31 de octubre de 2021

Ochenta dólares

 

No sé a qué supuesta fuerza se debe la casualidad, una coincidencia, incluso varios sucesos inesperados que terminan vinculados. Es como si la caprichosa varita de un mago burlón te tocara para que se enlazaran un cúmulo de acontecimientos poco relevantes, pero que, analizados, todos son importantes en el devenir de unos hechos. Fatales en mi caso. De haberme gastado ochenta dólares en una batería para el coche, no me habría meado en los pantalones buscando el refugio de un viejo armario que apestaba a naftalina, ni ahora estaría repitiendo mi historia a un joven abogado con más granos en la cara que casos defendidos.

 

 

Después de una monótona jornada laboral caminé apresurado a la calle. Por suerte ya no llovía y, aunque no hacía frío, deseaba llegar a casa cuanto antes. El plan era darme una ducha, ponerme algo cómodo que no me quitaría en un par de días, preparar algo rápido en el microondas y beber unas cervezas frente al televisor. Esa era la rutina que seguía a rajatabla desde que Carol me dejó tres años atrás. No la culpo por ello, porque tampoco es que antes hiciera mucho más. Quizá pedir comida a los chinos de la calle Carlin o dar una vuelta por el centro comercial algunos sábados por la tarde.

Camino del aparcamiento decliné la invitación de los chicos para ir al tugurio donde todos los viernes se emborrachan. Creo que me invitan porque conocen la respuesta. Alguna vez he pensado en acompañarlos solo por joderles.

Antes de abrir la puerta de mi abollado Ford, dirigí una sonrisa a Anne. Sin atender al resto de vehículos, pasaba muy despacio en su enorme familiar color caca descolorida. Tras la ventana medio bajada, acomodaba un cigarrillo entre sus anchos labios y me miraba con lascivia. Al menos eso pienso cada vez que pone esa cara tan Anne. Creo que ya nos habríamos revolcado alguna vez de no ser mi superior. También quiero pensar eso. Es más fácil. Aunque la realidad será otra. Posiblemente su voluptuoso cuerpo de madre soltera con cuatro hijos no vea en mí otra cosa que a un tipo fracasado incapaz de darle otro hijo. Puede que hasta se burle de mí con ese juego de miradas.

Tiré el abrigo en el asiento del copiloto y me aflojé la corbata antes de entrar. Un quejido involuntario salió de mi garganta al dejarme caer frente al parabrisas cubierto de vaho. Introduje la llave de contacto para poner el coche en marcha, pero el perezoso motor apenas giró un suspiro. En el segundo intento ni siquiera se iluminaron los malditos testigos del salpicadero. Ignorar los avisos de la inminente muerte de la batería no había sido buena idea. Resignado, salí del coche y lo despedí con un portazo. Para evitar ser visto por alguno de los chicos, abandoné el aparcamiento por la rampa peatonal de la parte trasera.

Veinte minutos de caminata después pisé la zona residencial. A diferencia de los habitantes del centro, que parecen enmascarados todo el año, ver gente disfrazada en la calle solo podía significar que era la noche de Halloween. Las risas de un grupo de zombis y brujas de pequeña estatura, liderados por un tipo de chaqueta roída y demasiados pendientes, me recordó que debía desconectar el timbre al entrar en casa. Si hay algo más molesto que aguantar a un niño, es aguantar a un grupo de niños hambrientos de caramelos y otras porquerías.

La chillona voz de la señora Emily me atravesó los tímpanos cuando pisé mi calle. Mujer creyente, de comportamiento reservado y vida discreta, maldecía muy enfadada. Antes de llegar a su jardín me cambié de acera. De nada sirvió. Con vista de rapaz nocturna me adivinó en la oscuridad.

¿Te lo puedes creer? ¡Mira cómo me han dejado la pared esos mocosos!

Descubierto, no me quedó más remedio que acercarme a ella. Fuera de sí como jamás la había visto, se giró hasta darme la espalda y empezó a mover con ímpetu sus rollizos brazos, en un intento bastante lamentable de abarcar toda la fachada con las sacudidas.

 —Huevos, han tirado al menos una docena de huevos esos pequeños hijos de Satanás. Ha sido espantoso, Damon. Acabo de llamar a la policía porque uno de ellos no paraba de dar patadas a la pared mientras me amenazaba.  Todo por cerrarles la puerta cuando empezaron a reírse mientras repetían: «¿truco o trato?».

Era divertido ver cómo tocaba los restos viscosos que aún escurrían por la pared sin dejar de parlotear y moverse de un lado a otro.

—Es imperdonable, señora Emily —respondí con falsa empatía.

—No hay educación, Damon, qué va a ser del país con estos valores. Es culpa del maligno, que está en todas partes esperando a que flaqueemos. Primero los comunistas, luego las rameras de la televisión, y ahora la hierba que vuelve locos a los jóvenes. Seremos condenados por sus pecados. ¡Todos!

A punto estuve de soltar una carcajada cuando noté que se tambaleaba. Pesaba tanto como yo, pero no tuve problemas para ayudarla a entrar en casa y dejarla sobre el sofá.

Un coche paró sobre el camino que separa el césped de la entrada en dos parcelas idénticas. El chirrido brusco de los neumáticos al derrapar sobre las placas de granito artificial hizo que se levantara como un resorte para cerrar la puerta y apagar las luces. En su rostro aún se reflejaba la cólera, alimentada ahora por movimientos frenéticos. Ni rastro del desvanecimiento. 

Se sentó a mi lado cuando unos golpes violentos hicieron vibrar el marco de la puerta. La miré confuso, buscando alguna explicación. La inquietud de sus ojos nerviosos fue su respuesta. Los golpes volvieron a repetirse, esta vez se rompieron los pequeños cristales rectangulares de la parte alta de la puerta. Dio un respingo y se apoyó en mí. Tomó mi mano con fuerza. «No es la policía, sígueme», me susurró al oído. Sumiso, me dejé llevar a la planta superior sin decir nada. Antes de entrar en una de las habitaciones, más golpes rompieron de nuevo el silencio. Fue un alivio que me soltara la mano, ya húmeda de sudor y dormida por la fuerte presión. Me empujó hasta la cama. Se colaba algo de luz exterior. Entendí que debía sentarme para mirar cómo se arrodillaba frente a una de las paredes y entrelazaba las manos. Creo que era un Padrenuestro lo que brotaba de su garganta cuando el sonido de los cristales arrastrados por la puerta interrumpió su oración. Se incorporó y alargó un brazo con los dedos abiertos. Supongo que me pidió que siguiera quieto, algo que no pude hacer una vez desapareció en dirección a las escaleras. Desde la ventana pude ver dos cosas: unos barrotes infranqueables y un Chevrolet negro en mitad del jardín.

Ruidos de cosas que rodaban, golpes más fuertes y quejidos llegaron de abajo. Cada vez más asustado empecé a buscar un teléfono. Nada. Tras la pelea el silencio pareció que ganaba un momento. Luego, pasos ligeros de alguien que subía las escaleras. Sin tiempo ni escapatoria, sopesé esconderme bajo la cama, algo tan previsible como meterme en el armario. No sé a qué estúpida razón obedece que en un momento como aquel pensara en mis compañeros de trabajo. Habría sido el día perfecto para acompañarlos, pero ya no era posible. Podría estar borracho, divirtiéndome o jodiéndoles la noche, sin embargo, estaba metido en el armario de la señora Emily, una vecina chiflada que había cabreado a alguien.

La vida está llena de pequeñas decisiones que marcan el resultado de los acontecimientos, y ni siquiera había sido consciente de cómo me había camuflado entre grandes vestidos que imaginaba antiguos. Gracias a los huecos entre las tablas que revestían el frente pude ver cómo se abría la puerta. Un tipo alto que llevaba una chaqueta sucia y desgastada entró. No fue el enorme machete que aferraba lo que hizo que me meara de miedo, fue su careta rígida y brillante. Una careta inanimada de portero de hockey que representaba al mal en un claro simbolismo al Jason de viernes 13.

Jason dejó el machete sobre la cama y comenzó a husmear cada rincón del cuarto sin llegar a tocar nada, como si no necesitara otra cosa que su olfato, su oído o alguno de esos sentidos extraños que parecen tener ciertos asesinos. Con cortas pisadas, sus botas se dirigieron al armario. Dejé de respirar y cerré los ojos cuando lo tuve a un palmo. En ese momento lo imaginé frente a mí haciendo incomprensibles movimientos de cabeza para que la máscara de hockey actuara como un péndulo. A punto estuve de cagarme encima si no hubiera escuchado arrastrar sus botas camino de las escaleras. Ahora estaba solo, pero tarde o temprano ese cabrón volvería a por el machete. Volvería a por mí.

De nuevo un pensamiento fugaz se cruzó en mi cabeza atormentada: Anne. Ella no dudaría en un momento así. Una mujer como ella, curtida en mil batallas no estaría escondida como una rata. Esa idea fue suficiente para que saliera de la madriguera. Si algún día quería estar con Anne, tendría que ser más decidido. Más apasionado. Menos yo. Al sostener el pesado machete, un valor imprudente me alentó a luchar por mi vida. En cuanto dejé atrás la habitación bajé las escaleras a toda velocidad. Sobre el sofá, la señora Emily yacía bocarriba con una bolsa transparente que le cubría la cara. Al aproximarme a la puerta, como si estuviera esperando a que saliera, Jason apareció de la nada cortando el paso de mi salvación. La adrenalina y mi torpeza hicieron el resto. Con todas las fuerzas que pude reunir, le asesté un machetazo en el cuello. Fue liberador para mi sistema nervioso ver que el cuerpo se desplomaba y su cabeza volaba un par de metros. Grité como un guerrero lo haría al acabar con su peor enemigo. Encendí la luz.

—¡Tira el arma al suelo! —Gritó el más gordo de los dos policías que ya pisaban los cristales de la entrada.

Cuando el otro sacó su pistola, tiré el cuchillo sobre la alfombra, a solo unos pasos de la inanimada máscara de Jason, que de forma incomprensible reposaba en el suelo sin ninguna cabeza dentro. Dejé escapar un doble suspiro de alivio al ver que el machete no estaba manchado de sangre. Puede que también dibujara una sonrisa.

 


Le he contado mil veces al idiota de mi abogado que yo no lo maté, que cuando el policía gordo se acercó a Jason, su cabeza sin máscara y llena de pendientes seguía unida al resto del cuerpo. Pero difícilmente podrá defenderme si no lo cree. Los informes policiales dicen que intenté decapitarlo con tan poca destreza que, en lugar de usar el filo de la hoja, le rompí el cuello de un golpe seco con el canto del machete, después de haber asfixiado a su madre.


Relato escrito a finales de octubre de 2021

Nº de registro en Safe Creative 2110319678413 

Vicente Ortiz.

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