23-05-1929 en algún lugar del Antártico.
Día ochenta y siete. Unas horas antes del amanecer.
Todo sigue en calma, el barco no se mueve, nada funciona y
excepto por un suceso que detallaré, podría volver a escribir lo mismo que
llevo escribiendo en mi cuaderno de bitácora desde hace varias semanas.
Si bien es cierto que lo sospechaba, ayer, justo antes del
anochecer, pude ver con mis propios ojos tierra firme no muy lejos de donde mi
barco sigue varado. La espesa niebla que me acompaña desde que desapareció toda
la tripulación, se esfumó de forma extraña durante unos minutos. Salí a
cubierta y frente a mí se abrió un pasillo que dejaba ver el hielo que me rodea.
Al fondo, pude divisar claramente algo similar a una formación rocosa cubierta
de hielo, puede que se trate de una isla. Minutos después la niebla volvió a
cubrirlo todo.
He pasado casi toda la noche pensando qué hacer, pero desde
que me encuentro sola, el miedo a lo desconocido me tiene paralizada. Aún me queda comida para un par de semanas, pero tengo que hacer algo
antes de volverme loca. Estaré atenta, y si el fenómeno se repite, haré una
rápida exploración.
Doctora Fhatim John.
Volvió a la cama, apagó
la vela y pudo quedarse dormida.
En cuanto la niebla
empezó a desaparecer por segundo día consecutivo, Fhatim amarró la fina, pero
pesada cuerda y bajó del barco por primera vez desde que habían partido de la
Patagonia casi tres meses atrás. La belleza y a la vez la miseria de aquel
lugar, la impresionó aún más desde abajo. Después de diez minutos caminando se
quedó sin cuerda, pero como la isla ya estaba muy cerca, decidió tenderla sobre
el suelo haciendo una especie de círculo que le sería más fácil localizar para
el regreso.
Cuánto echaba de menos la
brújula que Robert, su padre, le había regalado el día que partieron. Por
desgracia, desde que misteriosamente una noche desapareció toda la tripulación
sin dejar rastro, todos los aparatos, incluidos los del barco, habían dejado de
funcionar. En un arrebato de furia había lanzado su brújula al vacío después de
llevar varios días sin que la aguja se moviera.
Cuando estaba a poco
menos de trescientos metros del primer montículo helado, una ligera niebla
empezó a bañar lo que unos instantes antes había sido claridad. Miró atrás, aún
veía la cuerda, pero debería caminar en línea recta para volver a encontrarla. Siguió
caminando y pronto comenzó la ascensión. Respiró fatigada. Diez o doce metros
después, ante ella se extendía una llanura solamente rota por algún ligero desnivel.
Se adentró unos metros más, pero era inútil continuar, la niebla ya lo inundaba
casi todo. Decidió dar media vuelta, porque además, pronto anochecería.
Con mucho cuidado,
comenzó a caminar sin saber dónde pisaba. Era como ir con los ojos cerrados. Al
empezar el descenso supo que le quedaban un par de minutos hasta llegar a la
cuerda, puede que tres, ya que iba más despacio que cuando llegó. Era
consciente de que si se desviaba, prácticamente sería imposible llegar al
refugio que le proporcionaba el barco. Al raso no aguantaría una noche.
Empezó a sentir pánico
cuando creyó ver que algo pasaba ante ella. Apartó inmediatamente la sugestión
de su cabeza cuando pisó lo que buscaba. Se agachó y pudo suspirar aliviada al
comprobar que era la cuerda. Caminó desconfiada mientras se la iba enrollando
sobre uno de sus hombros y entonces sucedió algo que no esperaba; alguien o
algo, tiró fuertemente de la cuerda haciendo que cayera al suelo y fuera
arrastrada un par de metros. Se liberó mientras se levantaba aturdida y con un
fuerte dolor en la clavícula. Fuera lo que fuera, tenía que seguir adelante,
tal vez el barco se había movido, o un animal había chocado con la cuerda. Más
que la propia soledad en la que estaba atrapada, le aterraba pensar que podría
tener compañía. Dejó la cuerda en el suelo y empezó a utilizarla como guía
deslizándola entre sus manos.
A pocos metros del final,
la niebla empezó a desaparecer y aunque ya estaba cayendo la noche, pudo ver
que el hielo que rodeaba al barco se derretía misteriosamente haciendo que éste
se moviera ligeramente ante sus ojos. Luego, el deshielo se frenó tan
repentinamente como había comenzado. Paró en el blanco borde helado. Le
separaban unos cinco metros de agua hasta poder alcanzar la escalera para subir
al barco, pero no se lo pensó, no había tiempo. Respiró profundamente y se lanzó
al agua. Subió tan rápido que ni siquiera sitió dolor en su maltrecho hombro.
Luego se desnudó, y temblando violentamente de frío y miedo, se metió bajo
varias mantas esperando un milagro. Entre escalofríos sitió que no podía mover
las manos ni los pies. Sus labios se habían puesto azules. Luego llegó el
letargo y dejó de temblar. Cerró los ojos.
Tiempo después oyó voces:
―¡Es imposible que haya sido ella! ¡Lleva tres días delirando
por la fiebre, pero no se ha movido de su cama! ―gritaba el médico de la expedición.
Agarrotada y un poco
desorientada, se levantó de la cama frotándose los ojos. Salió de su camarote,
ni siquiera reparó en que estaba vestida y que el dolor del hombro había
desaparecido. Cuando llegó al comedor, toda la tripulación sonrió al verla.
―Entonces no me explico quién ha
escrito esta locura―contestó el capitán que, sujetando el
cuaderno de bitácora, miraba sorprendido
a la chica que se aproximaba.
Vicente Ortiz Guardado
Dedicado a Fátima Juan.
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010738
Dedicado a Fátima Juan.
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010738
Reconozco que por este cuento tengo debilidad.
ResponderEliminarGracias.
Gracias, compi.
ResponderEliminarSiempre digo: tengo que escribir algo en un paraje helado, en un barco, en el desierto, en un castillo, etc. Pues había que irse a la Antártida y se fue :)