26 de abril de 2012

Aventuras de curiosidades del mundo antiguo

Las primeras luces del alba despuntaban en la ciudad dando un color mostaza acorde a las enormes piedras talladas que formaban el gran templo dedicado al Dios Ra.
En las proximidades, entre una ligera nube de polvo, el pueblo llano se aglomeraba nervioso intentado sin éxito poder ver al gran toro victorioso, al defensor de Kemet, al amante de Maat, al Faraón Brunosis I, que junto a la clase sacerdotal rendía culto a sus deidades en el interior del templo. Entre unos y otros, en el gran patio de columnas, se arremolinaban los escribas y arquitectos reales, personajes influyentes de diversa índole, militares condecorados o los miembros de la familia real.
Hacía varios días que la ciudadanía volvía a acudir en masa cada mañana para pedir favores a sus Dioses. El nerviosismo era palpable en cada una de las esquinas, y aunque no se hablaba abiertamente de una inminente invasión extranjera, eran conscientes de lo que estaba pasando en buena parte del país. El imparable poder del Imperio Romano avanzaba inmutable sobre la tierra conocida, y a pesar de los mensajes de calma por parte de la nobleza, a nadie se le escapaba que algo terrible estaba pasando.
Una vez terminadas las oraciones, la muchedumbre se dirigió a cumplir con sus obligaciones cotidianas y el templo quedó casi despejado.

Hacía ya varias lunas que las valientes Ol Haya y Nut Bastet habían llegado de su misión. Desde entonces, no habían hecho presencia en ningún acto público. Durante jornadas enteras, en una de las dependencias del cuartel donde se entrenaba el ejército egipcio, se reunían con los altos funcionarios militares que habían organizado la misión para repasar cada detalle de lo ocurrido. Junto a ellas también se encontraban Juansir Osiris, en calidad de jefe de la expedición y el escriba Vicenamon Maat. A los hombres apenas se les hacían preguntas, ya que éstos participaban de manera menos activa, pero se les obligaba a estar junto a ellas.
Los altos funcionarios estaban confusos. Sabían de la valía de las mujeres y de su odio eterno al invasor romano, pero algo en ellas había cambiado. Cada vez que hablaban del Cónsul y Princeps Ignatius, o de su hermano, el temido General Raffaellus, lo hacían de forma afectuosa. Podría decirse que admiraban su comportamiento educado y hospitalario, y que para nada les parecieron unos bárbaros salvajes durante su cautiverio. Además había algo más que no habían reconocido. En el fondo se sentían atraídas por ellos.
Al sexto día, la reunión se vio interrumpida por uno de los ayudantes de la gran sacerdotisa Paznefer Houssaye, que se acercó y dijo algo al oído de Juansir Osiris. Éste pidió disculpas y salió de la estancia.

Habían detenido a un extranjero del norte, posiblemente vikingo, que se hacía llamar Raulgardis Shogun. El fornido hombre había tenido un altercado en la casa de la cerveza, donde borracho, había querido irse sin pagar y había insultado a los Dioses Egipcios. Cuando lo detuvieron, pidió audiencia ante los sacerdotes, pero sólo la gran sacerdotisa Paznefer acudió al interrogatorio. Éste aseguraba que los romanos tenían un punto débil y sabía como atacarlos. Ese punto débil se llamaba Liviasun Velia Octavia.


A cinco días de viaje, en dirección al delta, el campamento romano seguía creciendo. El ala norte de las murallas estaba siendo modificada para ampliar la ciudadela que pronto tendría que albergar a un nutrido grupo de legionarios que estaban de camino para reforzar a los ya existentes. También se había hecho una canalización más amplia desde el río Nilo para abastecer a las tropas, y a contra reloj, los esclavos trabajaban en turnos de media jornada para terminar cuanto antes las nuevas residencias, las caballerizas y los barracones.
Se rumoreaba que el Princeps Ignatius se dirigiría en breve a todos los presentes para fundar oficialmente a Curiosum, ciudad Romana.

Tres semanas después del incidente con los rebeldes, llegó una pequeña avanzadilla de soldados y generales de alto rango. Junto a ellos viajaban varios nobles romanos que pretendían establecerse en la ciudad y comerciar cuanto antes con otros lugares del mediterráneo. Estratégicamente, Curiosum era perfecta. Contaba con amplias vistas de los alrededores y con el Nilo a menos de diez estadios, estaba garantizando el suministro de agua y rápidas vías de comunicación para el abastecimiento y futuro comercio. No por casualidad, el praetorium se había construido frente al oasis y era de uso exclusivo para la familia de Cónsul.
Entre los romanos que habían llegado se encontraba una joven llamada Julia Eugenius. La joven había sido seleccionada meses atrás por la propia Liviasum de entre un amplio grupo de candidatas casaderas provenientes de familias adineradas. La madre del Princeps Ignatius y del general Raffaellus pretendía casar a uno de sus hijos con ella. A pesar de ser una joven elegante, educada en distintos campos de la ciencia y de buena familia, la tarea no sería fácil, ya que sus apuestos hijos tenían fama de mujeriegos y no les seducía la idea de casarse.


El otoño avanzaba y pronto llegaría una fiesta muy deseada por la ciudad. En honor a Augusto, se celebraría la Augustalia, y el Princeps se dirigiría a todos los ciudadanos para comunicar la decisión de atacar a los rebeldes, que aún continuaban con las escaramuzas en los pequeños campamentos nómadas que los romanos construían mientras avanzaban por buena parte de Egipto. Ante la negativa de sumisión a Roma, se estaba esperando a que las temperaturas fueran más agradables y con ello los soldados romanos no se llevaran alguna desagradable sorpresa en el cuerpo a cuerpo con los rebeldes, que aguantaban mejor el calor. Se había decidido avanzar por tierra y río hasta el centro del imperio y aplastar de una vez por todas a los molestos egipcios que se negaban a reconocer la supremacía romana. Si fuera necesario arrasarían su capital. Destruyendo sus templos, los borrarían de la historia para siempre.

Por fin había llegado el día principal de las fiestas. Las familias más destacadas celebraron una comida por todo lo alto donde no faltó carne de ganso, cochinillo y diversos platos exóticos orientales preparados con maestría por los cocineros esclavos. Como no podía ser de otra forma, se sirvieron cantidades ingentes de cerveza y vino que todos degustaron encantados. Para deleite de los presentes, y sobre todo de los hermanos que presidían la mesa principal, cuando el banquete estaba llegando al final, los organizadores hicieron pasar a unas bellas bailarinas egipcias que no pararon de contonear sus cuerpos sudorosos solamente cubiertos por unas finas gasas de lino semitransparente.


Las tropas arrasaron con la cerveza que los nobles no quisieron, ya que éstos, de paladar más exquisito preferían el vino recién llegado de su amada Roma. El estado de embriaguez era tal, que una vez terminado el baile, los nobles se mezclaron con los soldados y demás trabajadores en la plaza principal de Curiosum, donde no dejaron de divertirse y abandonarse a los pecados más perniciosos.
En los últimos días habían llegado a la ciudad algunos comerciantes extranjeros que no dudaron en unirse a la fiesta. Uno de ellos, elegantemente vestido con una túnica blanca al estilo romano, no dudó en acercarse a la gran Liviasum, que sin disimulo cogió la mano del fornido foráneo y desaparecieron de la vista de miradas curiosas.

Cuando estaba anocheciendo, las cornetas anunciaron la inminente presencia del Princeps Ignatius y un silencio sepulcral de absoluto respeto y devoción se produjo. Se encendieron antorchas en la parte más destacada de la plaza, justo en lo alto de las escaleras y como por arte de magia, Ignatius y Raffaellus aparecieron con sus brillantes armaduras lanzando destellos que el fuego reflejaba en sus corazas. Entonces una explosión de júbilo inundó la ciudad y los legionarios empezaron a golpear fuerte sus pechos con los puños. El resto de presentes se contagió de la escena, y animados por el alcohol lanzaron vítores de lealtad a Roma y a sus dirigentes. Cuando Ignatius dio un paso al frente, los militares de mayor rango llamaron a sus tropas, que formadas en perfectas compañías, permanecieron inmóviles a la espera de que el Princeps hablara. Raffaellus echó un vistazo buscando la figura de su madre, pero sólo pudo reconocer a los Generales que tras él, guardaban silencio.
El Princeps habló:

―¡Salve Roma! ―a  lo que la multitud respondió al unísono repitiendo la frase.
Ignatius hizo una parada contemplando a su pueblo. Frente a él, tenía a un grupo de unas cinco mil personas entregadas. Se atusó el cabello. Tal vez por el vino o el recuerdo de las bailarinas egipcias, una sonrisa se dibujó en su cara. Se sintió fuerte, grande y único.
Continuó:
 ―En honor a Augusto, declaro fundada esta ciudad, ¡a partir de ahora se llamará Curiosum Augusta! ―gritó animado. Hizo otra pausa, esta vez miró a su hermano, que sujetaba una copa de vino, y con un asentimiento le animó a continuar― Divertíos toda la noche, pero a partir de mañana el poder de Roma gobernará definitivamente este país. Preparaos para la guerra.

Entonces, Raffaellus se puso a su par, y dirigiéndose a la multitud enfervorizada alzó la copa y bebió. La perfecta formación militar empezó a descolocarse mezclándose de nuevo con el resto de ciudadanos. Los generales más importantes también se acercaron a los hermanos, formando un corro. Ignatius brindó con ellos. Cuando estaban entregándose de nuevo a la bebida, uno de sus hombres de confianza se presentó con las bailarinas egipcias. Raffaellus se acercó a una de ellas, la cogió de un brazo y echó una mirada al corro que contemplaba la escena.

―¡Mujeres de buen ver! ―gritó lo más alto que pudo marcando las venas de su musculoso cuello.

―¡Y mejor catar! ―respondió el corro de romanos uniéndose a la fiesta.

En la orilla occidental del Nilo, en una pequeña embarcación tras unos matorrales, aguardaban sigilosos el general egipcio Juansir Osiris, su hombre de confianza, Vicenamon Maat, la gala Ol Haya Piru, la egipcia Nut Bastet, y una docena de fuertes remeros nubios. La noche era fría y tranquila, tan solo el golpeteo de las aguas en la embarcación rompía el silencio. Aunque la luz de la luna proporcionaba la visibilidad necesaria para ver si alguien se acercaba, empezaron  a inquietarse. Juansir, sin saber muy bien qué decisión tomar, se acercó Nut para decirle algo.
Las mujeres cogieron sus armas, desembarcaron y atravesaron la franja de vegetación salvaje para adentrarse en las arenas. Habían avanzado poco más de diez pasos, cuando vieron algo que venía hacia ellas. Con prudencia, se ocultaron tras una pequeña loma para no ser descubiertas. Mirándose fijamente, empuñaron fuerte sus espadas para lanzarse al ataque, pero cuando la silueta se acercó, reconocieron al hombre que llevaba un saco al hombro. Se alzaron, y con un saludo al hombre volvieron a adentrarse en la vegetación.

Una de las bailarinas, la más joven, se acercó al Princeps. Éste la tomó por la cintura ofreciéndole su copa de vino. La egipcia bebió, posando sus enormes ojos verdes sobre él. Cuando soltó la copa e iba a besarle, Ignatius recordó los ojos de su madre y se zafó violentamente de ella.

―¡Guardias, guardias! ¿Dónde está madre? ―Preguntó a su hermano, mientras un grupo de legionarios se acercaba.

Raffaellus no supo qué decir, pero comprendió que algo no iba bien.

Raulgardis, el extranjero del norte y falso comerciante, soltó sin delicadeza sobre la embarcación el saco que no paraba de moverse. Los nubios, a una orden del general, empezaron a remar con decisión. Mientras, la gala desató el nudo del saco descubriendo el rostro de la prisionera. Ninguna pudo evitar una mueca de desagrado al contemplarse mutuamente con frialdad. Entonces Nut, rompiendo la tensión entre ambas, le quitó el pañuelo a la prisionera, que fuertemente atado le impedía hablar.

―¡Por Júpiter! ¡Soltadme ahora mismo en nombre de Roma! ―Ordenó Liviasum.


Ol Haya, contemplando con dureza la belleza de aquellos ojos, volvió a taparle la boca y cerró el saco.




Vicente Ortiz Guardado.

2º Capítulo de un serial de relatos escritos por varios miembros del grupo "Curiosidades del mundo antiguo".
Como fición que es, no te escandalices cuando leas que, por ejemplo, una gala o un vikingo ayudan a egipcios contra romanos. Se trata de un juego entre amigos. Cada uno eligió su nacionalidad y de alguna manera había que ponerlos en la aventura.

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