En el programa de radio, "Elena en el País de los horrores", Margari Torrealba comenta en su sección, "El club de los marineros muertos", el relato escrito por Vicente Ortiz, "La carretera".
Esto no es más que una serie de palabras enlazadas que dan forma a las pequeñas historias que deambulan por mi cabeza.
9 de marzo de 2015
5 de marzo de 2015
Cuaderno de bitácora.
23-05-1929 en algún lugar del Antártico.
Día ochenta y siete. Unas horas antes del amanecer.
Todo sigue en calma, el barco no se mueve, nada funciona y
excepto por un suceso que detallaré, podría volver a escribir lo mismo que
llevo escribiendo en mi cuaderno de bitácora desde hace varias semanas.
Si bien es cierto que lo sospechaba, ayer, justo antes del
anochecer, pude ver con mis propios ojos tierra firme no muy lejos de donde mi
barco sigue varado. La espesa niebla que me acompaña desde que desapareció toda
la tripulación, se esfumó de forma extraña durante unos minutos. Salí a
cubierta y frente a mí se abrió un pasillo que dejaba ver el hielo que me rodea.
Al fondo, pude divisar claramente algo similar a una formación rocosa cubierta
de hielo, puede que se trate de una isla. Minutos después la niebla volvió a
cubrirlo todo.
He pasado casi toda la noche pensando qué hacer, pero desde
que me encuentro sola, el miedo a lo desconocido me tiene paralizada. Aún me queda comida para un par de semanas, pero tengo que hacer algo
antes de volverme loca. Estaré atenta, y si el fenómeno se repite, haré una
rápida exploración.
Doctora Fhatim John.
Volvió a la cama, apagó
la vela y pudo quedarse dormida.
En cuanto la niebla
empezó a desaparecer por segundo día consecutivo, Fhatim amarró la fina, pero
pesada cuerda y bajó del barco por primera vez desde que habían partido de la
Patagonia casi tres meses atrás. La belleza y a la vez la miseria de aquel
lugar, la impresionó aún más desde abajo. Después de diez minutos caminando se
quedó sin cuerda, pero como la isla ya estaba muy cerca, decidió tenderla sobre
el suelo haciendo una especie de círculo que le sería más fácil localizar para
el regreso.
Cuánto echaba de menos la
brújula que Robert, su padre, le había regalado el día que partieron. Por
desgracia, desde que misteriosamente una noche desapareció toda la tripulación
sin dejar rastro, todos los aparatos, incluidos los del barco, habían dejado de
funcionar. En un arrebato de furia había lanzado su brújula al vacío después de
llevar varios días sin que la aguja se moviera.
Cuando estaba a poco
menos de trescientos metros del primer montículo helado, una ligera niebla
empezó a bañar lo que unos instantes antes había sido claridad. Miró atrás, aún
veía la cuerda, pero debería caminar en línea recta para volver a encontrarla. Siguió
caminando y pronto comenzó la ascensión. Respiró fatigada. Diez o doce metros
después, ante ella se extendía una llanura solamente rota por algún ligero desnivel.
Se adentró unos metros más, pero era inútil continuar, la niebla ya lo inundaba
casi todo. Decidió dar media vuelta, porque además, pronto anochecería.
Con mucho cuidado,
comenzó a caminar sin saber dónde pisaba. Era como ir con los ojos cerrados. Al
empezar el descenso supo que le quedaban un par de minutos hasta llegar a la
cuerda, puede que tres, ya que iba más despacio que cuando llegó. Era
consciente de que si se desviaba, prácticamente sería imposible llegar al
refugio que le proporcionaba el barco. Al raso no aguantaría una noche.
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