Las primeras luces del alba despuntaban en la ciudad dando un
color mostaza acorde a las enormes piedras talladas que formaban el gran templo
dedicado al Dios Ra.
En las proximidades, entre una ligera nube de polvo, el pueblo
llano se aglomeraba nervioso intentado sin éxito poder ver al gran toro
victorioso, al defensor de Kemet, al amante de Maat, al Faraón Brunosis I, que
junto a la clase sacerdotal rendía culto a sus deidades en el interior del
templo. Entre unos y otros, en el gran patio de columnas, se arremolinaban los
escribas y arquitectos reales, personajes influyentes de diversa índole,
militares condecorados o los miembros de la familia real.