, que ya estaba encendida, era el único mobiliario que encerraban las irregulares paredes, que lucían carentes de adornos, espejos o cuadros. La ventana principal estaba tapada con una contraventana de madera que se zarandeaba intermitentemente producto de las corrientes que recorrían el castillo. En otra de las paredes, a una altura considerable, un ventanuco cubierto por una vidriera a rombos, apenas dejaba ver más allá de las anchas paredes exteriores. El alto techo, agrietado parcialmente, presentaba algunas manchas de humedad en el recubrimiento, dejando a la vista varios elementos de la bóveda original. Aunque las mantas parecían limpias, se notaba que la alcoba llevaba mucho tiempo sin utilizarse ni limpiarse, pues desde el techo colgaban viejas telarañas cubiertas de polvo. En la suntuosidad decadente se deducía que, aunque la propietaria mantuviese una apariencia distinguida, los días de gloria del castillo y su familia, ya habían pasado.
        Después de examinar su equipaje, cerró la puerta y se tumbó sobre la cama esperando deseoso la llegada de la cena para conocer al resto de los habitantes del castillo. El mullido colchón y el reconfortante calor del fuego, le invitaron a que cerrara los ojos lo que creyó un instante, pero cuando los abrió, producto del sobresalto producido por unos pasos, la pobre luz en la alcoba provenía de unas miserables brasas que resistían en la chimenea.
        Se incorporó tan confundido por haberse dormido, como disgustado por su ingrato comportamiento. Como la puerta estaba abierta, intuyó que alguien habría venido a avisarle para la cena, pero al verlo dormido, prefirió dejarlo descansar. Caminó para cerrar la puerta y, al girarse para volver a la cama, la vio. De súbito, lanzó un grito de horror que ahogó avergonzado al reconocerla. Silvana estaba frente a él, como si hubiera aparecido de la nada para posarse a un palmo de su cara. Inmóvil, paciente, muda, Silvana esperaba otra reacción que no fuera la de la pasividad de su huésped.
        Rodrigo se sintió atrapado, privado de voluntad, como si instintivamente dosificara la aletargada energía que solo podía utilizar para que su piel adquiriera el gránulo de una gallina desplumada. Tragó saliva y quiso hablar, pero ninguna palabra se asomó a su garganta, entonces, ella posó un dedo sobre sus labios, dibujando después un suave recorrido en círculos bajando desde la mejilla hasta al cuello. Era largo y frío como la madrugada, sin embargo, lo recibió como algo agradable. Al despertar del efímero sopor en el que se había sumido, sus percepciones y sentidos volvieron a funcionar, fue entonces cuando notó la enérgica respiración de la mujer golpeando en su cara. Completamente liberado del pavor y el aturdimiento que le maniataban, un furioso arranque de pasión lo alentó a tomarla por la cintura, descubriendo para su sorpresa la tersura de un cuerpo carente de ropajes. Cuando los pechos de Silvana, que se hinchaban al son de su excitada respiración, rozaron su torso, ella emitió un gemido antes de abalanzarse con su boca entreabierta para lamer la zona del cuello que le había tocado con el dedo. En ese momento de éxtasis, Rodrigo buscó de forma desesperada sus labios, pero entonces, justo cuando los rozaba, ella lo empujó con violencia y se alejó del aposento dando largos pasos sobre el frío suelo.
        Aturdido por lo surrealista de la experiencia, lanzó un sollozo de confusión al tumbarse sobre la cama, y después cerró los ojos un tiempo impreciso. Dando un respingo, los abrió de nuevo y se levantó de la cama cuando el hombre que ya había visto en la fragua lo estaba sacudiendo suavemente por el hombro.
        ―Siento asustarle, señor Rodrigo, no sabía que estaba dormido. Mi nombre es Clemente. Venía a decirle que la señora me ha enviado para sepa que le está esperando en la mesa ―dijo con un forzado tono amable mientras se separaba unos pasos.
        No contestó, se limitó a hostigarlo con una soñolienta mirada cargada de reproches hasta que el hombre abandonaba la habitación. Por la vidriera de rombos se colaba un poco de claridad, no tardaría en amanecer. Se lavó la cara y salió apresurado, dejando atrás el pasillo y los candelabros de la escalera, que ya estaban encendidos. El hombrecillo lo esperaba en la planta baja para indicarme el camino a seguir. Encontró a Silvana junto a la chimenea, leyendo un pesado libro que apoyaba en sus antebrazos.
        ―Mi apreciado huésped ―dijo dirigiéndose a Rodrigo con el tono de quien habla a un niño de corta edad―, ¿ha reposado bien?
        ―Sí, he descansado muy bien ―mintió mientras se aproximaba―, muchas gracias. 
        En su encantadora expresión de mirada amable y hermosa sonrisa contenida de labios rojos, Rodrigo no encontró ningún pudor por su extraña visita nocturna, todo lo contrario, pues inesperadamente, Silvana lo tomó por el brazo, y caminaron hasta la mesa mientras lo mecía suavemente en una especie de alegre desfile.
        ―Espero que tenga hambre ―añadió mostrando orgullosa el agasajo que tenía preparado.
Sobre el engalanado mantel de seda blanca con bordados dorados, descansaban elegantes platos de porcelana junto a brillantes y variados cubiertos, aparatosas soperas, fuentes rebosantes de verdura y carne, lujosas copas de cristal tallado y botellas de vino tinto.
        ―Sin duda, pretende engordarme para comerme ―contestó abrumado a la mujer que reía con la mano extendida ante la boca―. Jamás mis ojos habían visto un desayuno así.
        ―No tema, amigo, no haré nada que usted no me pida o desee. Y permítame que le corrija una noche más, le aseguro que lo que tiene delante no es el desayuno, es la cena.
        Recogió aquellas palabras como un inesperado golpe que resonó doloroso en su perpleja existencia. Intentó reaccionar, pero su cabeza se inundó de ideas carentes de toda lógica, pues en el poco tiempo que llevaba en la zona, ya eran muchas las experiencias absurdas que estaba acumulando. Sin retirar la mirada de ella, que había dejado de sonreír con ternura para adquirir una expresión provocadora, se apartó de la mesa aturdido sin darle la espalda. Algo en Silvana empezaba a asustarle y ya no la veía como una diosa, mas ahora le parecía una diablesa que se divertía jugando con él. Advirtiendo por su silencio y su mirada inexpresiva que no iba a darle una explicación, se dispuso a salir, pero entonces, aparecieron, Dios sabe de dónde, cientos de nauseabundas ratas de pelaje gris que ocuparon su camino en una algarada repugnante. Invadiendo toda la superficie del suelo, avanzaban con movimientos nerviosos y desesperados chillidos. Las más fuertes, de ojos rojos y grandes como gatos, se abrían paso erguidas sobres las patas traseras y lanzando violentas dentelladas.
        Asustado, retrocedió ante tan macabro espectáculo, cual fracasado combatiente entre la espada y la pared, volviendo a acercarse a Silvana. Cuando las primeras ratas estaban a punto de tocar sus zapatos, Silvana mostró unos generosos colmillos al musitar algo incomprensible y, como quien espanta a una mosca, agitó un brazo con indiferencia. Al instante, los agresivos roedores huyeron despavoridos en un tenebroso frenesí.
        Miró a Silvana con una mezcla de repugnancia y terror, esperando respuestas a aquella pesadilla, pero entonces, ella volvió a adquirir una pose serena y cercana, tan seductora como la dulce y hospitalaria belleza que lo acogió en su hogar unas horas o unos días atrás. Eso lo sumió en una angustia aún mayor, porque, aunque en cierto modo sosegó su ánimo, le atormentaba desconocer qué habría pasado durante su estancia. Cuando el pavor remitió ante el hechizo, y pudo luchar contra su propia estupidez, entendió que tenía que salir de allí sin perder más tiempo.
        Sus planes se desvanecieron cuando se aproximó a la puerta de salida, pues el orondo hombrecillo, espada en mano, se interpuso amenazante. Sin decir palabra, ladeaba la cabeza mecánicamente indicando a la escalera. Dedujo que era su prisionero y que debía volver a su cuarto. Así lo hizo, resignado, como un sumiso reo camino del cadalso, subió las escaleras y entró en la habitación sin abrir la boca. Cuando la puerta se cerró, temió que jamás saldría de allí, sin embargo, abrazó el aislamiento de aquellas cuatro viejas paredes, ironías de su triste destino, como un refugio en el infierno.
Sin estar seguro de si ya dormía o estaba sumido en el previo paréntesis, se incorporó al escuchar el quejido de la puerta al abrirse y un llanto que se aproximaba. Lloraba, Silvana lloraba como una niña sin consuelo. Mientras se acercaba al lecho sujetando un pequeño candelabro, gimoteaba y decía algo que Rodrigo no entendió. Olvidando lo que sus ojos habían visto, sus sollozos lo conmovieron tanto que, de forma espontánea la estrechó entre sus brazos. Su tembloroso cuerpo era frío y parecía más menudo. Dejó de llorar cuando Rodrigo apoyó la cara sobre su cabeza. Ensimismado por el agradable perfume que manaba su espesa melena, percibió que se tranquilizaba y volvía a respirar con normalidad, pero entonces, cuando la pasión empezaba a cegarlo de nuevo, recordó sus colmillos y el dominio que había ejercido sobre las alimañas. Aterrando ante la mujer que despertaba tantos sentimientos contradictorios en él, la apartó con frialdad, aun sabiendo que él no era rival para su abominable poder.
        ―Puedes irte si así lo deseas ―dijo con funesta tristeza mientras se acercaba unos pasos y continuaba hablando―: No te pido que me quieras, ni siquiera que lo entiendas, yo misma no comprendo bien el origen de mi naturaleza, querido Rodrigo. Sé que dejándote ir mi final está más cerca, pues ya conoces mi secreto, el secreto de mi estirpe. Soy el resultado de un linaje que agonizó hace muchas lunas, el último eslabón de un crepúsculo anunciado por mis ancestros que, por el amor a tus semejantes, decidieron no alimentarse de otras vidas, renunciando con ello a la eternidad. En alguna remota rama de mi árbol genealógico, una de mis antepasadas sucumbió, aun sabiendo lo que ello significaba, a los encantos de un atractivo caballero como tú. No le importó, pues su amor era más grande que su propia vida o casta. Desde entonces, mi familia fue degenerando en una especie híbrida que perdía poder en cada generación. Siempre ocultos o protegidos tras falsos títulos que podían permitirnos nuestra fortuna, hemos sobrevivido durante siglos uniendo lazos entre parientes que iban perdiendo poder en sucesivas descendencias, pero ya no queda nadie, querido Rodrigo, estoy sola con mi primo Clemente. Por desgracia, él era solo un niño cuando sus padres fueron acusados de herejía, brutalmente torturados y finalmente quemados en la hoguera. A Clemente le perdonaron la vida, sí, pero aquellos que se congratularon por su misericordia fueron los mismos que se olvidaron de la compasión que pregonaban cuando lo castraron antes de abandonarlo a su suerte. Como comprenderás, él no puede darme la semilla que alargaría nuestra existencia otra generación, pero eso ya no importa, no importa porque el final está cerca.
        A pesar de su experiencia en el Consejo Nocturno, escuchar a aquella mujer hizo que le temblara el mentón mientras un escalofrío le recorría la espina dorsal. Su relato era extraordinario, pues nunca había estado tan cerca de algo así, pero su espíritu de supervivencia le indicaba que tenía que alejarse y no contemplar más aquella fría y profunda mirada.
        ―Lo siento, Silvana, estoy muy confuso ―farfulló mientras se frotaba la cara con las manos―, todo esto me supera y me aterra, jamás había escuchado un relato tan horrible. Te compadezco y lo lamento por ti y los tuyos, es un testimonio horroroso, sin embargo, quiero creer que la mujer más hermosa que mis ojos han visto no me hará daño.
        ―Mi querido Rodrigo, tus palabras me conmueven, pero tu ignorancia sobre nosotros y nuestros actos es colosal. Si ya no estás bajo el poder de mi influjo, es porque has despertado en mí algo que no conocía. Puede que sea amor, puede que una estúpida esperanza, o puede que sea algo aún más grande, no puedo expresarlo porque no lo sé, solo sé que has vigorizado este cuerpo que creía marchitado. Pero, aunque contigo haya acariciado la felicidad, no quiero someterte a mi poder ni causarte perjuicio. Tonta de mí, que pensé que si te tenía a mi lado no necesitaría de tu flujo, que tu sola compañía me salvaría de una existencia de tormentos, pero no puedo evitarlo, necesitamos sangre para continuar. Siempre ha sido así. La sangre de Don Paulino puedo graduarla sin acabar con él, solo le sustraigo lo justo para sobrevivir sin que él perezca, pero a ti te deseo tanto que no podría dosificar tu preciado líquido. Cualquier día despertaría enloquecida al lado del cadáver de un hombre desangrado por mi lujuria, como la burda venganza final del último heredero de un glorioso linaje que se cobra su particular revancha a costa del semejante con el que empezó el principio del fin.
        Impresionado ante el aparentemente franco testimonio de Silvana, a la que Rodrigo deseaba de manera febril y temía a partes iguales, sopesó el siguiente paso a dar durante el perturbador silencio que continuó a la monstruosa confidencia, pero cuando la razón se impuso al corazón, con el imprudente comportamiento de un cordero que vaga delante del lobo, recogió sus enseres ignorando a la mujer, que a buen seguro lo observaba vacilante desde su posición de dominio, y salió decidido a enfrentarse a la soledad de la noche.
        Dispuesto a abandonar cuanto antes la funesta fortaleza, lanzó un liberador suspiro cuando atravesó resuelto su puerta principal sin importarle la tormentosa cólera nocturna de viento y lluvia que golpeaba su furia invernal sobre los sillares del castillo. A pesar de la negrura exterior, reconoció la achaparrada figura de Clemente, que en silencio y desprovisto de armas hundía los pies en el barro a cada paso que daba. Empapado hasta el alma y sin mirarle directamente, el simiesco personaje se acercó jadeante.
        ―¡Márchate, tu caballo ya está listo! ―espetó enfadado al cruzarse, haciendo gala de una indiferencia que superaba a la mutua aversión.
        Alentado por perderlo de vista, se alejó escuchando cómo los ensordecedores aullidos del vendaval, que sacudían con violencia las malogradas ramas de la arboleda cercana, continuamente iluminada por múltiples relámpagos, se fusionaban con los estrepitosos truenos y el sonido del aguacero al golpear sobre la anegada superficie. 
        En las cabellerizas encontró a su viejo amigo ensillado y seco. Aunque se mostraba nervioso por el temporal, tras espolearlo con sutileza respondió con un trote seguro. Antes de llegar a la aldea tuvo la tentación de mirar atrás, sin embargo, la idea de encontrarse con la glacial mirada de Silvana reclamándolo arrepentida como el botín ganado en la mísera batalla de una guerra perdida, lo persuadió de hacer tal cosa.
        No solo puso tierra de por medio aquella noche. Necesitó todo un océano.



Hoy, viejo y despojado de dichas, lee con tristeza los informes del Consejo Nocturno sobre la destrucción del Castillo de Trevejo por motivos estratégicos en la contienda librada con los invasores franceses. Cierra los ojos y recuerda estar bajo la intensa lluvia, viendo cómo Silvana aparece inexplicablemente en mitad del camino cuando ya se disponía a dejar atrás la aldea. Se ve a sí mismo desmontar del caballo y acercarse a la mujer. No hay rastros del demonio, solo ve a la dulce moradora del castillo. Un deseo interior lo anima a estrecharla entre sus brazos una vez más. Silvana sonríe agradecida y lo mira con lascivia antes de morder su cuello. No sufre dolor alguno, todo lo contrario, siente un cálido y placentero hormigueo muy agradable que le recorre el cuerpo. Cuando Silvana se retira, las gotas de sangre que corren por la comisura de sus soberbios labios carnosos son diluidas rápidamente por la lluvia. Excitados, se contemplan satisfechos un momento, sin embargo, arrebatándoles ese placentero suspiro de tiempo, sufren un brusco golpe que los derriba sobre el barro. Sin aliento ni capacidad para apreciar lo sucedido al principio, y aletargado después, es incapaz de zafarse de Silvana, que lo presiona tendida sobre él. Cuando recupera la presencia de ánimo, siente un dolor punzante en el abdomen, algo se le ha clavado. Desde el suelo puede ver a Clemente, que todavía sostiene un brazo en el aire, el mismo con el que sujetaba la espada que lo ha herido después de atravesar el cuerpo, ya inerte, de Silvana.
        Ni los errantes avatares que lo llevaron a las Indias lo han librado de ese infausto recuerdo, pues en más de dos siglos, no ha dejado de pensar en ella ni un solo día.


 Febrero de 2020
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Adaptación corta del relato escrito por Vicente Ortiz para los podcast «Historias para ser leídas» y «La Nebulosa Ecléctica». A falta de publicar la historia íntegra, esta misma versión aparece en la antología RELATOS EXTRAÑERS publicada en mayo de 2023.
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3 comentarios:

  1. Este relato es simplemente perfecto. El desarrollo de la historia y la atmósfera creada son impecables. Mi más sincera enhorabuena Vicente, por crear algo tan brillante.

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  2. Este relato es simplemente perfecto. El desarrollo de la trama y la atmósfera son impecables. Mi más sincera enhorabuena, Vicente, por crear algo tan brillante.

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  3. Hola, Sergio. No sabes lo que significa para un autor palabras como las tuyas. Gracias de corazón.
    Ahora, trascurrido un tiempo desde que escribí esta historia, cambiaría algunas cosas, aunque la base sería exactamente la misma. No sé si conoces la versión sonora de este relato, te dejo una lista en la que puedes escuchar este y otros: https://www.ivoox.com/vicente-ortiz_bk_list_394066_1.html
    Saludos. Vicente.

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