22 de noviembre de 2014

Mesa para cuatro.

REC. Son las tres y diecisiete minutos del viernes veintiocho de noviembre. Junto al equipo V, acabo de entrar en la vivienda. La policía ya nos ha dejado libre el terreno y vamos a empezar. La primera impresión es escalofriante; no sólo por el desorden, sino por el nauseabundo olor a carne en descomposición. Me indican que los cuerpos están sobre la cama del dormitorio principal. Me cubro la cara con una mascarilla; el olor es inaguantable. Me acerco a los cuerpos para hacer el primer examen. La chica yace bocarriba, está totalmente desnuda y por su aspecto no debe pasar de los veinticinco años. El chico está en posición fetal, diría que es algo mayor, pero no mucho más, también está desnudo. La cama está cubierta de sangre seca. La joven muestra un profundo corte en su garganta y la amputación parcial de sus senos. Su pareja presenta un corte aún más profundo, tiene casi seccionada la cabeza. También puede apreciarse un fuerte traumatismo en el lado derecho del cráneo.
Me dicen que los objetos de valor siguen en la vivienda, provisionalmente descartamos el móvil por robo. Creo que aquí no podemos hacer mucho más y voy a dar orden de que trasladen los cuerpos para que les practiquen la autopsia, pero me temo que la historia se repite. Ya son cuatro jóvenes parejas brutalmente asesinadas en menos de un mes. En los cuatro casos a las chicas les han amputado parte de sus pechos y excepto en éste, los barones han sido decapitados. Estamos ante un despiadado asesino en serie fetichista. STOP.

¡Merino! grita enérgicamente Expósito, que se acerca a mi despacho con unos papeles.
Lo que ya sabíamos, ¿verdad? pregunto sabiendo la respuesta.
Efectivamente ―me contesta con gesto serio, a los chicos de anoche no se les han encontrado tóxicos, llevan una semana tiesos, y eran una pareja común sin antecedentes ni deudas. Como en los otros casos, también estaban solteros.
¿Y la chica? ¿Estaba embarazada también?
Sí, otra oveja descarriada contesta casi con desprecio.
―¡No empecemos, Expósito! levanto la voz con autoridad.
―Lo siento jefa, pero no entiendo a estos jóvenes que deciden tener familia sin estar casados, sólo eso, traer una vida a este mundo no es un juego de niños.
―¡Céntrate en el caso, por favor! Tus creencias, guárdatelas.
En ese momento decido terminar con la reunión. Expósito es uno de mis mejores hombres, pero es una persona tan cerrada en su credo que ve todo inmoral. Aún me pregunto cómo decidió dedicarse a este trabajo. Me estoy arrepintiendo de haber aceptado ir a cenar esta noche a su casa, de no ser porque nos acompañan Molina y Monzón, me habría inventado cualquier excusa para perderle de vista.

18 de septiembre de 2014

Londres.

Londres 28 de enero de 1.897
Querido tío Henry, hace meses que no sabéis nada de mí y voy a intentar resumir cómo ha sido este tiempo sin vosotros.
Quisiera decirte que Londres es un sitio idílico donde continuar mi aprendizaje, pero estoy sumido en una gran depresión de la que difícilmente podré recuperarme algún día.
Tú y la tía Bridget sois como unos padres para mí y habéis sacrificado vuestro bienestar para que yo me convierta algún día en médico. No sé si merezco tal cosa.
Londres es un infierno. En cuanto cae la noche, una espesa niebla cae sobre sus calles como un pesado telón, es entonces, a la hora de las sombras, cuando personajes de distinta índole aparecen de la nada y se hacen con el control de la ciudad. He podido ver con mis propios ojos cómo un policía miraba para otro lado cuando un chiquillo de apenas ocho años era embestido por un coche tirado por caballos. En cualquier siniestro callejón, por un simple reloj de bolsillo un hombre puede ser degollado sin piedad. Es fácil que en el trayecto que hay desde la facultad hasta este pequeño cuarto donde escribo bajo la pobre luz de una vela, más de diez mujeres de diferentes edades intenten venderme su cuerpo por unos chelines. Dios se apiade de ellas. Como imaginarás, hago con que no escucho sus obscenos comentarios y sigo caminando en silencio. Prefiero darle un chelín a cualquiera de los muchos vagabundos que deambulan sucios y enfermos por las calles de esta lúgubre ciudad.
En mi primera carta os dije que mi habitación era cómoda, pero nada más lejos de la realidad. Intento no morir de frío cada noche en la estancia más pequeña y sucia de la casa, donde un armario sin puertas, una mesita de madera con un taburete y una pequeña y vieja cama son todo el mobiliario. La comida no es mucho mejor, incluso el señor Goodman me ha insinuado que si quiero comer carne haga como el resto de sus distinguidos huéspedes y robe una gallina de vez en cuando en el mercado.    
Qué te voy a contar de la facultad… los profesores solo se dirigen a los alumnos de familias importantes, y estos, con sus elegantes trajes me miran por encima del hombro sintiéndose superiores. Pero eso no me importa. Como tú y la tía me enseñasteis, estoy siendo muy trabajador y gracias a mi empeño tengo buenas notas. Para relajarme, me refugio en la biblioteca cada tarde y me sumerjo leyendo a los clásicos durante horas. También leo viejos tratados sobre medicina que me están viniendo bien.
Lo peor viene por la noche. La soledad de mi oscura habitación me está consumiendo. Apenas duermo por los ruidos y el frío. Paralizado sobre mi cama, escucho voces en la calle y temo que algún día alguien trepe para robarme o descuartizarme.
Lo siento tío Henry, en cuanto pueda continúo la carta.


Londres 17 de mayo 1.897 (Continuación).
Soy un miserable. A pesar de haber recibido tus cartas, no he tenido ganas ni valor para escribirte. He llorado mucho la muerte de tía Bridget. Solo el Señor sabe lo mucho que la quería, pero sabíamos que ese día llegaría, aunque siempre he albergado la idea de que podría estar a su lado para despedirme. Lo siento. Siento que os he fallado y que jamás podré compensarte por todo lo que habéis hecho por mí. No merezco que sigas enviando dinero para mis gastos, ni siquiera merezco permanecer en tu recuerdo. Ahora soy una persona distinta, ya no me conoces tío Henry. Esta despreciable ciudad, sumida en los vicios más pecaminosos ha podido atraparme con sus garras, y lo peor de todo, es que en cierto modo soy feliz.
No sufro cuando cada noche aparecen los monstruos que intentan despedazarme en mi lecho. No les tengo miedo. Ni siquiera a esos ruidos desgarradores que emiten al acercarse a mí. Algunas veces, antes del alba, me levanto de la cama y veo a través de mi ventana a los espectros de la noche que, como una nebulosa salen de las casas y emergen para desaparecer en el aire antes de que el sol los destroce con sus primeros rayos. Algunos me observan desafiantes, pero al no encontrar miedo en mi mirada, siguen su ascenso a quién sabe dónde.      
Tío, no llores por mí, soy más fuerte de lo que creía. Los obstáculos que esta maldita ciudad me ha ido poniendo desde que llegué me han curtido y han hecho de mí a una persona diferente, ahora los veo como un juego de niños. 
Mientras tenga acceso al opio de la facultad, no habrá criatura diabólica que pueda contra el láudano que yo mismo elaboro.


Vicente Ortiz Guardado.
Escrito entre los días 17 y 18 de Septiembre de 2014
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010608

4 de julio de 2014

Aguas oscuras.

Empecé a contar mentalmente hasta tres. Al principio me faltaba el aire, pero conforme fui tranquilizándome comencé a respirar un poco mejor. Olía mal, pero cada pequeña bocanada de aire que entraba en mis pulmones era una pequeña victoria.
Cuando recuperé la respiración y mis ojos se acostumbraron a la casi total ausencia de luz me centré en el siguiente problema, salir de allí. A duras penas repté durante un tiempo indefinido y cuando noté que llevaba un buen rato bajando, sentí que la tensión se acumulaba en mis sienes dándome pequeños pinchazos.
Paré unos minutos para recuperar fuerzas y cuando proseguí, la especie de galería en la que me encontraba comenzó a hacerse más grande y en horizontal. Aunque sentía el mismo agobio que al principio, ya me había habituado a respirar siguiendo una secuencia y también la tensión en mi cabeza empezaba a desaparecer. Por la tierra que se pegaba en mis codos y mis rodillas deduje que estaba sangrando. Me picaban mucho los ojos, hasta los lagrimones que recorrían mi cara parecían barro imposible de limpiar.
Mis fuerzas me habían abandonado casi por completo cuando aprecié que al fondo había algo de luz. No sé de dónde saqué la energía, pero aceleré la marcha dando gritos a cada avance. El dolor en los codos era insoportable, pero tenía que llegar cuanto antes al fondo.
Un, dos, tres decía una y otra vez antes de gritar y respirar.
El tamaño de la galería aumentó a tal punto que pude empezar a caminar más deprisa a cuatro patas. Mis brazos temblaban de cansancio porque no podía estirarlos por completo sin darme golpes en la cabeza, pero estar cada vez más cerca de la fuente de luz, hizo que una mueca parecida a una sonrisa apareciera en mi cara.
Como la anchura de la galería daba para girarme, pude tumbarme bocarriba para descansar. Tanto me relajó cambiar de postura que me quedé dormido. No sé cuánto tiempo pasó, pero algún pequeño roedor recorrió mi pecho a una velocidad endiablada y me devolvió a la cruda realidad.
Cuando me dispuse a proseguir, un nuevo varapalo me sacudió; no había nada de luz. Me encontraba sumido en la más absoluta oscuridad. Aun así, seguí mi marcha sin saber dónde cómo o cuándo terminaría mi calvario.
Tenía la boca pastosa y una sed de mil demonios, pero los codos me dolían menos. Con mucho esfuerzo, unos minutos después llegué a la desembocadura del túnel. No veía el fondo y como tampoco tenía espacio para girarme e intentar bajar de pié, decidí esperar a que llegara de nuevo la luz, si es que ésta llegaría en algún momento.
Volví a quedarme dormido unos minutos, puede que unas horas. Cuando desperté, un rayo de luz proveniente del techo atravesaba la enorme oquedad iluminando aquella cueva. No había otra opción, tenía que tirarme de cabeza e intentar girarme en el aire para caer de pie antes de estamparme en el suelo que estaba a unos tres metros.
Dibujé en mi imaginación un salto perfecto, pero éste no fue tal. Sin poder ponerme de pie antes de saltar, me impulsé todo lo que pude para sortear las piedras de la pared y hacer la pirueta que quería, pero lo único que conseguí fue caer de espalda en el frío y duro suelo pedregoso.
El golpe fue tan brusco que temí haberme fracturado alguna costilla. No podía respirar y el dolor era espantoso. Conseguí ponerme en posición fetal y de forma entrecortada al principio, y más regular pasado un tiempo, comencé a respirar.
Me incorporé lanzando un fuerte grito que retumbó entre aquellas paredes. A pesar del dolor de la espalda, pude ponerme en pie tras un ligero mareo que casi me hace volver a caer. Me dolía tanto que ya me había olvidado de las rodillas y los codos. Gracias a la luz, comprobé que efectivamente había perdido bastante sangre. En el codo derecho había desaparecido todo rastro de piel y pude ver el hueso entre la costra de tierra y sangre que se había formado.
Tambaleándome un poco, recorrí la estancia que, desde abajo se veía mucho más grande. Parecía una formación totalmente natural, pero el túnel por el que había llegado hasta allí lo había hecho alguien quién sabe por qué motivo. En la parte superior, se adivinaba una curvatura que posiblemente llevaba a la superficie. La luz que por allí se colaba, seguramente era la propia luz del día, pero estaba a más de treinta metros imposibles de escalar en mi estado. Grité tanto como mi garganta me permitió, pero la única respuesta que llegó fue el propio eco de mi voz.
Ya con menos dolor, explorando por uno de los extremos, justo frente a la desembocadura del túnel por el que había reptado, vi que la oquedad tenía una continuación. La luz era más escasa, pero avancé con cuidado y descubrí que había una pequeña laguna formada por el agua que se filtraba por las paredes del fondo de la cueva. Sin pensarlo me decidí a entrar. Inconscientemente no tuve la precaución de comprobar antes la profundidad y al meter el primer pie caí dentro. Estaba muy fría y eso me espabiló rápidamente. Con un par de brazadas me acerqué al borde de la que en otra situación habría sido una idílica piscina natural, y aunque me costó un poco, pude salir. De rodillas en la orilla me lavé las heridas y bebí abundantemente sin pensar en una posible intoxicación. ¡Qué más podía pasarme! Desde luego de sed no me iba a morir.
El agua que chorreaba continuamente por la pared tenía que salir por alguna parte, pues la marca de la erosión indicaba que el nivel hacía mucho que no subía. Nunca había sido un gran buceador, pero algo tenía que intentar antes de morirme de hambre o por alguna infección.
Aunque mis extremidades no estaban para mucho derroche de energía, me lancé y recorrí buena parte del pozo antes de subir a la superficie a coger aire. A pesar de que el agua era cristalina, en cuanto me sumergía un poco, era imposible ver nada. Ya que la vista no me servía de mucho, cambié de táctica y fui palpando las paredes intentando encontrar alguna salida. Una de las veces encontré a bastante profundidad lo que parecía el “desagüe”, pero, no sabía qué habría más allá. Subí para respirar profundamente y volví al mismo sitio, pero cuando intenté adentrarme un poco más, algo pasó a mi lado rozándome con violencia la espalda. Fueron unos segundos agónicos pues ya no aguantaba más la respiración, fuera lo que fuera me había desorientado y el miedo a una extraña criatura me noqueó. Cuando di el primer tragón de agua pensé que era el final, pero entonces una fuerza inesperada me hizo reaccionar y pude salir de aquella trampa. Por el camino volví a tragar más agua y cuando pensé que moriría ahogado vi la claridad. Saqué la cabeza del agua y vomité sin parar de toser. Salí del agua temblando de frío y de miedo.
Me alejé de la piscina buscando la tranquilidad de la claridad que penetraba desde lo alto y fue cuando a mi espalda un enorme chapoteo en el pozo hizo que por primera vez deseara estar de nuevo en el túnel por donde había llegado hasta aquel maldito lugar. No pude ver con precisión, pero por las sacudidas que dio aquella cosa y la enorme cantidad de agua que sacó, debería tener un tamaño descomunal. Me alejé todo lo que pude suplicando para mis adentros que no fuera un gigantesco anfibio carnívoro. Para mi desgracia, la luz empezó a desvanecerse y poco a poco todo volvió a sumirse en total oscuridad.
Acurrucado en un hueco de la pared observé como el bicho paraba de chapotear y dejaba un tranquilizador silencio solamente quebrado por los chorros de agua que descendían por la pared. Sin apenas moverme, pasé en alerta la noche más larga de mi vida.
Cuando el sol hizo presencia de nuevo, apenas me quedaban fuerzas para sobrevivir un poco más. Estaba exhausto, mi estómago rugía de hambre y aunque ya no sangraba, me dolía todo el cuerpo.
Con bastante dificultad, me incorporé para intentar encontrar otra salida antes de que fuera demasiado tarde. Después de un buen rato confirmé que era imposible trepar por aquellas paredes prácticamente lisas. Decidí que era el momento, había perdido la batalla y pronto descansaría para siempre. Me tumbé en el suelo. Fijando la mirada en la claridad, los ojos empezaron a picarme por la falta de sueño. Los cerré.
No estoy seguro de si fue una alucinación, un ángel, un sueño o qué, pero lo último que recuerdo es que me levanté al oír una encantadora melodía y en el borde de la piscina cantaba la mujer más bella que jamás habían visto mis ojos. Su espesa melena dorada recorría su torso desnudo. Tenía los ojos de un verde intenso, la piel más fina y delicada que podía existir y sus sensuales y carnosos labios se abrían sugerentes al tararear aquella canción.

Su poder me atrajo tanto que sin decir una palabra me acerqué para besarla. Ella respondió agradecida. Luego nos miramos fijamente unos segundos, me sonrió dulcemente y volvimos a besarnos. Después se sumergió con los ojos abiertos y finalmente ascendió rodeando mi nuca con sus delicadas manos. Cuando yo iba a hacer lo propio, tiró de mí, lanzándome al agua.
No tuve miedo cuando me abrazó por la espalda y nos sumergimos en la profundidad de aquellas aguas oscuras, al contrario, por primera vez en mi vida me sentí en paz. Incluso creí escuchar cómo seguía cantando bajo el agua para tranquilizarme.
Antes de perder el conocimiento noté como me rozaba cuando se agitaba para descender a más velocidad. Luego desperté confuso en la orilla de un caudaloso río. Jamás volví a verla.
Yo sé que las sirenas no existen, y mucho menos las de agua dulce, pero el caso es que hoy, cuarenta años después de llegar al nuevo mundo, a cambio de un vaso de vino, sigo contando mi historia a los nuevos aventureros españoles que, en silencio, la escuchan atentos. 



Vicente Ortiz Guardado.
04-07-14
Relato dedicado a Ángel Gabay.
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010660

9 de junio de 2014

La chica de la peña.

Siempre me habían dado mucho miedo los toros y cada vez que iba a Coria en San Juan intentaba convencer a mis amigos para meternos en algún garito mientras el animal estaba suelto por las calles, pero merecía la pena acercarse a aquél toro que parecía una bestia salida del mismísimo infierno.
La noche anterior, unas chicas nos habían invitado a su peña. Eran simpáticas y lo mejor de todo es que había una que me había llamado especialmente la atención, creo que yo también a ella. Era preciosa y no iba a dejar pasar la oportunidad.
Enfilamos por la bulliciosa calle de los paños, que era un trajín de gente alegre, e intentamos entrar en la plaza, pero allí no cabía ni un alfiler. Finalmente decidimos ir a tomar una cerveza por la zona de la catedral. Miré el reloj. Aún quedaban unos minutos para que abrieran la peña de las chicas, ya que ésta no la abrían hasta que el toro estaba suelto por el casco amurallado.
Cuando terminamos la cerveza, fuimos caminando despacio hasta la peña. Yo disimulaba en todo momento, pero no hacía más que mirar a mí alrededor. Me aterraba la idea de que el toro anduviera cerca.
Al fondo de la calle distinguí a dos de las chicas que, ajenas al peligro, fumaban en mitad de la calle mientras hablaban animadamente. Cuando íbamos llegando, mi corazón se aceleró al ver que en la puerta estaba ella.
Saludé. Las risas y la complicidad de la noche anterior se habían esfumado como el humo de los cigarrillos de sus amigas. Algo había cambiado y apenas se fijó en mí. Disimulando mi decepción pasamos al interior.
Unos chicos nos sirvieron unas copas. Luego otras y otras. Ya me daba igual el toro, la chica que entraba y salía sin reparar en mi presencia y el calor que hacía. Intenté convencer a mis amigos para irnos de allí, e intentar conocer a otras chicas, pero éstos estaban a gusto charlando con unos y otros, también ayudaba que estábamos bebiendo sin gastarnos un duro.
Fuera, el sol se había escondido y una suave brisa fresca corría por la calle. Me senté en la acera para despejarme. No terminaba de acostumbrarme a beber con el estómago vacío. Uno de mis amigos salió con otra copa que acepté sin rodeos mientras miraba al corro de chicas que tan solo unas horas antes parecían ser amigas de toda la vida.
Por megafonía anunciaron que habían dado muerte al toro. Sinceramente me había olvidado del animal. Ahora lo que me apetecía era salir de allí. Me levanté para ir al baño.
Te habrás lavado las manos dijo la chica más guapa del local cuando salí del minúsculo lavabo.    
Sí, claro… dije confuso.
¿Os apetece comer algo? preguntó, si queréis podéis pasar a nuestra zona privada y picar algo.
No hizo falta que insistiera para que los gorrones de mis amigos entraran en la estancia anexa. Como buitres arrasaron con la comida. En otras circunstancias habría hecho lo mismo, pero allí estaba ella, me había hablado y sonreía. Me acerqué.
Muchas gracias por todo dije para intentar mantener una conversación.
No hay de qué contestó sonriendo mientras se alejaba.
No pude evitar lanzar una mirada de soslayo cuando abrió la nevera. Llevaba una fina camiseta ajustada que marcaba sus pezones. Era perfecta. Cuando dejó más comida sobre la mesa se acercó de nuevo. Algo parecía que estaba cambiando. Puede que fuera tímida o quisiera conocerme mejor, el caso es que estaba a mi lado y su sonrisa inundaba la estancia, no había nada ni nadie alrededor, solo ella y yo.
Aún no estoy seguro de cuánto tiempo estuvimos hablando. Fue ella la que dijo que estábamos solos. Todos habían vuelto a la barra. Entonces me lancé. Ella respondió a mi arrebato y nos fundimos en un largo y apasionado beso.
Tengo novio dijo secamente tras el beso.
No contesté, me limité a observar cómo sacaba el móvil y contestaba a un mensaje.
Sin decir nada más, salió dejándome desconcertado. Minutos después entró acompañada de un chico mayor que yo. Nos presentó. Hablamos de cosas intrascendentes durante un rato y seguimos bebiendo y bebiendo.
Lo último que recuerdo, era que entre risas, los tres entrábamos en un piso.
No sé cuántas horas pasé dormido, el caso es que desperté cuando noté que el sol entraba con violencia a través de los rectangulares agujeros de la persiana.

Sonreí al ver que a mi lado dormía alguien tras la fina sábana, pero, ¿sería ella?
Me dolía la cabeza, y algo me decía que en la noche anterior había hecho algo que jamás contaría a mis amigos.
Me incorporé para apartar la sábana, pero no hizo falta; su larga melena negra no dejaba lugar a dudas. Era ella.

Buenos días, machote dijo su novio entrando desnudo por la puerta guiñándome un ojo.


Vicente Ortiz Guardado
Junio 2014

7 de abril de 2014

Videorrelato "el ser".

Vídeo creado a partir del microrrelato,"El ser", escrito por Vicente Ortiz Guardado. Emitido en la Rosa de los Vientos el domingo 09/02/14.




21 de marzo de 2014

María

Llevaba meses observándola y aunque cada noche era casi igual a la anterior, no podía arrancarla de su pensamiento en todo el día. Era excitante. Se ponía nervioso esperando tras la cortina y, cuando aparecía ella, justo frente a él, tan cerca pero a la vez tan lejos, se sentía feliz.
A ella parecía importarle poco que la vieran, tampoco hacía nada malo. Él deseaba ser el único que la espiaba, pero, ¿estaba mal lo que hacía?, ¿sabría que la miraba cada noche? Eso no importaba, en los minutos que duraba “el encuentro” era el hombre más afortunado del mundo y no quería pensar en un rechazo si ella se sintiera observada, por eso se escondía bien, porque aunque algunas veces ella se quedaba mirando fijamente a su ventana y él había estado a punto de asomarse para saludarla, en el fondo no se atrevía, se conformaba con verla tras el escudo contra la timidez que le daba la cortina. Ojalá fuera tan lanzado como el vecino de su rellano que siempre andaba con unas y otras.
 Aquella mujer desprendía sensualidad en cada movimiento y en cada gesto. Incluso cuando sacaba un cigarrillo del bolso con aquellos largos y delgados dedos interminables y se lo ponía entre sus labios gruesos dando una calada o cuando se apartaba el pelo que se agitaba delante de su cara y se lo sujetaba tras una oreja dejando al descubierto su estilizado cuello.
No sabía su nombre, pero había decidido llamarla María. María era una mujer de unos cuarenta años. Bien proporcionada y con aspecto juvenil, aparentaba menos edad. Pero en su mirada se adivinaba a una mujer con experiencia en la vida, culta e independiente. Sus rasgos marcados nunca pasaron inadvertidos en él. Aquellos pómulos prominentes, su larga melena negra, sus carnosos labios, sus arqueadas y bien perfiladas cejas, su barbilla redonda y una mirada tierna e inocente le habían enamorado desde el primer día que la vio en el balcón, además, aquel día llevaba un escotado vestido blanco que dibujaba unas deseadas y firmes formas casi perfectas dejando prácticamente al descubierto sus pechos.   
Para su desgracia, hacía varias noches que no leía y eso quería decir que pronto volvería a entrar en su piso. Cuando salía con un libro, solía sentarse cruzando sus bronceadas piernas en una pequeña hamaca de mimbre. Encendía un pequeño flexo y podía pasarse horas leyendo. Él fijaba su mirada en los gestos que veía en ella, gestos que le indicaban lo triste, interesante o decepcionante que era lo que leía.

Ya no sabía qué hacer para llamar su atención. Lo había intentado todo; maquillada, sin maquillar, mirándole fijamente, incluso con escotes de vértigo o sin sujetador, a oscuras para que solo intuyera su silueta o con luz. Su obsesión por aquel hombre de mirada triste había llegado tan lejos que sólo le faltaba presentarse en su casa y pedirle que la invitara a tomar algo. Pero el tiempo pasaba y no había respuesta. Tal vez fuera tímido, gay o ya estuviera comprometido. Que no le gustara no podía ser; ella gustaba a todo el mundo, incluso a las mujeres. Pero jamás se le había resistido nadie durante tanto tiempo, ella sabía cómo conquistar a los hombres, llevaba toda la vida seduciendo y consiguiendo que se rindieran a sus pies, y aunque algo decepcionada, la indiferencia que él mostraba lo hacía aún más deseable.
Era viernes y ya estaba oscureciendo, el momento justo para hacer una locura. Con un rotulador de punta ancha escribió algo sobre una cartulina rosa que dejó colocada estratégicamente para que fuese visible desde el piso al que miró mientras lanzaba un suspiro antes de volver al interior.
“Si te interesa, tendré la puerta abierta toda la noche” podía leerse desde el edificio de enfrente.

No podía creer lo que estaba viendo, por fin iba a tenerla entre sus brazos. Más clara no podía ser. Se arregló un poco y después de prepararse unas palabras mirándose en el espejo del baño, se decidió a salir a la calle. No hizo falta llamar al telefonillo; su portal estaba abierto. Subió nervioso hasta el quinto piso y cuando estaba frente a la puerta de su chica respiró profundamente. Sonrió. Luego tocó el timbre y esperó. Alguien abrió.

Hola dijo el vecino de su rellano asomando la cabeza.

Vicente Ortiz Guardado
Marzo 2014
Derechos de autor: Código de registro en Safe Creative: 1805257184706 

10 de febrero de 2014

Podcast del relato "El ser".

Microrrelato "El ser", enviado por Fátima Juan al programa de Onda Cero, La rosa de los vientos.
Escrito por Vicente Ortiz. Narrado por Remedios Márquez. Editado por Victor San Román.
Emitido el domingo 09-02-14



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