Queridos oyentes, muchas gracias por
vuestro apoyo y paciencia con esta humilde locutora que tanto disfruta narrando
grandes y pequeñas historias. Sé que no es propio de mí ausentarme tanto tiempo
del micrófono, y pido disculpas por ello, pero recientemente he pasado por algo
muy desagradable, y he preferido tomarme un descanso. Sinceramente, no me veía
con fuerzas de grabar algo que bajara la calidad del programa por culpa de mi
estado anímico y, aunque ya me siento mejor, y espero volver a retomar pronto
la dinámica de trabajo habitual, hoy vais a tener que perdonar que me salte mi
propio guion. Aunque sólo sea por esta vez, necesito detallar algunos sucesos que,
sin pretenderlo, he vivido en mis propias carnes. Sentir que estáis al otro
lado escuchando creo que me servirá como terapia de choque, por eso no podía
dejarlo pasar. Encontraréis algunos paralelismos con las ficciones que nos
gustan en este programa, o tal vez no, y llegaréis a creer que están extraídos
de alguna serie o novela, sin embargo, os prometo que son tan ciertos como que
me llamo Gina.
Antes
de empezar, quiero que sepáis que no vais a oír efectos sonoros más allá de un
poco de música de fondo. Si notáis que improviso o escucháis algún fallo, se
debe a que estoy haciendo mi primer directo. Sí, como suena, no hay edición,
repito: estoy en directo. Tal y como os adelanté en Twitter, he superado la
vergüenza y podéis verme ahora mismo a través de YouTube. A los más de mil
doscientos que ya estáis conectados, os mando un beso, que hago extensivo para
los que escuchéis más tarde el podcast.
Confieso
que he pasado unos días estresantes corrigiendo el texto, haciendo pruebas con
la cámara y temiendo que a última hora me diera un ataque de ansiedad o algo
así, pero la verdad es que me siento genial.
Antes
de que se me olvide, aunque ya os he dicho que esta historia es real, me he
tomado sutiles licencias adaptando algunos detalles o escenarios para hacerlo
más novelesco. Para evitar conversaciones, lo he escrito para ser narrado en
primera persona, pero siempre por separado desde el punto de vista de cada
personaje y variando los tiempos verbales. No sé si habré acertado, vuestros
comentarios me sacarán de dudas. Sin más, paso a relatar esta historia.
Que
la disfrutéis.
El misterioso escritor se había puesto en
contacto conmigo a través de todas las redes sociales que manejo. Al principio,
gracias a sus bonitas palabras hacia mi persona y mi trabajo, me sentí
realmente halagada, además, me pareció una persona sincera, educada y con
sentido del humor. Cierto es que, con los días empecé a sentirme un poco
acosada, pero le seguí el juego porque en mi imaginaria contienda mental, esas
largas charlas a deshoras me producían más satisfacción que desconfianza.
Al
cabo de dos o tres semanas de “amistad” me empezó a enviar algunos textos. Al
principio eran sencillos relatos breves de no más de dos folios con finales
felices que, sinceramente, no me gustaron, pero cuando empezó a enviarme cuentos
más largos, me sorprendió su dominio literario y la facilidad de sentirse cómodo
con lo oscuro y tenebroso. Fue un alivio saber que había suficiente material
que se adaptaba perfectamente al programa. Me sentí tan feliz que me dejé
llevar por un entusiasmo excesivamente apasionado, y fue cuando él aprovechó
para pedirme que nos conociéramos en persona. No me atreví a contestarle, me
daba miedo y vergüenza a partes iguales. Días después volvió a intentarlo
cambiando de estrategia: lo acompañaría su hermana Carol, una chica de mi edad.
Como siempre he dicho que la vida es para valientes, a pesar del extraño lugar
para la cita, accedí complacida.
Sábado 2 de marzo de 2019
Aún
no sé si se trata de una broma de mal gusto o realmente estamos en peligro. Para
mitigar mi angustia, estoy escribiendo en el amarillento cuaderno que he
encontrado sobre la mesa. Los rostros de las fotografías que cuelgan de las luctuosas
paredes parecen observarme. No me atrevo a tumbarme sobre la cama, tampoco a
dormirme acurrucada en una esquina. Carol no contesta y temo que alguien le haya
hecho daño. Desde hace unas horas me encuentro en el interior de un enorme
edificio abandonado. Mi teléfono no funciona. Cada vez hay menos luz. Tengo
sed. Estoy cansada. Tengo miedo, mucho miedo.
Domingo 3 de marzo de 2019
La
tarde de ayer fue larga, aunque mucho más larga y fría lo ha sido la noche. No
hay novedades, pero para no olvidarme de nada, quiero seguir escribiendo para
dejar mi testimonio. Durante la noche se me han pasado muchas cosas por la
cabeza y, sinceramente, ninguna buena, pero con la tenue luz del alba ha
aparecido una renovada fuerza que me hace sentir más positiva. Como ya lo he
intentado y me ha sido imposible escapar o comunicarme con mi amiga, solo se me
ocurre escribir lo que ayer no pude.
Con
la excusa de conocernos y enseñarme el lugar en el que hace psicofonías y se
inspira para las localizaciones de sus cuentos, quedé ayer con un chico y su
hermana a las afueras de mi ciudad. Después de esperar más de media hora en el
lugar indicado, solamente llegó Carol, su hermana. A medio camino entre un
estilo de subcultura gótica y una estética rock más moderna, morena, delgada y
risueña, me pareció una chica simpática. Tras las pertinentes presentaciones,
me dijo que su hermano llegaría un poco más tarde, ya que había tenido un
problema laboral. Como ella tenía coche y conocía el misterioso lugar,
coincidimos en esperarlo allí, es decir, aquí, en esta lúgubre y repugnante hacienda.
Después
de unos quince minutos de viaje por un abandonado camino, llegamos a un desolado
lugar en mitad de un campo yermo en el que sobresalía un funesto edificio en
ruinas. Según Carol, se trata de un antiguo seminario católico que quedó devastado
por las llamas durante la segunda guerra mundial. Tras su reconstrucción en 1950,
pasó a ser un orfanato que quedó en desuso a mediado de los años setenta. Aunque
me pareció impresionante por sus dimensiones, a pesar de tener solamente dos
plantas, ahora es sólo una abandonada y maltratada mole de cemento decrépito sin
puertas. Atestada de estúpidos grafitis, ventanas sin cristales y ennegrecidos
restos de hogueras, sus viejas paredes amenazan con desplomarse sobre los
montones de basura que se acumulan en el suelo. Desde lo alto de una elevación
en la parte trasera, se aprecian cómo varias chimeneas yacen a modo de soldados
abatidos sobre el puzle de islas que conforman el maltrecho tejado rojizo.
Examinando
la periferia, dimos un par de vueltas al edificio mientras fumábamos y
hablábamos sin parar de nuestros escritores favoritos. Después de confirmar que
ella tampoco tenía cobertura en el móvil, visiblemente disgustada se disculpó
por enésima vez debido al retraso de su hermano William. Para consolarla,
bromeé diciendo que no le necesitábamos. Ella se obligó a sonreír. En cierto
modo era real, estaba tan a gusto en aquel lugar olvidado de Dios, que fue en
ese momento cuando me di cuenta de que realmente me había olvidado de él. Cuando
se ofreció a hacerme de guía mientras él llegaba, me pareció la mejor de las
ideas, pues, aunque al principio estaba un poco incómoda y no me seducía entrar
en el edificio con ella, progresivamente me fue contagiando su entusiasmo y,
animada por la aventura de una experiencia así, empezamos a conectar.
Atravesamos
la entrada principal caminando despacio y muy pegadas la una a la otra. El
crujir de los cristales bajo nuestros pies puso en alerta a tres escuálidos
gatos negros que nos dieron un susto de muerte. Al romperse el silencio de su
grandiosa morada, escapaban enloquecidos hacia la puerta. A modo de advertencia
a profanadores y como azuzados por el mismísimo satanás, exhibieron sus
afilados colmillos mientras bufaban furiosos al alcanzar nuestra altura.
Corrían con el lomo encorvado dando enfurecidas sacudidas en extrañas posturas
antinaturales. Antes de desaparecer de nuestra vista, uno de ellos paró a la
salida del edificio. Con sus brillantes ojos de pupilas dilatadas, nos dedicó
la última mirada cargada de odio.
Como
todo transcurrió en unos pocos segundos, nuestra instintiva reacción fue la de
gritar como locas mientras nos abrazarnos. Así seguimos los siguientes segundos,
paralizadas, estrujándonos el pecho sin apartar la mirada de la puerta. No
recuerdo cuál de las dos fue la primera en echarse a reír, el caso es que, como
un bálsamo milagroso, nos alivió para recuperarnos de aquella abominable bienvenida.
Mi
improvisada, pero decidida guía, se adelantó unos pasos dejando claro que era
la líder, o al menos la que se sentía más cómoda avanzando por aquel
desconsolado laberinto que tan bien conocía. Cual decrépita mazmorra, el penetrante
olor a humedad inundaba el ambiente mezclándolo con un fétido hedor a
excrementos y descomposición que se adivinaba en los recónditos rincones
protegidos por las sombras, donde posiblemente, repulsivas alimañas convivían
en su triste ecosistema.
Con
un movimiento de cabeza, Carol me invitó a seguirla de cerca. Esquivando cascotes
de paredes derrumbadas, atravesando estancias sumidas en penumbra y pasillos adornados
con pintadas obscenas, fuimos avanzando entre la ruina y la suciedad. Por una
desnuda escalera despojada de barandillas y paredes, ascendimos a la primera
planta, que, según ella, era la que en mejor estado se encontraba de todo el
edificio. Al menos había más luz y no olía tan mal. Marchamos hasta una especie
de recibidor desde el que brotaban dos anchos pasillos que recorrían de extremo
a extremo del inmueble. Tomando el de la derecha, dejamos atrás más de una veintena
de vacías estancias repartidas a ambos lados. Algunas de ellas conservaban
amarillentas puertas de madera carcomida por la parte inferior. Otras tenían tapiados
los huecos de los desaparecidos ventanales, en los que habían dejado pequeños espacios
sin sellar para que entrara luz y el aire pudiera renovar el cargado interior.
Al final de ellas había tres grandes espacios vacíos en los que faltaban
algunos tramos de pared exterior. Nos asomamos con precaución. Entre el
desolado paisaje, se veía el serpenteante camino por donde habíamos llegado, el
coche de Carol y la entrada principal.
Escupí
desde las alturas un par de veces pretendiendo quitarme el mal sabor de boca
que se me había ido acumulando. De nada me sirvió. La desagradable sensación de
tener la boca, la nariz y la garganta impregnadas de lo que nos rodeaba, me siguió
acompañando. Aun así, no me quejé de lo incómoda que me hacía sentir el angustioso
lugar. Disimulando mi incomodidad, me esforcé interpretando torpemente el papel
de heroica aventurera para no sentirme inferior a Carol, que demostró en todo
momento un arrojo admirable. Me avergonzaba darle la impresión de ser una delicada
urbanita que llora en cuanto se mancha sus brillantes zapatos.
Como
queriendo contener el aire exterior en mis pulmones lo que quedaba de ruta, inspiré
profundamente mirando al paisaje en cuanto escuché que los pasos de Carol se
alejaban para seguir el recorrido. Antes de pisarle los talones tuve que volver
a respirar.
Justo
a la vuelta, entramos en un nauseabundo cuarto de baño rectangular de grandes
dimensiones. Aún se mantenían en pie algunos azulejos blancos y un polvoriento
espejo salpicado de líquido oscuro. Se nos pintó un gesto de asco en los
rostros cuando nos vimos reflejadas en él. El viento, que aullaba terroríficas cantinelas
a través de sus malogradas cañerías, se fusionaba con un ir y venir de chillidos
agudos y pequeñas patas que arañaban las tuberías en su frenético trajín. Aun
siendo consciente de que no detendría a las ratas, me tranquilizó el quejido de
los goznes oxidados cuando cerré la puerta al salir. Una cosa era saber que
estaban allí, sobreviviendo en su infecto universo de negrura, pero otra era el
contacto visual. O peor aún, el contacto físico.
Antes
de recorrer el ala izquierda de la planta, agradecí que volviéramos a la zona ausente
de paredes exteriores para tomar aire y hacer un descanso mirando a la nada. Confirmamos
que nada se sabía de su hermano.
Volví
a escupir. A pesar del viento, que azotaba más violento sobre esa esquina del
edificio, cada vez me era más complicado respirar acompasadamente dentro de
aquella atmósfera siniestra y maloliente. Empezó a dolerme la cabeza cuando de
nuevo nos volvimos a poner en marcha.
Regresamos
sobre nuestros pasos hasta llegar al recibidor. Miré la escalera con el deseo
de bajarla y desaparecer de allí para siempre, pero mi intrépida compañera
continuó caminando. A diferencia del ala derecha, la nueva superficie se
componía en su totalidad de pequeñas habitaciones, algunas de ellas comunicadas
entre sí, pero a priori, el escenario era prácticamente el mismo: ventanas
tapiadas, puertas corroídas, pintadas en las paredes, restos de fogatas y
residuos de la propia decadencia de la marchita edificación. Cuando Carol se
paró ante una de las puertas y me invitó con un gesto a que entrara, un
escalofrío me recorrió el cuerpo al pasar y ver que una cama de forja sin
colchón, una mesa de madera y una pequeña silla habían sobrevivido al tiempo y
a los vándalos. Sobre las desconchadas paredes, el icónico y dulce rostro de un
crucificado cubierto de polvo, desafiaba a la gravedad colgado boca abajo. El
resto de la escueta decoración se reducía a varios cuadros con pardas imágenes apagadas
en blanco y negro. El hueco de la ventana estaba tapiado casi por completo,
pero entraba suficiente luz como para poder contemplar los tristes rostros de
las fotografías. Carol me llamó para continuar con la excursión, pero como
paralizada ante la imagen en la que unos delgados niños con la cabeza rapada
rodeaban a un sacerdote de rostro severo, no contesté.
Después
todo pasó de forma rápida y confusa. No estoy segura del orden en el que ocurrió,
pero creo que primero me alertó el pavoroso chillido de mi compañera. Cuando
quise reaccionar, solo pude contemplar impasible cómo se cerraba la puerta de
la habitación. Grité su nombre una y otra vez sin respuesta alguna, golpeé y
arañé la puerta hasta hacerme daño en las manos, lloré, imploré hasta quedarme
afónica, pero no ocurrió nada. Desde entonces sigo aquí, cautiva e incomunicada.
William, William, William, mi amado y
fatigoso hermanito, qué poco se parece a mí. Encima me despierta antes de la
hora acordada, ¡con lo tarde que me acosté ayer! Le insulto enfadada y se justifica
diciendo que está muy nervioso y que no ha dormido en toda la noche, que yo al
menos he dormido unas horas, como si eso me sirviera de consuelo o algo así. Lo
atravieso con la mirada en silencio y entonces se derrumba como un cachorrito
asustado. Siempre ha sido un cachorrito, un cachorrito temeroso que a última
hora se ha acojonado y me pide que vaya sin él. Me suplica que me invente algo porque
no puede acudir a su propia cita, pero yo debo hacerle el favor de ir. Le dedico
una mueca de desprecio antes de decirle que, si él no va, yo tampoco. Llora. Llora
muy bien. William llora magníficamente bien, es un experto manipulador, lo sé,
pero siempre me convence porque sabe que no soporto verlo triste, además, dice estar
locamente prendado de la voz de la chica. Parece muy importante para él, aunque
no se atreva a conocerla en persona. Me promete que la próxima vez no pedirá mi
ayuda, que me devolverá el favor, que es un miserable y que no me merece. Bajo
la mirada intentando aislar su labia de mis sentidos, pero me sigue llegando su
machacante parloteo repleto de todo tipo de juramentos y súplicas vacías de
contenido. Sé que me mira fijamente, pero no quiero encontrarme con su mirada
de cordero degollado. Meneo la cabeza y lanzo un suspiro mientras me siento en
el borde de la cama. Me doy por vencida, o al menos así lo entiende en su
agradecimiento. Me besa en la mejilla. Con él son todo batallas perdidas. Se
retira mientras empiezo a vestirme. Consulto la hora. Me temo que llegaré
tarde, pero no acelero mi perezoso ritmo, me importa un bledo que su princesa esté
esperando en el aparcamiento de una vieja gasolinera.
Esa
debe ser la friki. Quién iba a estar esperando en mitad de un aparcamiento con
este vendaval. Toco el claxon. Se acerca sonriente mientras se frota las manos.
Es guapa. Bajo el volumen de la radio. La pongo al día sin bajar del coche. Parece
disgustada, pero no en exceso. No duda en abrir la puerta y acomodarse a mi lado.
Subo un poco el volumen. El stairway to
heaven de Led Zeppelin llena el incómodo silencio mientras nos incorporamos
a la carretera. Comenzamos a charlar de cosas banales. Unos
minutos después tomamos el camino.
¡Qué
frío, joder! Podría estar durmiendo cómodamente en la cama, pero no, aquí
estoy, conduciendo por este puto camino polvoriento con una tía que acabo de
conocer. Algún día mandaré a mi hermano a la mierda. No se puede ser más
apocado. Estoy harta de tener que ayudarle siempre con todo. Una cosa es
hacerle de negra devanándome los sesos para escribirle unos cuentos de terror
en tiempo record, y otra es tener que acudir a sus citas para salvarle el culo.
Espero que Gina, creo así ha dicho que se llama, no notara mucha diferencia
entre la porquería de relatos que le envió al principio y los cuentos que le
escribí.
El
camino está hecho un asco, pero ya queda poco. A ver qué me invento cuando
empiece a preguntar por su príncipe. Menos mal que parece buena gente, un poco
pija, eso sí, pero al menos es guapa y simpática. Cuando se tragó el anzuelo de
los relatos pensé que no sería muy lista, sin embargo, me está sorprendiendo su
conversación y su sentido del humor. El idiota de William no sabe lo que se está
perdiendo, porque una tía así no se encuentra todos los días. Lo negativo es la
pinta de mojigata que se gasta, parece la versión femenina del puto Ned
Flanders. De otra guisa, con un corte de pelo más atrevido y algunos tatuajes
sería una cuñadita perfecta.
Por
fin hemos llegado a la casa de la bruja, sólo a mi hermano se le ocurriría este
sitio para una cita romántica. Me resisto un poco a salir del coche mientras mi
acompañante ya ha abierto su puerta. Parece entusiasmada. Nos envolvemos bien con
los abrigos, pero aquí hace aún más frío que en la ciudad, tendría que haber
cogido el gorro de lana y los guantes. A ver qué se me ocurre, habrá que matar
el tiempo dando un paseo por los alrededores. Espero que pronto se canse de
esperar a William y decida que volvamos por donde hemos venido.
Ya
no sé qué hacer, hemos dado un par de vueltas al recinto y parece cómoda en
este jodido desierto. Y lo peor de todo es que me empieza a caer bien. Tenemos
los mismos gustos y es tremendamente educada y encantadora. Bueno, hay algo
peor, como con este viento no hay forma de liarse un cigarrillo, me está
desvalijando el paquete de tabaco que compré esta mañana. Pero se lo perdono, al
fin y al cabo, me estoy divirtiendo. Quién me lo iba a decir, debo estar volviéndome
idiota como mi hermano.
Dice
que sí, que estaría bien entrar a echar un vistazo al interior mientras llega William.
Pobrecilla. Qué diría si supiera que mi hermano no va a venir porque es un
temeroso bicho raro. El muy capullo estará cómodo y caliente, me lo imagino
encerrado en su cuarto, compadeciéndose de su estupidez mientras se promete a
sí mismo que la próxima vez será más osado. Gimoteando mientras espera un
mensaje en el móvil o me ve aparecer por casa. Luego será peor, pasará un
montón de días lamiéndose las heridas que él mismo se ha provocado. Volverá a
ponerse triste, a decir que es un desgraciado. Me tendrá de nuevo comiendo de
su mano.
Bueno,
allá vamos, damos una vuelta, nos ensuciamos un poco la ropa y a ver qué pasa.
No creo esto se alargue mucho, o eso espero, imagino que en cuando vea el
cataclismo que hay dentro, no se sentirá tan radiante paseando su culito entre
la basura.
¡Malditos
gatos! ¡Qué susto nos han dado! Con un poco de suerte, me pide que regresemos a
casa. Estaría bien, ella volvería otro día con mi hermano y me ahorraría el
teatro que estoy haciendo.
Joder,
me duele la mandíbula de tanto reír, parecemos dos chiquillas traviesas. Esto
está saliendo fatal, se supone que tendría que estar incómoda y atemorizada, yo
lo estaba la primera vez que vine aquí, pero parece que le gusta estar en este repulsivo
agujero. Ya veremos si sigue tan risueña cuando vea el putrefacto baño de
arriba y las tétricas habitaciones de las camas.
He
estado aquí en incontables ocasiones, pero nunca me acostumbraré al traicionero
poder subyugante que ejercen sus opresivas paredes cargadas de negatividad. Siento
siempre una aviesa fuerza inmaterial reclamándome como dominio suyo. Es como un
poder invisible que me impregna gradualmente de una sugestión que no puedo
controlar. Y sin embargo, aquí estoy una vez más.
He
tenido que reprimir una arcada. Las ratas nos han puesto mal cuerpo a las dos. Y
luego la sangre, porque lo del espejo es sangre. Sangre de yonki, o eso cuenta
mi hermano, ya que dice que este edificio lo ocupó una comuna de hippies
drogadictos hace décadas. Estoy simulando fortaleza, pero asomada al hueco que
dejaron unas paredes al caerse, solo me apetece vomitar al vacío. Gina está
escupiendo, creo que vomitaría si yo no estuviera delante. Yo lo haría. Ahora
no parece tan refinada. Eso me divierte, aunque no tanto como debería. Jodida
empatía.
Seguimos
la visita hacia la otra parte del edificio. Gina no se separa, parece mi
sombra. Me detengo ante una de las habitaciones de las camas. Haciendo una
especie de reverencia absurda abro la puerta de una patada para que mi amiga
pueda ver el espectáculo. Su cara es un poema, pero se atreve a entrar. Es más
valiente de lo que esperaba. Mientras curiosea, me adelanto abriendo las
siguientes puertas. Al entrar en mi favorita, la llamo para que venga. No me
contesta. De repente, siento unas manos que bruscamente me rodean la cara y el
pecho bloqueándome los brazos. Alguien me aprieta violentamente contra su
cuerpo. Aunque lo intento, no puedo zafarme. La mano que me oprime el pecho se
retira vertiginosa. Intento girarme al sentirme casi liberada, pero es inútil,
es mucho más fuerte que yo. Me duele mucho la nariz, temo que en cualquier
momento mi cabeza reviente entre su mano y su cuerpo. Quiero verle la cara,
pero la sombría habitación de la cama cubierta de sangre seca es lo único que
acierto a ver entre sus dedos. Siento un pinchazo en el cuello. Lanzo un desesperado
grito que es interrumpido por la mano que se había retirado y ahora se centra
en mi boca. Intento morderle, pero mi mandíbula no responde. Noto que me
paralizo. Se me nubla la vista. Las manos me acompañan en el descenso. El suelo
está duro.
Oscuridad.
Llevo toda la vida escuchando que soy un
tipo raro. Todo por ser tímido y un poco inocente, supongo. Aunque soy bastante
introvertido, eso lo reconozco, no soy tan diferente a cualquiera de los que
libremente me juzgan. Me cuesta relacionarme con la gente, pero eso no es extravagancia,
es desconfianza. Durante mucho tiempo he perfeccionado la técnica para conocer
el interior de las personas, por muy contradictorio que parezca viniendo de mí,
el raro de la familia, y gracias a esa técnica, basada en escuchar, prestar
atención a lo que aparentemente no tiene importancia para otros, en estudiar su
comportamiento, sus palabras, su lenguaje corporal o las miradas, puedo decir
sin temor a equivocarme, que la mayoría miente y es mala. Por suerte para mí,
siempre he sabido diferenciarlas y gracias a ello me ha sido fácil apartar a
las tóxicas y acercarme a las buenas. Que una persona sea buena, no quiere
decir que siempre lo vaya a seguir siendo, es decir, un individuo puede ser el
más generoso y misericordioso del mundo, pero puede cambiar su forma de ser en
un momento concreto de su vida, no es algo permanente en el ser humano, por eso
no permito bajar la guardia y los sigo analizando, incluso a los de mi círculo
de confianza.
Carol
estaba muy enfada esta mañana. Siempre le pido consejo para todo, bueno,
realmente suelo pedirle ayuda en lugar de consejo. En ella sí confío. A veces,
cuando dice que se va a ir a vivir con su novio porque está harta de mí, le
suplico que no me deje, que cambiaré y la dejaré tranquila, pero tanto ella
como yo sabemos que eso es imposible, me he acostumbrado a delegar en ella la
mayoría de mis responsabilidades y no soy capaz de tomar una simple decisión si
no es consensuada previamente con ella.
Con
las chicas nunca he tenido suerte. Si me enamoraba de una, ella no parecía
verme, aunque estuviera a dos palmos de sus narices. Si me seguían el juego,
era para burlarse o darle celos a otro. Y si alguna se sentía atraída por mí, o
no me gustaba, o me transmitía más desconfiaba que encanto. En los últimos años
he tenido pocas relaciones, y ninguna ha sido seria, además, casi todas han
sido amigas virtuales, si es que ese término existe. Gracias a internet chateo
con muchas que se sienten solas o necesitan el consejo de un hombre, pero casi siempre
se aprovechan de mi encanto para consolarse sexualmente o me utilizan porque
necesitan desahogarse hablando de sus problemas y pecados. Mis preferidas son
las que solamente necesitan a alguien que las escuche, sé que este grupo no
busca lo que yo, pero cuando alguna deposita su confianza en mí, me hace sentir
una persona especial. Cierto es que, ingenuamente, algunas veces creo
enamorarme de alguna de ellas. No puedo evitarlo. Al principio pongo especial
empeño en ser fuerte y hermético con mis sentimientos, pero conforme voy conociéndolas
empiezo a apasionarme y dejo al descubierto mis frágiles emociones, que son mi punto
débil. Normalmente siempre me llevo las mismas decepciones y me consuelo con
que no me merecen, pero eso no es suficiente. No puedo negar que no me guste
mantener sexo a través de videollamadas o mensajes, pero eso no es lo que
persigo. Busco algo que trascienda a los instintos y a las imágenes. Algo que se
ramifique y se extienda mágicamente por los sentimientos sin importar la parte
física. Por desgracia, el físico y la personalidad parecen decidir en la
atracción. Aunque me considero guapo y con buena presencia, la última vez que
me acosté con una chica fue hace cuatro años, de hecho, fue la última vez que
nos vimos después de haber estado saliendo durante unas semanas. La muy zorra
dijo que era un depravado, que iba de sensible cuando realmente era un degenerado
niño psicópata atrapado en el cuerpo de un hombre. Tardé en superar aquellas
acusaciones infundadas, pero con el tiempo me permití olvidarla sin
resentimiento.
Ahora
estoy sumido en mar de dudas porque creo estar enamorado de una chica muy
especial. Se llama Gina. Es maravillosa. Por sus palabras puede que yo también
le guste a ella, al menos eso espero. Para confirmarlo tengo que verla y poner
en marcha mi técnica. No sé si será un capricho pasajero o una auténtica
obsesión, pero paso el día pensando en ella. Lo malo es que no he empezado con
buen pie. Después de un tiempo charlando por redes sociales, hace unos días nos
dimos nuestros respectivos teléfonos con la idea de conocernos mejor. Solo unos
minutos de charla fueron suficientes para pedirle una cita.
Mi
hermana me ha ayudado en alguna cosa, incluso iba a acompañarnos para que Gina
no tuviera miedo de encontrarse con algún chalado de esos que seguramente la
acosa. Pero con todo a favor, no he tenido valor para verla. La idea de no ser
aceptado me aterra porque puedo soportar ser rechazado por otras, pero no por
ella. Ahora mismo tendría que estar a su lado enseñándole un lugar muy especial,
sin embargo, estoy encerrado en mi habitación imaginando cómo habría sido estar
en su compañía.
No
lo soporto más, esta situación me está provocando mucha intranquilidad. Carol
no contesta a mis mensajes y no me atrevo a llamarla estando junto a Gina. Creo
que para no perder la cabeza voy a coger el coche y a presentarme allí. Sí,
está decidido, nada malo puede pasar. En cuanto mi hermana nos deje a solas, seré
sincero con ella y le contaré la verdad. Entenderá que soy un tipo normal y que
mi comportamiento asustadizo no es ni infantil ni peligroso, sino que es debido
a la sensibilidad y a la timidez. Dejaré que conozca mi interior y seré
premiado con su perdón. Una vez perdonado me entregaré en cuerpo y alma para ganarme
su corazón, entonces descubrirá que soy el tipo que ha estado buscando toda su
vida. Así será.
Cierto
es que conozco el camino como la palma de mi mano y podría conducir
perfectamente de noche sin luces. Me gusta controlar todo lo que me rodea, y
por eso suelo conducir tranquilo, pero hoy me estoy dejando arrastrar por una
especie de atracción espiritual que decide por mí. Es maravilloso, en estos
momentos tengo la impresión de estar atravesando una fracción del espacio-tiempo,
como si me desplazara sin ser consciente de ello o algo así. Seguramente es debido
a la reacción que está generando la subida de la adrenalina con la medicación
que tomo. Mi hermana diría que es que es porque voy a toda velocidad, sin más,
para ella todo se reduce a la conclusión más sencilla, pero prefiero pensar que
está ocurriendo algo mágico para que esté con Gina.
Ahí
está el coche de Carol. Espero que este lugar no le haya causado aprensión a
Gina. Mi hermana lo odia, aunque creo que exagera bastante, si no, no habría
venido tantas veces conmigo. Pensándolo bien, siempre me acompaña a casi todos
los sitios. No sé qué haría sin ella.
El
silencio es un poco chocante. Qué raro. Espero que no estén escondidas para
darme un susto, no quisiera que Gina observara inseguridad en mi
comportamiento. Tampoco me gustaría que notara titubeo en mi voz, porque, aunque
he ensayado varios saludos, estoy bastante nervioso. Sé que la clave está en
mantener cierto equilibrio, eso creo que puedo conseguirlo, solo tengo que
caminar decidido, moderar la respiración y mantener una sonrisa.
Creo
que aquí no ha entrado nadie desde nuestra última visita. Todo parece estar sumido
en la misma calamidad habitual, sin embargo, el olor parece más desagradable
que de costumbre.
Confirmado:
las chicas no están aquí abajo. Probablemente, Carol ya le habrá mostrado el
plato fuerte del espectáculo. Me habría gustado ver la cara de Gina al entrar
en alguna de las habitaciones de las camas. Yo tendría que haber sido el anfitrión,
pero he sido un cobarde. Ahora tengo que enmendarlo.
Conforme
flexiono las rodillas para subir los escalones estoy notando un inoportuno temblor
en el ojo izquierdo. Es como una maldita intermitencia. No sé si lo apreciarán,
es bastante molesto, pero no me voy a desanimar, es más, voy a empezar por el
ala izquierda, puede que sea un presagio.
Sigo
sin escucharlas. Quieren asustarme, ahora sí lo tengo claro, pero en sigilo no
me gana nadie. Creo que el susto se lo voy a dar yo a ellas.
Queridos oyentes, me temo que no puedo
continuar leyendo. Están llamando violentamente a la puerta de manera
insistente. Con esa brusquedad no tardarán en echarla abajo. Lástima, porque ya
quedaba poco para terminar.
Aun
a riesgo de que se enfaden conmigo, ya que querían ser personajes anónimos, antes
de finalizar con la emisión voy a girar la cámara para que podáis ver en primer
plano a mis seguidores favoritos. Aún no los podéis ver, pero me están atravesando
con sus turbadoras miradas. Ahora sí, ahí los tenéis, son William y Carol, que
no han querido perderse esta entrega en directo.
Chicos,
no pongáis esas caras, que os está viendo mucha gente. Perdonad la encerrona,
pero, ya que este programa va dedicado a vosotros, quiero que os conozcan todos
nuestros seguidores. Os agradezco públicamente la ayuda en esta historia,
porque, aunque ya conocía el edificio, junto a vosotros pude verlo con otros
ojos. Yo sola no habría encontrado la inspiración que exigía escribir este
texto.
Ahora
que conocéis a dos de los tres protagonistas, y como sois unos oyentes muy
listos, habréis deducido que Gina soy yo. Pues sí, aunque por suerte no estuve
prisionera escribiendo un estúpido diario.
Ahora
voy a girar la cámara un poco más para que podáis ver entrar a la policía. Será
un final grandioso.
Perdonad
que mis amigos no se despidan, pero, qué vamos a esperar de dos cabezas sin
cuerpo.
Relato escrito por Vicente Ortiz entre marzo y abril de 2019 para "Historias para ser leídas", el podcast de Olga Paraíso.
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