Llevaba meses
observándola y aunque cada noche era casi igual a la anterior, no podía
arrancarla de su pensamiento en todo el día. Era excitante. Se ponía nervioso
esperando tras la cortina y, cuando aparecía ella, justo frente a él, tan cerca
pero a la vez tan lejos, se sentía feliz.
A ella parecía importarle
poco que la vieran, tampoco hacía nada malo. Él deseaba ser el único que la espiaba,
pero, ¿estaba mal lo que hacía?, ¿sabría que la miraba cada noche? Eso no
importaba, en los minutos que duraba “el encuentro” era el hombre más afortunado
del mundo y no quería pensar en un rechazo si ella se sintiera observada, por
eso se escondía bien, porque aunque algunas veces ella se quedaba mirando
fijamente a su ventana y él había estado a punto de asomarse para saludarla, en
el fondo no se atrevía, se conformaba con verla tras el escudo contra la
timidez que le daba la cortina. Ojalá fuera tan lanzado como el vecino de su
rellano que siempre andaba con unas y otras.
Aquella mujer desprendía sensualidad en cada
movimiento y en cada gesto. Incluso cuando sacaba un cigarrillo del bolso con
aquellos largos y delgados dedos interminables y se lo ponía entre sus labios
gruesos dando una calada o cuando se apartaba el pelo que se agitaba delante de
su cara y se lo sujetaba tras una oreja dejando al descubierto su estilizado
cuello.
No sabía su nombre, pero
había decidido llamarla María. María era una mujer de unos cuarenta años. Bien
proporcionada y con aspecto juvenil, aparentaba menos edad. Pero en su mirada
se adivinaba a una mujer con experiencia en la vida, culta e independiente. Sus
rasgos marcados nunca pasaron inadvertidos en él. Aquellos pómulos prominentes,
su larga melena negra, sus carnosos labios, sus arqueadas y bien perfiladas
cejas, su barbilla redonda y una mirada tierna e inocente le habían enamorado
desde el primer día que la vio en el balcón, además, aquel día llevaba un
escotado vestido blanco que dibujaba unas deseadas y firmes formas casi
perfectas dejando prácticamente al descubierto sus pechos.
Para su desgracia, hacía
varias noches que no leía y eso quería decir que pronto volvería a entrar en su
piso. Cuando salía con un libro, solía sentarse cruzando sus bronceadas piernas
en una pequeña hamaca de mimbre. Encendía un pequeño flexo y podía pasarse
horas leyendo. Él fijaba su mirada en los gestos que veía en ella, gestos que
le indicaban lo triste, interesante o decepcionante que era lo que leía.
Ya no sabía qué hacer
para llamar su atención. Lo había intentado todo; maquillada, sin maquillar,
mirándole fijamente, incluso con escotes de vértigo o sin sujetador, a oscuras
para que solo intuyera su silueta o con luz. Su obsesión por aquel hombre de
mirada triste había llegado tan lejos que sólo le faltaba presentarse en su
casa y pedirle que la invitara a tomar algo. Pero el tiempo pasaba y no había
respuesta. Tal vez fuera tímido, gay o ya estuviera comprometido. Que no le
gustara no podía ser; ella gustaba a todo el mundo, incluso a las mujeres. Pero
jamás se le había resistido nadie durante tanto tiempo, ella sabía cómo
conquistar a los hombres, llevaba toda la vida seduciendo y consiguiendo que se
rindieran a sus pies, y aunque algo decepcionada, la indiferencia que él
mostraba lo hacía aún más deseable.
Era viernes y ya estaba oscureciendo,
el momento justo para hacer una locura. Con un rotulador de punta ancha
escribió algo sobre una cartulina rosa que dejó colocada estratégicamente para
que fuese visible desde el piso al que miró mientras lanzaba un suspiro antes
de volver al interior.
“Si te interesa, tendré la puerta abierta toda la noche” ―podía leerse desde el edificio de
enfrente.
No podía creer lo que
estaba viendo, por fin iba a tenerla entre sus brazos. Más clara no podía ser.
Se arregló un poco y después de prepararse unas palabras mirándose en el espejo
del baño, se decidió a salir a la calle. No hizo falta llamar al telefonillo; su
portal estaba abierto. Subió nervioso hasta el quinto piso y cuando estaba
frente a la puerta de su chica respiró profundamente. Sonrió. Luego tocó el
timbre y esperó. Alguien abrió.
―Hola ―dijo el vecino de su rellano asomando
la cabeza.
Vicente Ortiz Guardado
Marzo 2014
Derechos de autor: Código de registro en Safe Creative: 1805257184706
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