9 de marzo de 2015

Comentarios del relato "La carretera".

En el programa de radio, "Elena en el País de los horrores", Margari Torrealba comenta en su sección, "El club de los marineros muertos", el relato escrito por Vicente Ortiz, "La carretera".
Emitido el jueves 05-13-15



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5 de marzo de 2015

Cuaderno de bitácora.

23-05-1929 en algún lugar del Antártico.
Día ochenta y siete. Unas horas antes del amanecer.
Todo sigue en calma, el barco no se mueve, nada funciona y excepto por un suceso que detallaré, podría volver a escribir lo mismo que llevo escribiendo en mi cuaderno de bitácora desde hace varias semanas.
Si bien es cierto que lo sospechaba, ayer, justo antes del anochecer, pude ver con mis propios ojos tierra firme no muy lejos de donde mi barco sigue varado. La espesa niebla que me acompaña desde que desapareció toda la tripulación, se esfumó de forma extraña durante unos minutos. Salí a cubierta y frente a mí se abrió un pasillo que dejaba ver el hielo que me rodea. Al fondo, pude divisar claramente algo similar a una formación rocosa cubierta de hielo, puede que se trate de una isla. Minutos después la niebla volvió a cubrirlo todo.
He pasado casi toda la noche pensando qué hacer, pero desde que me encuentro sola, el miedo a lo desconocido me tiene paralizada. Aún me queda comida para un par de semanas, pero tengo que hacer algo antes de volverme loca. Estaré atenta, y si el fenómeno se repite, haré una rápida exploración.
Doctora Fhatim John.
Volvió a la cama, apagó la vela y pudo quedarse dormida.

En cuanto la niebla empezó a desaparecer por segundo día consecutivo, Fhatim amarró la fina, pero pesada cuerda y bajó del barco por primera vez desde que habían partido de la Patagonia casi tres meses atrás. La belleza y a la vez la miseria de aquel lugar, la impresionó aún más desde abajo. Después de diez minutos caminando se quedó sin cuerda, pero como la isla ya estaba muy cerca, decidió tenderla sobre el suelo haciendo una especie de círculo que le sería más fácil localizar para el regreso.
Cuánto echaba de menos la brújula que Robert, su padre, le había regalado el día que partieron. Por desgracia, desde que misteriosamente una noche desapareció toda la tripulación sin dejar rastro, todos los aparatos, incluidos los del barco, habían dejado de funcionar. En un arrebato de furia había lanzado su brújula al vacío después de llevar varios días sin que la aguja se moviera.
Cuando estaba a poco menos de trescientos metros del primer montículo helado, una ligera niebla empezó a bañar lo que unos instantes antes había sido claridad. Miró atrás, aún veía la cuerda, pero debería caminar en línea recta para volver a encontrarla. Siguió caminando y pronto comenzó la ascensión. Respiró fatigada. Diez o doce metros después, ante ella se extendía una llanura solamente rota por algún ligero desnivel. Se adentró unos metros más, pero era inútil continuar, la niebla ya lo inundaba casi todo. Decidió dar media vuelta, porque además, pronto anochecería.
Con mucho cuidado, comenzó a caminar sin saber dónde pisaba. Era como ir con los ojos cerrados. Al empezar el descenso supo que le quedaban un par de minutos hasta llegar a la cuerda, puede que tres, ya que iba más despacio que cuando llegó. Era consciente de que si se desviaba, prácticamente sería imposible llegar al refugio que le proporcionaba el barco. Al raso no aguantaría una noche.