Siempre me habían dado
mucho miedo los toros y cada vez que iba a Coria en San Juan intentaba
convencer a mis amigos para meternos en algún garito mientras el animal estaba
suelto por las calles, pero merecía la pena acercarse a aquél toro que parecía
una bestia salida del mismísimo infierno.
La noche anterior, unas
chicas nos habían invitado a su peña. Eran simpáticas y lo mejor de todo es que
había una que me había llamado especialmente la atención, creo que yo también a
ella. Era preciosa y no iba a dejar pasar la oportunidad.
Enfilamos por la
bulliciosa calle de los paños, que era un trajín de gente alegre, e intentamos
entrar en la plaza, pero allí no cabía ni un alfiler. Finalmente decidimos ir a
tomar una cerveza por la zona de la catedral. Miré el reloj. Aún quedaban unos
minutos para que abrieran la peña de las chicas, ya que ésta no la abrían hasta
que el toro estaba suelto por el casco amurallado.
Cuando terminamos la
cerveza, fuimos caminando despacio hasta la peña. Yo disimulaba en todo
momento, pero no hacía más que mirar a mí alrededor. Me aterraba la idea de que
el toro anduviera cerca.
Al fondo de la calle
distinguí a dos de las chicas que, ajenas al peligro, fumaban en mitad de la calle
mientras hablaban animadamente. Cuando íbamos llegando, mi corazón se aceleró
al ver que en la puerta estaba ella.
Saludé. Las risas y la
complicidad de la noche anterior se habían esfumado como el humo de los
cigarrillos de sus amigas. Algo había cambiado y apenas se fijó en mí.
Disimulando mi decepción pasamos al interior.
Unos chicos nos sirvieron
unas copas. Luego otras y otras. Ya me daba igual el toro, la chica que entraba
y salía sin reparar en mi presencia y el calor que hacía. Intenté convencer a
mis amigos para irnos de allí, e intentar conocer a otras chicas, pero éstos
estaban a gusto charlando con unos y otros, también ayudaba que estábamos
bebiendo sin gastarnos un duro.
Fuera, el sol se había
escondido y una suave brisa fresca corría por la calle. Me senté en la acera
para despejarme. No terminaba de acostumbrarme a beber con el estómago vacío.
Uno de mis amigos salió con otra copa que acepté sin rodeos mientras miraba al
corro de chicas que tan solo unas horas antes parecían ser amigas de toda la
vida.
Por megafonía anunciaron
que habían dado muerte al toro. Sinceramente me había olvidado del animal.
Ahora lo que me apetecía era salir de allí. Me levanté para ir al baño.
―Te habrás lavado las manos ―dijo la chica más guapa del local cuando
salí del minúsculo lavabo.
―Sí, claro… ―dije confuso.
―¿Os apetece comer algo? ―preguntó―, si queréis podéis pasar a nuestra zona privada y picar
algo.
No hizo falta que
insistiera para que los gorrones de mis amigos entraran en la estancia anexa. Como
buitres arrasaron con la comida. En otras circunstancias habría hecho lo mismo,
pero allí estaba ella, me había hablado y sonreía. Me acerqué.
―Muchas gracias por todo ―dije para intentar mantener una
conversación.
―No hay de qué ―contestó sonriendo mientras se
alejaba.
No pude evitar lanzar una
mirada de soslayo cuando abrió la nevera. Llevaba una fina camiseta ajustada
que marcaba sus pezones. Era perfecta. Cuando dejó más comida sobre la mesa se
acercó de nuevo. Algo parecía que estaba cambiando. Puede que fuera tímida o
quisiera conocerme mejor, el caso es que estaba a mi lado y su sonrisa inundaba
la estancia, no había nada ni nadie alrededor, solo ella y yo.
Aún no estoy seguro de
cuánto tiempo estuvimos hablando. Fue ella la que dijo que estábamos solos.
Todos habían vuelto a la barra. Entonces me lancé. Ella respondió a mi arrebato
y nos fundimos en un largo y apasionado beso.
―Tengo novio ―dijo secamente tras el beso.
No contesté, me limité a
observar cómo sacaba el móvil y contestaba a un mensaje.
Sin decir nada más, salió
dejándome desconcertado. Minutos después entró acompañada de un chico mayor que
yo. Nos presentó. Hablamos de cosas intrascendentes durante un rato y seguimos
bebiendo y bebiendo.
Lo último que recuerdo,
era que entre risas, los tres entrábamos en un piso.
No sé cuántas horas pasé
dormido, el caso es que desperté cuando noté que el sol entraba con violencia a
través de los rectangulares agujeros de la persiana.
Sonreí al ver que a mi
lado dormía alguien tras la fina sábana, pero, ¿sería ella?
Me dolía la cabeza, y
algo me decía que en la noche anterior había hecho algo que jamás contaría a
mis amigos.
Me incorporé para apartar
la sábana, pero no hizo falta; su larga melena negra no dejaba lugar a dudas.
Era ella.
―Buenos días, machote ―dijo su novio entrando desnudo por la
puerta guiñándome un ojo.
Vicente Ortiz Guardado
Junio 2014