9 de abril de 2021

El bosque del tránsito.

El viejo Richard hizo lo que pudo, no seré yo quien le reproche nada a estas alturas. El abuelo se encargó de mí desde el día que mi madre me abandonó siendo muy pequeña. A su manera, eso sí. Mi infancia no transcurrió entre juegos, vestidos rosas y muñecas. Tampoco lo necesité. Al menos fui al colegio y nunca me faltó una cama y un plato en la mesa. A cambio tuve que sobrevivir en una sociedad rural hecha para hombres solitarios. Con el abuelo siempre ocupado del ganado y las cosechas, tuve que madurar deprisa y hacerme cargo de la casa para que no nos comiera la mierda.

Al llegar el invierno, si la nieve se acumulaba casi un metro, era cuando más tiempo pasábamos juntos. Le fastidiaba estar desocupado durante tanto tiempo. Eso lo ponía nervioso y no solía estar de buen humor. Yo intentaba entretenerlo cada vez que se quejaba por cualquier cosa o se acercaba a la ventana para comprobar que todo seguía igual que un rato antes. Lamento que no fueran muchas las veces que me contó historietas en voz baja. Yo las escuchaba con atención mientras me embelesaba con las llamas de la chimenea. Con torpe sobreactuación, él miraba desconfiado la puerta. A veces, casi en susurros, me hablaba de los espíritus que nos observan, de extraños animales que acosan a niñas solitarias o de pasados tiempos donde en el Bosque del Tránsito, los primeros colonos fueron iniciados en extraños rituales por los indios que lo ocupaban. Todas aquellas fábulas o leyendas, creo que muchas de cosecha propia, además de usarlas para divertirse mientras intentaba impresionarme, siempre tenían una moraleja similar: recelar de las aparentes buenas intenciones de los desconocidos. No sé si de haber sido un varón habría usado otro repertorio. De todos modos, yo no me asustaba; todo lo contrario, ni siquiera cuando hacía una parada larga y de golpe alzaba la voz al tiempo que se levantaba de la butaca golpeando la mesa con sus enormes manos. Nunca olvidaré esos momentos junto a él, saboreando cada pedazo de la atmósfera que creaba en sus narraciones mientras amontonaba latas vacías de cerveza.

Aunque nunca fue una persona dada a manifestar afecto ni excesiva empatía por nadie, siempre mostró educación y respeto. Quizá dentro del orden frío en el que él entendía nuestra existencia, pero más allá de sus bravuconadas, tenía buen corazón.

Cuando dejé la granja en plena adolescencia para irme al instituto, sospecho que ello no supuso el alivio que el abuelo esperaba. Constantemente buscaba cualquier excusa para llamarme por teléfono a la residencia. Eran llamadas muy cortas, de apenas un minuto. Supongo que eso calmaba su preocupación. A veces se presentaba de visita con el pretexto de que había tenido que ir a la ciudad para arreglar unos papeles o comprar herramientas. Por entonces ya no se enfadaba si lo llamaba abuelo.

Lo mejor de mis tiempos de instituto fueron las vacaciones estivales. Yo me había convertido en una mujercita que le ayudaba en la granja. Él se mostraba cada vez más cariñoso. Incluso tramó un plan para que conociera al hijo de Bruce Silverman. Pobre viejo, si bien nunca lo reconoció, le aterrorizaba que cuando me fuera a la universidad ya no regresara jamás. Como hizo mi madre cuando se largó con su enésimo novio yonqui. Por desgracia para él y los Silverman, aquel muchacho no pudo retenerme. Sus ojos ya se habían posado en un ranchero diez años mayor que él.

El último verano antes de irme a la universidad fue el mejor de todos. Los años habían ido haciendo mella en él, y aunque ya no era el fornido granjero al que muchos evitaban, por fin hallé a alguien parecido al padre que nunca tuve. Fueron largas jornadas de trabajo en las que, sin premiar de manera directa mi ayuda, entendí que su forma de agradecerlo fue la disposición sincera y sin tapujos a contestar mis dudas sobre los misterios y sorpresas de la vida. Por las noches nos sentábamos a tomar el fresco a los pies de un pequeño montículo que destacaba florido junto al porche. Allí me contaba historias hasta bien entrada la madrugada, sin embargo, ya no eran de niñas estúpidas. El trasfondo de casi todas rotaba en torno a la muerte.  

Evita el bosque de nocheme dijo santiguándose en una ocasión.  Si te encuentras con el Ángel del Abismo, no le mires a la cara. Si le miras, no podrás esquivarlo. La muerte… Yo la he engañado muchas veces, incluso cuando se presentó una madrugada mientras atravesaba a caballo el Bosque del Tránsito. Sabía que ese maldito lugar no hay que pisarlo después de ponerse el sol. Por entonces yo era un joven incauto que estaba enamorado. Venía de ver a tu abuela, ¿sabes?

Hizo una parada para apurar el cigarrillo que sostenía entre los dedos. En sus pequeños ojos aparecieron unas lágrimas intentando desbordar, pero como no podía permitirse que yo encontrara una sospecha de debilidad, tosió y apartó la mirada hacia el bosque antes de lanzar un suspiro profundo.

Nunca me había hablado de la abuela. Lo poco que sabía de ella es que murió siendo muy joven. En casa no había fotos ni nada que pudiera recordarla, era como si nunca hubiera existido, sin embargo, estaba claro que no la había olvidado.  

―La muerte… Pude verla avanzar entre los árboles portando su aguijón continuó tras otro suspiro―, aparecía y desaparecía, unas veces delante y otras tras de mí, hostigándome con su helado aliento, como si se divirtiera jugando conmigo y dudara entre atraparme o darme otra oportunidad. Pero no osé mirarla a la cara. ¡Maldita hija de puta! Era como un roído camisón encapuchado que se agitaba vaporoso. Con sus dedos descarnados sujetaba una guadaña. O no llevaba guadaña, no estoy seguro porque ha pasado mucho tiempo y la noche era muy cerrada. Sí recuerdo la funesta melodía que interpretaban el quejido del viento frío al sacudir las ramas, el seco crujido de la congelada maleza bajo los cascos del caballo, o el estruendo de los pájaros y otros animales que huían despavoridos a nuestro paso. Solo el búho aguantó su presencia aquella noche. Ese búho debe ser tan viejo como yo. Siempre ha estado ahí, en el primer sauce de la linde del bosque. No lo he vuelto a ver, pero intenta atormentarme algunas noches con su canto. ¡Jodido pájaro de mal agüero! ¡Me fulminó con aquellos horrendos ojos demoniacos mientras giraba su cuello casi una vuelta completa! Eso no debe ser normal.

Después de torcer los labios hacia abajo y arquear las cejas con un leve movimiento de cabeza a modo de confusión, tensó una sonrisa forzada. Le devolví el gesto intentando equilibrar el momento que tanto se había oscurecido, pero en mi imaginación solo podía ver al búho y a aquella cosa que lo perseguía.

Los años empezaron a correr muy deprisa. Después de la universidad vinieron varios trabajos, varios novios y varias decepciones. En esos años visité a Richard cada vez que pude. En las últimas despedidas siempre tuve la sensación de que podría ser la última vez. Muy quejumbroso y huraño, se mostraba cada vez más apático.

Un día recibí una llamada de su vecino Bruce Silverman, uno de los pocos amigos que tenía. El abuelo se encontraba mal. Le habían diagnosticado un cáncer de páncreas y no aguantaría mucho.

Pedí una excedencia en el trabajo y tomé el primer vuelo disponible.

Dos días después de la llamada, con un coche alquilado en la ciudad, me desvié de la 58 para entrar en el serpenteante camino que discurría entre lomas y riachuelos hasta las propiedades de mi abuelo. Aunque la panorámica era la de siempre, muchos recuerdos se agolparon conforme me acercaba al que había sido mi hogar. A la izquierda, el tupido Bosque del Tránsito se extendía sobre las montañas hasta fundir sus picos con los nubarrones, y a la derecha, las mismas casas y explotaciones de siempre salpicaban el terreno ancladas en el tiempo. Como de costumbre, la puerta de casa estaba abierta. Sin avisar de mi presencia subí a su habitación.

El maldito búho no para de cantar vociferó a modo de saludo al acercarme a su cama.

Todo parecía limpio y en orden, por suerte alguien se estaba ocupando de él, pero no le pregunté. Tumbado sobre la cama, me observaba fatigoso con la boca abierta parar respirar. Estaba más delgado y su tez se había vuelto de un pálido enfermizo que me conmovió.

Anoche se atrevió a posarse en el alfeizar de la ventana continuó, no sé cómo puede volar todavía. Tendrías que haberle visto, está tan desplumado y demacrado como yo. Con esas pintas no asustaría ni a un niño. Por eso le sostuve la mirada hasta que decidió largarse. ¡Que se joda! No era mi hora. El Ángel del Abismo también lo sabe. Ese mentiroso permanece a la espera en el Bosque del Tránsito. Ya no tardará en venir a por mí.

Sentada en el borde de la cama tomé su mano y le besé en la mejilla. Fría y huesuda, distaba mucho de la del Richard de mi niñez.

No te compadezcas de este pobre diablo, Ashley, ya he vivido suficiente. Recuerda continuó subiendo el tono y abriendo demasiado los ojos, no lo mires a la cara si aparece. No cometas el mismo error que yo.

Pero abuelo le contesté creyendo que estaba perdiendo el juicio, siempre me contaste que aquella noche te cuidaste de no mirarle.

El anciano se retorció en la cama y soltó mi mano.

Esa noche no siguió tras un incómodo silencio, pero hubo otra noche. Jamás he hablado de ello con nadie. Tenía que criar a tu madre. Quizá ella lo supo siempre y por eso se largó con aquellos hippies en cuanto se hizo mayor. Menos mal que, a cambio, un día te dejó aquí. Yo no sabía que tenía una nieta y, créeme, la idea de hacerme cargo de otra niña no era lo que deseaba en aquel momento. Perdóname si no he sido bueno contigo. Tardé demasiado tiempo en darme cuenta que fuiste el mejor de los regalos.

Háblame de esa otra noche le corté para que no cambiara de tema.

Volvió a retorcerse en la cama. Era evidente que le incomodaba hablar de ello, pero me comía la curiosidad y tenía que intentarlo. No habría muchas oportunidades más.

No me odies rogó al volver que tomaba su mano.

Eso jamás. Siempre te he querido y eso no cambiará después de escucharte.

Sus ojos acuosos se movieron nerviosos durante el tiempo que tardó en poner en orden su memoria. Luego desvió la mirada a la ventana. Un sonido pastoso surgió de su boca al querer hidratarse los labios con la lengua.

Entre fiebres y delirios, tu abuela llevaba enferma más de una semana. Yo estaba desesperado porque veía con impotencia cómo se apagaba cada día mientras no podía hacer nada por ella. Una noche, cuando peor se encontraba, decidí ir con la camioneta en busca de ayuda, pero el médico estaba de visita en la ciudad. Maldije y golpeé el volante al intentar atravesar el maldito bosque con aquella chatarra. Necesitaba llegar a casa cuanto antes, y era el camino más corto. La oscuridad y la mala suerte quisieron que no viera el tronco de un árbol recién talado. El choque fue brutal y, aunque no sufrí ningún daño físico, el cárter del motor quedó destrozado. Tuve que seguir a pie. Fueron los veinte minutos más agónicos de mi vida

Tranquilo, hiciste todo lo que estaba en tu mano lo interrumpí para darle un respiro.

Volvió a mirarme. Negó con la cabeza y fingió una sonrisa. En ese momento, como ya imaginaba el triste desenlace, me levanté para ir a preparar café. Antes de traspasar la puerta continuó con el relato y tuve que regresar a su lado.

―Llegó antes que yo ―dijo con un hilo de voz―. Al entrar en esta misma habitación ya se alzaba frente a ella. Su repulsiva silueta, envuelta en una luctuosa túnica negra, no tocaba el suelo. Me quedé paralizado ante aquella imagen.

―No te tortures así ―le disuadí con otro amago de salir.

―Cuando pude reaccionar, imbécil de mí, solo se me ocurrió volver escaleras abajo en busca de un hacha. Suena absurdo, Ashley, pero nunca he sido muy listo. Un hacha ―repitió con sarcasmo―, pretendí enfrentarme al Ángel del Abismo con un estúpido hacha.

Tembló. Su voz rota le obligó a hacer una parada. Luego gimoteó mientras movía los labios sin emitir sonido alguno. Su mirada entonces tropezó de nuevo con la ventana. Por algún motivo, esa visión pareció sosegarle. Una vez relajado empezó a adormilarse, momento que aproveché para levantarme, sin embargo, un golpe de viento zarandeó la ventana y renovó su estado.

―Me aproximé sigiloso por su espalda ―continuó volviendo la vista hacia mí―, alcé la pesada herramienta hasta casi tocar el techo, tomé aire conforme adelantaba una pierna y, con todas las fuerzas que pude reunir, lancé un ataque rápido con la firme idea de destrozar su encapuchada cabeza.

―Déjalo ya, por favor ―le supliqué sin éxito.

―Siempre he pensado que desapareció y volvió a aparecer en un suspiro, el caso es que en lo que dura un parpadeo se había girado hacia mí. En ese instante, cuando el metal ya iba a impactar con su cabeza pude verle la cara. Todo ocurrió muy deprisa, querida, y estás en tu derecho de no creerme, pero fue tal y como te lo estoy contando. Estaba de espaldas y al instante su informe rostro me contemplaba impasible con dos profundas cuencas vacías. Al atravesar aquella especie de gaseosa figura sin masa, el hacha no encontró ninguna resistencia y caí al suelo de rodillas. Desapareció. Sin más. Cuando me incorporé ya no estaba. Eso ha corroído mi alma desde aquel día, porque nunca sabré si interrumpí su diabólico trabajo o me engañó para que yo lo terminara, pues al alzar la vista solo pude ver que el frío acero había penetrado en el vientre de tu abuela.



Vicente Ortiz 

Marzo de 2021

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