17 de febrero de 2017

El duende malo y el mago bueno.

Érase una vez, en un país muy muy cercano en el que quince niños entraban al cole como cada mañana. Habría sido un día normal y corriente si no fuera porque en pleno recreo, Adolfo, un extraño hombrecillo vestido de llamativo y alegre colorido, al que solamente los niños podían ver, les dijo que en la hora del recreo del día siguiente lo acompañaran para tener una gran aventura, eso sí, deberían guardar el secreto porque los mayores no entendían nada de nada. A pesar de que aquel personaje no tenía muy buenas pintas, por alguna razón, quizá mágica, los niños no dudaron en urdir un plan.
Cuando Merycar, la maestra, no miraba, iban diciéndose cosas al oído y discutiendo cómo lo harían.
Bruno, Nico, Nahiara y Carmen pronto se pusieron de acuerdo con Jorge, Asiel, María y Manuela. Yoel, Silvia y Lucía al principio no terminaban de verlo claro, pero cuando Diana Marcela, Naila, Gabriela y Carla se apuntaron, no dudaron en unirse al grupo.
Los niños sabían que no podían irse con un extraño y tampoco alejarse de la zona de juegos en el recreo, pero, si lo hacían como habían planeado, quién se iba a enterar, además, el misterioso ser, les había prometido una gran aventura y todo el mundo sabe que lo que más le gusta a los niños, es la diversión.
A la mañana siguiente, el personaje, que en esta ocasión llevaba un gracioso gorro a juego con el resto de su extraña vestimenta, se puso junto a la puerta para verlos pasar. Los mayores no podían verlo, pero ellos sí. Cada vez que un niño pasaba a su lado, hacía una exagerada reverencia sin dejar de sonreír. Ellos le respondían con risitas, pero no de forma efusiva, para así evitar que los mayores sospecharan algo.
Luego todo ocurrió como planearon. En clase no llamaron la atención, salieron de forma ordenada al recreo y lo mejor fue que no tuvieron que despistar a la maestra. Por alguna razón desconocida, Merycar entró en el colegio dejándolos solos, puede que el duende la hubiera encantado. Entonces los niños aprovecharon para huir en grupo hasta la zona donde el llamativo personaje les había dicho.
Cuando iban llegando ocurrió algo que los dejó con la boca abierta, pues lo que siempre había sido la valla del patio, empezó a transformarse en una especie de puerta que se iba abriendo mientras unas llamativas lucecitas no paraban de centellear a su alrededor.
No se lo pensaron. Sin mirar atrás fueron atravesando uno a uno aquella puerta mágica. Pero no tardaron en darse cuenta de que algo estaba fallando. Al otro lado no estaba el duende Adolfo, ni siquiera había columpios o la fiesta que algunos se habían imaginado. Cuando quisieron darse la vuelta para regresar, las luces se apagaron y la puerta se cerró. Ahora estaban perdidos en un sitio realmente feo y oscuro. Pobres niños, ¡cómo lloraban!
Varios minutos pasaron, puede que horas, cuando las lucecitas volvieron a iluminarse y la puerta se abrió. Por suerte para ellos, apareció Merycar junto a un mago muy atractivo.
Rápido, venid conmigo dijo la maestra con voz severa mientras los guiaba de nuevo al patio del colegio.
Los niños cruzaron la puerta a toda velocidad y sorprendidos vieron que el mago ya no estaba con Merycar, pero eso ya importaba poco. Por suerte, ya estaban a salvo.
Una vez en clase, la maestra les explicó que nunca jamás deberían desobedecerla, ni a ella ni a sus padres. También les contó que el duende que habían visto la había hechizado, pero gracias a la acción de Senent, el mago bueno que siempre está atento para que a los niños no les pase nada, pudo romper el hechizo y volver a abrir la puerta para rescatarlos.
Los niños entendieron que habían hecho mal. Después de pedir perdón a Merycar prometieron no volver a desobedecer y mucho menos a irse con un extraño.
Por cierto, os preguntaréis que pasó con el duende malo… pues que el poder del mago bueno pudo más y lo hizo desaparecer para siempre.

Vicente Ortiz Guardado

Cuento escrito para la clase de primero de infantil del colegio Zurbarán de Coria, donde está mi hijo Bruno. Diciembre de 2016

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