3 de agosto de 2021

No es más que un juego de niños

CONTENIDO EXPLÍCITO
ꟷNo es más que un juego de niños, Bob, no te llevará ni media hora. Yo ando muy liado esta noche y por eso te lo paso, tío. Son cuatro de los grandes. Luego tírate a una fulana o sigue bebiendo hasta reventar, pero dame una respuesta ahora o se lo pasaré a uno de los chicos.

    Años atrás, Rick y yo habíamos hecho muchos trabajos juntos. De todo tipo. Nuestra especialidad era dar pequeños golpes en gasolineras por nuestra cuenta. Dinero fácil y rápido sin ninguna complicación. Se fundía pronto, eso sí, pero mientras duraba te podías tocar los huevos todo el día, follar, comer y levantarte a las tantas después de haber pasado la noche bebiendo. En el barrio solo había dos opciones, la nuestra, o la de los perdedores que tenían que madrugar por un salario de mierda en cualquier negocio mediocre. Algunas veces, si había mucha pasta en juego, también hacíamos de intermediarios o aceptábamos encargos más arriesgados. Además del dinero, era una forma de salir de la rutina y ganarte un nombre en el ambiente. La extorsión, el tráfico de drogas o los secuestros eran nuestro día a día. Incluso dedicamos medio año a escoltar al chapero preferido de un famoso narco. Fue un trabajo cojonudo. Al cabrón le gustaba la noche, comer bien y ver a los Bulls.

    Así fue durante muchos años. Hasta que la cagué. Aquella noche iba tan borracho que aún no me explico cómo pudimos escapar de la poli con aquel viejo Cadillac que se caía a pedazos. El nuevo alcalde, muy dado al espectáculo de cara a sus votantes, había decidido montar de forma aleatoria varias comedias por los garitos calientes de la ciudad. Una de las redadas nos sorprendió bebiendo y fumando hierba en el club. Como estábamos fichados, nos escabullimos del local en cuanto nos olimos que iban a detener a los primeros idiotas que se pusieran chulos. Aunque en la calle nos dieron el alto al subir al coche, conseguimos darles esquinazo a la patrulla que nos persiguió más de media hora por las calles de la ciudad. Fue una noche rara. Después fuimos a darle lo suyo a un tipo gordo escaso de memoria. Yo estaba tan pedo como Rick, y se nos fue un poco de las manos. Casi nos lo cargamos antes de recordarle que la visita respondía a que le debía cerca de dos mil pavos al hijo puta que nos contrató. Para cerrar una gran noche, el burdel de Joe nos pareció el mejor sitio donde celebrarlo. Cualquiera que conociera la noche del Chicago de los setenta, sabrá que allí estaban las mejores putas del estado. Si a eso le añadimos que, por un poco de pasta extra podías beber sin límite y dormir la mona hasta después de amanecer, no es de extrañar que el sitio estuviera atestado de lo mejor de cada casa.

    Dormía plácidamente cuando un negro de dos metros entró en la habitación de malas maneras. La mole de músculos sin cerebro pensó que abrir puerta a puerta todas las habitaciones sería una excelente idea para dar con su chica favorita. El cabrón ya había molestado a medio puticlub y estaba desesperado. Pero al final la encontró, vaya que si la encontró. Lo que no le gustó, aparte de mi careto, es que la puta estuviera tiesa y que de su brazo aún colgara la jeringuilla que la mandó al otro barrio. Sobredosis de caballo. La droga del momento. Entre la resaca y que todo ocurrió muy deprisa, tardé un rato en darme cuenta que mi amigo Rick se había sumado a la fiesta. Golpes, voces, puñetazos, lámparas por el suelo y finalmente un disparo. Aquella bestia negra cayó como un árbol talado sobre la moqueta mostaza que amortiguó el golpe, pero que no pudo absorber toda la sangre que le brotaba del pecho. Rick y yo guardamos las pipas cuando en el pasillo ya se agolpaban demasiados curiosos. El tipo estaba muerto, la zorra estaba muerta y yo estaba bloqueado. De los borrosos recuerdos de esa mañana, solo puedo asegurar que Rick salió por patas y que luego llegó la pasma.

    Pasé doce años a la sombra. Doce largos años rodeado de chiflados, terapias y tratamientos en los que día tras día tuve tiempo para dudar si la bala salió de mi revolver o del de Rick.

    Antes de pisar la calle me propuse cambiar de vida. No había muchas opciones para un ex convicto de cuarenta y tantos, presionado por su pasado y perdido en una ciudad que parecía otra. Todo había cambiado, incluso Rick, aunque no sé si para bien o para mal. Ahora formaba parte de una banda de mafiosos que vestían trajes caros y se desplazaban con chófer. Por eso me alejé de todo lo que me pudiera devolver al trullo. Lo peor fue aceptar el curro de mierda que me ofrecieron los de la condicional. Malvivir durante cinco malditos años con un sueldo humillante fue lo más complicado. A duras penas me daba para pagar la mugrienta pensión en la que dormía y tomar unas cervezas los sábados por la noche. Sacrificio, constancia y Dios. Esos eran los pilares que defendía mi agente para mantener limpio el expediente.

    Durante ese tiempo vi a Rick algunas veces en el Club Guns, antiguo hervidero de granujas como nosotros, frecuentado ahora por roqueros y algún nostálgico. Por lo general, parecía rehuir mi compañía. Muy rara vez se acercaba a saludar o le decía al camarero que me pusiera un trago. De todas formas, en mi situación tampoco me convenía su compañía.

    Dejé el trabajo el mismo día que mi agente me comunicó que ya era libre. Incluso sin haber tenido noticias de Dios, los papeles venían a decir que mis pecados con la sociedad habían sido perdonados gracias al excelente sistema de reinserción. Redimido con casi cincuenta años. Una edad jodida para un tipo que no tenía donde caerse muerto. Entonces no caí en la cuenta, sin embargo, ahora pienso que no fue casualidad que apareciera Rick esa misma noche, cuando celebraba el comienzo de otra incierta etapa.

    ꟷO te decides ya, o llamo a uno de los míos, tío, ¿no te das cuenta que lo estoy haciendo por ti? Me duele mucho verte así, joder. Necesitas volver, necesitas pasta y ponerte en forma, Bob. Esos niñatos no están hechos de nuestra pasta, son unos buitres ꟷdijo con un ademán de desprecio conforme se giraba sonriente hacia ellosꟷ. Como te lo digo, tío, están esperando que les mande cualquier mierda para subir escalones entre ellos. Se pisotearían si les dejara. ¿Sabes qué es lo que más me jode? Que no creen las cosas que le cuento de ti y de nuestros tiempos salvajes. Piensan que eres un puto pringao, macho, que no serías capaz de asustar ni a una jodida vieja. ¿Te lo puedes creer? Te juzgan sin conocerte. Joder, no soporto eso, no pueden tenerme en un pedestal e insultar a mis amigos al mismo tiempo. Son jóvenes y aún no saben qué cojones es el respeto, ¿me entiendes? Se ríen como subnormales cuando les cuento cómo nos lo montábamos hace veinte años. No tienen ni puta idea de las cosas que hemos tenido que hacer, sin embargo, son tan competitivos que, si se lo pidiera, se matarían por sacudirme la polla después de mear.


    Mientras Rick soltaba a conciencia su discurso preparado, no hacía más que sonarse la nariz y mover la mandíbula de forma exagerada. Nunca había desperdiciado un buen tiro de coca, pero el tío iba tan colocado que llegó a preocuparme. Aquella expresión acelerada con los ojos como platos y su verborrea aliñada con aspavientos incoherentes me mostraron que el nuevo Rick era un drogadicto tan cabronazo como el de siempre, solo que, ahora daba lecciones de mierda y vivía enfundado en trajes elegantes. Por orgullo, por joder a sus matones o porque estaba sin blanca, el caso es que acepté el encargo.

    Media hora después, uno de sus chicos me acompañó hasta el asiento trasero de en un sedán negro. Él mismo condujo el flamante coche hasta las puertas de un lujoso edificio.

    ꟷEs ahí ꟷextendió un tatuado brazo que apuntaba a la entrada de la residenciaꟷ. Alguien te espera tras la puerta. Solo tienes que subir a la primera planta y cargar al mocoso. Es un angelito de seis años que vale su peso en oro. En cuanto llegues, salimos cagando hostias y tendrás tus cuatrocientos pavos. No la cagues.

    ꟷTranquilo, no tiene dificultad. Vuelvo en dos minutos ꟷcontesté al cerrar la puerta del coche.

    Por lo que Rick me había dicho, el objetivo era el hijo de un tipo muy importante al que le habían negado la custodia en beneficio de su exmujer, una aspirante a actriz con poco talento y muchas curvas. Más interesada en lucir escote que en criarlo, en cuanto se aseguró los sustanciosos derechos legales, delegó su educación al centro.

    Crucé la puerta al tiempo que una delgada silueta se adelantaba al interior. Tras avanzar unos pasos en la negrura, me topé con la figura de un espigado hombre que asentía en silencio. Sin abrir la boca, me invitó a seguirlo por el largo vestíbulo que culminaba en una escalera con la barandilla de madera torneada. Subimos a la primera planta. La sutil presencia de una solitaria lámpara, arrojaba una tenue luz sobre el ancho pasillo repleto de puertas. A dos pasos tras él, vi que se paraba junto a la cuarta del lado derecho. La abrió con excesiva delicadeza y se marchó con el mismo sigilo que me había recibido. Ese fue el último momento de paz en aquella espantosa noche.

    Me acerqué a la criatura, que a simple vista dormía como un tronco. Cuando fui a apartar las mantas para cargarlo, observé que me estaba fulminando con una mirada inexpresiva. Contrariado ante el estúpido revés, permanecí inmóvil durante un buen rato. Si el niño daba la voz de alarma estaba perdido. No sé cuánto tiempo pasó hasta que fui consciente de que no parpadeaba. Su mirada estaba fija, congelada como la de una sardina en la pescadería. Por un momento dudé en salir por donde había llegado. Aparté esa decisión al pensar en Rick y en sus chicos. No podía permitirlo, además, había cuatro de los grandes en juego; más de lo que ganaba trabajando dos meses.

    Un escalofrío me recorrió la nuca al acercarme hasta su cara. Sus ojos, dos círculos acristalados que recogían la pobre luz del pasillo y devolvían un brillo mortecino, no se movieron. Ni siquiera cuando sacudí mi mano de derecha a izquierda casi rozando su pequeña nariz. De no haber sido por el tímido sonido que producían sus entreabiertos labios al respirar, habría pensado que el niño estaba muerto y que todo era una trampa.

    Tal vez algunas personas dormitaban con los ojos abiertos, tampoco había dormido con tanta gente como para saberlo. Decidido a cargarlo y desaparecer cuanto antes, deslicé una mano entre el colchón y su pequeña espalda, y la otra bajo las piernas. Levanté el ligero peso muy despacio para acomodarlo a mi regazo. En cuanto su menudo cuerpo tocó el mío, comenzó su inesperado ataque. Del susto, solté al chico para devolverlo al colchón. Tuve que volver a agarrarlo, pues como un perro de presa, sus mandíbulas se habían bloqueado al morder la captura. Ni el espantoso dolor que causaba tener media oreja desprendida, ni el calor de la sangre al descender por mi cuello me impidieron actuar deprisa. No dudé en abofetear varias veces su rollizo moflete. De nada sirvió. Aquellas pequeñas fauces no cedieron ni cuando le pegué un fuerte puñetazo que le hizo caer sobre la cama con una buena parte de mi oreja entre sus dientes.

    Arrepentido por intentar volver a ganarme la vida de cualquier manera, salí de la habitación presionando la herida abierta con la palma de mi mano. Lo que me encontré al adentrarme en el pasillo me llenó aún más de espanto que lo que acababa de vivir, pues una docena de niños de la misma edad me cerraban el paso a la escalera. A pesar de la reducida iluminación, sus ojos destacaban semejantes a los del diminuto caníbal que ya se aproximaba por mi espalda. Me agarraron los pies cuando intenté saltar por encima de sus pequeñas cabezas. Derribado en el suelo, se abalanzaron como hienas impidiendo que me pusiera en pie. Mientras intentaba zafarme de los que roían las mangas de mi chaqueta o de los que sin compasión saltaban sobre mi abdomen, otros aprovecharon para morderme en los muslos y tobillos. Uno de ellos, sentado a horcajadas sobre mi pecho, empezó a inclinarse hasta que su cara rozó mi nariz. Su rostro expresaba una felicidad macabra. Con los puños cerrados para evitar que alcanzaran mis dedos, apoyé los codos sobre el suelo e intenté levantarme. Me dolía todo el cuerpo y pesaban más de lo que había imaginado. La lucha fue atroz, pero no desistí en ningún momento. Terminar de aquella manera habría sido mi legado más vergonzoso. A base de patadas y guantazos conseguí librarme de ellos y ponerme en pie. En mi ceguera por huir, tropecé al bajar las escaleras y rodé hasta parar en el descansillo que separaba los dos tramos. El dolor en las costillas me impedía respirar con normalidad. Desde el suelo pude ver cómo se colocaban en línea y me observaban con sus ojos diabólicos. Por suerte para mí, no se acercaron. El disfrute que les estaba dando mi padecimiento parecía saciar su apetito.

    Miré abajo. Desde mi posición solo se veía el oscuro final de la escalera y una parte del recibidor, que parecía libre de alimañas. El dolor era tan grande que apenas podía moverme o levantar la voz para pedir auxilio. A pesar del escándalo, ni el hombre que me había dejado pasar acudió. Las piernas no respondieron cuando pretendí levantarme de nuevo, así que, fui reptando con mucho esfuerzo hasta el primer escalón. Allí me impulsé para intentar rodar de lado, sin embargo, mi cuerpo no respondió a los impulsos que solo mi mente imaginaba. Con la cabeza colgando del escalón pude sentir cómo la sangre recorría mi cara hasta que en la nariz me abandonaba para gotear sobre el peldaño. El resto del dolorido y sudoroso cuerpo yacía desparramado en una absurda posición.

    Desde la nuca hasta el final de la columna, una cadena de chasquidos internos resonó cuando, para asegurarme que los espectadores seguían inmóviles, giré el cuello todo lo que la postura y la rigidez me permitieron. La vista se me nubló por el esfuerzo y perdí el conocimiento unos instantes. Al estimar que las fuerzas, aunque escasas, volvían a llegar, pude levantar la cabeza para buscar a los niños. Ya no estaban allí. Con la respiración entrecortada por el dolor en los costados empecé a mecerme con suavidad. Conforme soportaba el dolor fui subiendo la intensidad de los movimientos para ganar cierto impulso. En el último balanceo pude girar lo necesario y precipitarme rodando. Los golpes en cada borde y la dificultad para respirar no evitaron que un grito brotara desde lo más profundo de mi ser. Quedé a medio camino entre el rellano y la planta baja. El vestíbulo seguía desierto. Cerré los ojos. «Solo es un juego de niños», pensé cuando soltaba una risotada histriónica que retumbó en todo el edificio.

    Incapaz de ponerme en pie, me arrastré para bajar las últimas escaleras. Camuflado entre las sombras del vestíbulo reconocí una figura estática que me observaba con indiferencia. Aún bocabajo, alargué con torpeza un brazo pidiendo auxilio. Al verse descubierto se aproximó con pasos lentos. Muy lentos. Al taconeo de sus zapatos se unieron otros que llegaron difusos desde diferentes direcciones. Varias manos giraron mi cuerpo. No eran los niños. Me levantaron para llevarme a una habitación. Una vez tumbado sobre la cama, sentí cómo diversas correas rodeaban con firmeza mis extremidades. Uno de los hombres me obligó a tomar algún tipo de droga. Después dormí.

    Cuando desperté, las acolchadas paredes de la habitación eran tan blancas como las sábanas que tapaban mi desnudez. Olía a lejía. Ya no sentía dolor, tan solo confusión y un molesto hormigueo en los brazos. Intenté zafarme de las correas que me aferraban las muñecas. Fracasé. Cerré los ojos al ver que la puerta empezaba a abrirse. Dos voces acompañaron al cerrojo que se cerró a sus espaldas. Eran voces familiares.

    ꟷNos ha dado un susto de muerte ꟷmasculló la voz madura de hombreꟷ. Es un milagro que tenga unos traumatismos tan leves después de haber rodado por las escaleras.

    ꟷHa tenido suerte ꟷrespondió la preocupada voz femeninaꟷ. En los diecisiete años que llevo tratando sus delirios y alucinaciones, es la primera vez que pone su vida en peligro. Hasta hace unos días, en los que creía estar dentro de una película de mafiosos, había sido un paciente ejemplar. Por eso no lo vimos venir.

    No entendí de qué hablaban. Separé un poco los párpados para confirmar que las voces eran conocidas. Entre los finos huecos de mis pestañas reconocí a la Doctora Catherine y a Edmond, uno de los celadores nocturnos. De no ser porque también los acompañaba un niño con ojos de pez, me habría sentido a salvo.




Vicente Ortiz. Agosto de 2021

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2 comentarios:

  1. Buenas. Un relato trabajado, intenso. Como virtudes, tiene sentido del ritmo, coherencia en la historia, aunque ese parón de la cárcel rompe un poco, por desfase temporal, el delirio (o lo acrecenta, según se vea, porque igual que en un sueño puedes construir una vida entera, pasa semejante con las alucinaciones). La primera persona es la adecuada, y la atemporalidad también colabora para darle verosimilitud. Además, esa frase final provoca un escalofrío. Como mejora, tiene de inicio demasiadas reiteraciones, sobre todo verbales, que luego pierden cadencia, y el hecho de saber que estamos ante un relato sobre salud mental hace que pierda ese mismo factor sorpresa que debiera ser la clave de este cuento. Con todo, me gusta, aunque le daría un par de repasos para hacerlo mayor y meterlo en el circuito de convocatorias.
    Un abrazo.

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  2. Gracias por tu análisis, compañero. Como siempre, tomo nota de tus apuntes, aunque ya sabes que no soy mucho de convocatorias.
    Abrazos!

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