No
sé a qué supuesta fuerza se debe la casualidad, una coincidencia, incluso
varios sucesos inesperados que terminan vinculados. Es como si la caprichosa
varita de un mago burlón te tocara para que se enlazaran un cúmulo de
acontecimientos poco relevantes, pero que, analizados, todos son importantes en
el devenir de unos hechos. Fatales en mi caso. De haberme gastado ochenta
dólares en una batería para el coche, no me habría meado en los pantalones buscando
el refugio de un viejo armario que apestaba a naftalina, ni ahora estaría repitiendo
mi historia a un joven abogado con más granos en la cara que casos defendidos.
Después
de una monótona jornada laboral caminé apresurado a la calle. Por suerte ya no
llovía y, aunque no hacía frío, deseaba llegar a casa cuanto antes. El plan era
darme una ducha, ponerme algo cómodo que no me quitaría en un par de días,
preparar algo rápido en el microondas y beber unas cervezas frente al
televisor. Esa era la rutina que seguía a rajatabla desde que Carol me dejó
tres años atrás. No la culpo por ello, porque tampoco es que antes hiciera
mucho más. Quizá pedir comida a los chinos de la calle Carlin o dar una vuelta
por el centro comercial algunos sábados por la tarde.
Camino
del aparcamiento decliné la invitación de los chicos para ir al tugurio donde
todos los viernes se emborrachan. Creo que me invitan porque conocen la
respuesta. Alguna vez he pensado en acompañarlos solo por joderles.
Antes
de abrir la puerta de mi abollado Ford, dirigí una sonrisa a Anne. Sin atender
al resto de vehículos, pasaba muy despacio en su enorme familiar color caca
descolorida. Tras la ventana medio bajada, acomodaba un cigarrillo entre sus
anchos labios y me miraba con lascivia. Al menos eso pienso cada vez que pone
esa cara tan Anne. Creo que ya nos habríamos revolcado alguna vez de no
ser mi superior. También quiero pensar eso. Es más fácil. Aunque la realidad
será otra. Posiblemente su voluptuoso cuerpo de madre soltera con cuatro hijos
no vea en mí otra cosa que a un tipo fracasado incapaz de darle otro hijo.
Puede que hasta se burle de mí con ese juego de miradas.
Tiré
el abrigo en el asiento del copiloto y me aflojé la corbata antes de entrar. Un
quejido involuntario salió de mi garganta al dejarme caer frente al parabrisas
cubierto de vaho. Introduje la llave de contacto para poner el coche en marcha,
pero el perezoso motor apenas giró un suspiro. En el segundo intento ni
siquiera se iluminaron los malditos testigos del salpicadero. Ignorar los
avisos de la inminente muerte de la batería no había sido buena idea.
Resignado, salí del coche y lo despedí con un portazo. Para evitar ser visto
por alguno de los chicos, abandoné el aparcamiento por la rampa peatonal de la
parte trasera.
Veinte
minutos de caminata después pisé la zona residencial. A diferencia de los
habitantes del centro, que parecen enmascarados todo el año, ver gente
disfrazada en la calle solo podía significar que era la noche de Halloween. Las
risas de un grupo de zombis y brujas de pequeña estatura, liderados por un tipo
de chaqueta roída y demasiados pendientes, me recordó que debía desconectar el
timbre al entrar en casa. Si hay algo más molesto que aguantar a un niño, es
aguantar a un grupo de niños hambrientos de caramelos y otras porquerías.
La
chillona voz de la señora Emily me atravesó los tímpanos cuando pisé mi calle. Mujer
creyente, de comportamiento reservado y vida discreta, maldecía muy enfadada.
Antes de llegar a su jardín me cambié de acera. De nada sirvió. Con vista de
rapaz nocturna me adivinó en la oscuridad.
—¿Te lo puedes creer?
¡Mira cómo me han dejado la pared esos mocosos!
Descubierto,
no me quedó más remedio que acercarme a ella. Fuera de sí como jamás la había
visto, se giró hasta darme la espalda y empezó a mover con ímpetu sus rollizos
brazos, en un intento bastante lamentable de abarcar toda la fachada con las
sacudidas.
—Huevos, han tirado al menos una docena de
huevos esos pequeños hijos de Satanás. Ha sido espantoso, Damon. Acabo de
llamar a la policía porque uno de ellos no paraba de dar patadas a la pared
mientras me amenazaba. Todo por
cerrarles la puerta cuando empezaron a reírse mientras repetían: «¿truco o
trato?».
Era
divertido ver cómo tocaba los restos viscosos que aún escurrían por la pared
sin dejar de parlotear y moverse de un lado a otro.
—Es
imperdonable, señora Emily —respondí con falsa empatía.
—No
hay educación, Damon, qué va a ser del país con estos valores. Es culpa del
maligno, que está en todas partes esperando a que flaqueemos. Primero los
comunistas, luego las rameras de la televisión, y ahora la hierba que vuelve
locos a los jóvenes. Seremos condenados por sus pecados. ¡Todos!
A
punto estuve de soltar una carcajada cuando noté que se tambaleaba. Pesaba
tanto como yo, pero no tuve problemas para ayudarla a entrar en casa y dejarla
sobre el sofá.
Un coche paró sobre el camino que separa el césped de la entrada en dos parcelas idénticas. El chirrido brusco de los neumáticos al derrapar sobre las placas de granito artificial hizo que se levantara como un resorte para cerrar la puerta y apagar las luces. En su rostro aún se reflejaba la cólera, alimentada ahora por movimientos frenéticos. Ni rastro del desvanecimiento.