Érase una vez, en un país muy muy
cercano en el que quince niños entraban al cole como cada mañana. Habría sido
un día normal y corriente si no fuera porque en pleno recreo, Adolfo, un
extraño hombrecillo vestido de llamativo y alegre colorido, al que solamente
los niños podían ver, les dijo que en la hora del recreo del día siguiente lo
acompañaran para tener una gran aventura, eso sí, deberían guardar el secreto
porque los mayores no entendían nada de nada. A pesar de que aquel personaje no
tenía muy buenas pintas, por alguna razón, quizá mágica, los niños no dudaron
en urdir un plan.
Cuando Merycar, la maestra, no
miraba, iban diciéndose cosas al oído y discutiendo cómo lo harían.
Bruno, Nico, Nahiara y Carmen pronto
se pusieron de acuerdo con Jorge, Asiel, María y Manuela. Yoel, Silvia y Lucía
al principio no terminaban de verlo claro, pero cuando Diana Marcela, Naila, Gabriela
y Carla se apuntaron, no dudaron en unirse al grupo.
Los niños sabían que no podían irse
con un extraño y tampoco alejarse de la zona de juegos en el recreo, pero, si
lo hacían como habían planeado, quién se iba a enterar, además, el misterioso ser,
les había prometido una gran aventura y todo el mundo sabe que lo que más le
gusta a los niños, es la diversión.
A la mañana siguiente, el personaje,
que en esta ocasión llevaba un gracioso gorro a juego con el resto de su
extraña vestimenta, se puso junto a la puerta para verlos pasar. Los mayores no
podían verlo, pero ellos sí. Cada vez que un niño pasaba a su lado, hacía una exagerada
reverencia sin dejar de sonreír. Ellos le respondían con risitas, pero no de
forma efusiva, para así evitar que los mayores sospecharan algo.
Luego todo ocurrió como planearon. En
clase no llamaron la atención, salieron de forma ordenada al recreo y lo mejor
fue que no tuvieron que despistar a la maestra. Por alguna razón desconocida,
Merycar entró en el colegio dejándolos solos, puede que el duende la hubiera
encantado. Entonces los niños aprovecharon para huir en grupo hasta la zona
donde el llamativo personaje les había dicho.
Cuando iban llegando ocurrió algo que
los dejó con la boca abierta, pues lo que siempre había sido la valla del
patio, empezó a transformarse en una especie de puerta que se iba abriendo
mientras unas llamativas lucecitas no paraban de centellear a su alrededor.
No se lo pensaron. Sin mirar atrás
fueron atravesando uno a uno aquella puerta mágica. Pero no tardaron en darse
cuenta de que algo estaba fallando. Al otro lado no estaba el duende Adolfo, ni
siquiera había columpios o la fiesta que algunos se habían imaginado. Cuando
quisieron darse la vuelta para regresar, las luces se apagaron y la puerta se
cerró. Ahora estaban perdidos en un sitio realmente feo y oscuro. Pobres niños,
¡cómo lloraban!
Varios minutos pasaron, puede que
horas, cuando las lucecitas volvieron a iluminarse y la puerta se abrió. Por
suerte para ellos, apareció Merycar junto a un mago muy atractivo.
―Rápido, venid conmigo ―dijo la maestra con voz severa
mientras los guiaba de nuevo al patio del colegio.
Los niños cruzaron la puerta a toda
velocidad y sorprendidos vieron que el mago ya no estaba con Merycar, pero eso
ya importaba poco. Por suerte, ya estaban a salvo.
Una vez en clase, la maestra les explicó
que nunca jamás deberían desobedecerla, ni a ella ni a sus padres. También les
contó que el duende que habían visto la había hechizado, pero gracias a la
acción de Senent, el mago bueno que siempre está atento para que a los niños no
les pase nada, pudo romper el hechizo y volver a abrir la puerta para
rescatarlos.
Los niños entendieron que habían
hecho mal. Después de pedir perdón a Merycar prometieron no volver a
desobedecer y mucho menos a irse con un extraño.
Por cierto, os preguntaréis que pasó
con el duende malo… pues que el poder del mago bueno pudo más y lo hizo
desaparecer para siempre.
Vicente Ortiz Guardado
Cuento escrito para la clase de primero de infantil del colegio Zurbarán de Coria, donde está mi hijo Bruno. Diciembre de 2016
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