11 de enero de 2013

Miedo y sorpresa.

          Cuando las campanas de la catedral anunciaron las dos de la madrugada, Emilio salió de casa. Estaba tranquilo y seguro de que encontraría algo que diera un giro al misterio de aquel hombre y por su puesto si las cosas iban bien, a su vida y las de Meme y Antonio. La calle estaba desierta, y sin esfuerzos saltó la verja para dirigirse a la puerta de la bodega. La puerta era bastante vieja, de ella colgaba un modesto candado que no parecía un gran sistema de seguridad para guardar algo importante. Emilio usó el consejo de Antonio y con sólo calentar un poco el candado con el mechero, éste como por arte de magia saltó sin que hiciera falta golpearlo. Entró cerrando la puerta tras de sí. Tardó un rato en acostumbrarse a la oscuridad.
El ambiente, frío y húmedo, tenía un fuerte olor a cerrado. Encendió de nuevo el mechero, que aún estaba caliente y comenzó a dar pasos cortos y seguros. No quería pisar donde no debía o tropezarse. Aquel lugar lúgubre ponía la piel de gallina y Emilio empezó a sugestionarse porque tuvo la sensación de que alguien en la oscuridad lo miraba atentamente, quizás esperando a que se acercara para atacarle. Siguió avanzando despacio. Creyó escuchar algo que le hizo frenar en seco. Contuvo la respiración unos segundos para no hacer el más mínimo ruido, luego giró su cabeza suavemente a ambos lados. Silencio. Apagó el mechero, que cada vez le quemaba más en la mano. Volvió a escuchar un ruido, algo como un chasquido. Un escalofrío recorrió su cuerpo y el miedo a lo desconocido se apoderó de él. Quiso pensar que sería un ratón, pero si no lo era, estaba en inferioridad de condiciones ante cualquier ataque. Volvió a encender el mechero, esta vez con la mano contraria y lo elevó sobre su cabeza mirando la pobre luz que no llegaba ni a la puerta por la que había entrado. Sólo había avanzado dos o tres metros, puede que cuatro. Una sensación de soledad lo invadió. Estaba perdido entre cuatro paredes y cuando volvió a escuchar aquel ruido se bloqueó. Con los ojos cerrados, respiró profundamente y armándose del valor que le quedaba avanzó de nuevo buscando algo con lo que poder iluminar aquella especie de celda medieval. Finalmente pudo vislumbrar un interruptor que al pulsarlo encendió varias bombillas y la negrura desapareció. Lo primero que vio ante sus ojos fue un enorme cuadro de una mujer desnuda, no le hizo falta agudizar la vista para comprobar que la modelo era Isis. Su cuerpo era perfecto, y aunque el pintor había exagerado sus rasgos, Emilio, por lo poco que había visto, pensó que tampoco estaría muy lejos de la realidad. Aquel sitio parecía una cripta, las paredes estaban formadas por grandes sillares de cantería, puede que pertenecieran en su día a alguna otra construcción y habían terminado allí reutilizadas. El techo parecía tener varias bóvedas formadas por pequeños ladrillos macizos de barro. El suelo, lleno de parches, se dividía en varias zonas, una de tierra, otra de azulejos marrones y grises de varias medidas, y otra parecía de cemento. De cada esquina colgaban varias cortinas de telarañas polvorientas que se balanceaban por la suave corriente de aire que Emilio provocaba al pasar. La sugestión empezaba a desaparecer. Justo al lado del cuadro de Isis, había otros de paisajes montañosos y alguno de animales, un pequeño mueble en el que no había nada relevante y una especie de candil de aceite antiguo. Otra de las paredes estaba repleta hasta el techo de botellas polvorientas de vino. Al fondo había una espesa y pesada cortina negra que colgaba del techo y caía hasta el suelo, incluso arrastraba casi medio metro. La apartó para acceder. Casi le deslumbró el inmaculado blanco del techo y paredes, no había visto algo así desde hacía mucho tiempo. El miedo desapareció. Emilio no podía creer lo que tenía ante sí; un microscopio digital, varias probetas, una cámara frigorífica que emitía un ligero chasquido, la cajita con su pequeño reloj-ordenador roto, un sinfín de aparatos que jamás había visto, dos ordenadores satélites y lo más impactante y que en el fondo era lo que buscaba. Colocado tras una fina cortina semitransparente, en una especie de pedestal, un módulo idéntico al que el usó en sus viajes, posiblemente el mismo. A punto estuvo de ponerlo en marcha, pero fríamente abandonó la bodega. Por suerte el candado no había sufrido daños, y con una ligera presión para cerrarlo, volvió a hacer click.
Vicente Ortiz  Guardado
 (Extacto de El toro del futuro, una cosa que intentó ser novela en 2009)

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