Ahora
que mi aliento se agota y que pronto mis ojos se cerrarán para siempre, reconozco
que no mereció la pena. He malvivido en Hispania desde que me exilié y nada de
lo que se me prometió se ha cumplido. Sé que lo merezco, hice algo terrible y por
eso ya no tengo nombre, ni patria, ni pasado. Ahora mis huesos y pellejos yacen
en la oscuridad de la más humilde de las villas hasta que me llegue la hora.
Fui un ingenuo enamorado de la más cruel y hermosa criatura que haya parido la
República. Me sedujo y acepté a acabar con el enemigo de su padre sin saber
quién era y que todo era un sueño; pues ni siquiera era su padre, pero creo que
soy tan estúpido, que, aunque volviera a nacer mil veces, volvería a caer en su
trampa a cambio de volver a sentir su cuerpo desnudo entregado a mí. Aunque
hace mucho tiempo de aquello, no puedo reunirme con Plutón sin confesar el
secreto que destrozó mis días de juventud y me hizo abandonar mi amada Roma
para siempre.
Tres
golpes en la puerta me sacaron de la modorra. Cuando abrí, no había nadie, pero
en el suelo estaba el paquete que cambiaría mi vida. Lo tomé nervioso y entré
raudo para retirar las envolturas de lino que lo cubrían. Escondido entre las
dobleces de una toga blanca, estaba el pugio
que me indicaba que la operación estaba en marcha. Vi mi sonrisa reflejada en
su hoja cuando lo empuñé. Según lo acordado, al caer la noche me reuniría con Flavia
para recibir los denarios acordados y quién sabe si algo más.
Ya
habían pasado dos días desde que no la veía, pero aún tenía su fresco y
embriagador sabor en la boca. Habíamos repasado punto por punto cada detalle de
lo que debía hacer, pero necesitaba verla cada día. El último mes había sido el
mejor de mi vida. Los Dioses y el destino habían hecho que la hermosa patricia
se fijara en mí, a pesar del contraste entre mi humilde clase baja y su noble
linaje. Había sido muy valiente desde el principio aceptando la relación de
forma pública, incluso rebelándose contra su rancia y poderosa familia, que tenía
planes para su futuro, incluso desde antes que naciera.
Salí
de casa al atardecer. El sol primaveral, que había lucido con fuerza, se
desvanecía sobre el horizonte arrojando sombras en tonos rojizos sobre la urbe.
Caminando por la vía Sacra, sentí un escalofrío. No sé si la causa fue la
bajada de la temperatura o la amalgama de nervios que recorría mi cuerpo. Con
el delicioso olor a cocina que salía de algunas viviendas y la perpetua imagen
de Flavia en mi mente, llegué sonriente a la colina capitolina. Me la imaginé
esperándome a la entrada del templo de Júpiter, incluso deseé no verla allí,
sino que estuviera esperándome desnuda en la estancia del templo donde otras
veces me había entregado su joven cuerpo. Mi sonrisa se desvaneció cuando en su
lugar, dos hombres de mediana edad vestidos con togas de color blanco y adornos
morados me escrutaban con rostros severos. Por un momento pensé en darme la
vuelta, pero eso habría decepcionado a Flavia y me habría cerrado las puertas
de su familia. Era pobre, y aunque siempre fui más prudente que osado, no era
un cobarde, por eso tenía que estar a la altura y demostrarle a su padre que
podía contar conmigo.
Aminoré el paso, pero seguí caminando intentando aparentar tranquilidad. Sólo necesitaba un empujón de valor para continuar, entonces, recordé el cálido susurro de los labios carnosos de Flavia rozando mi oído. Súbitamente, mi respiración se volvió regular y noté cómo se destensaban mis músculos. Decidido y arrogante, me acerqué sereno con la cabeza alta y saludé al ponerme a la altura de los hombres. El más mayor me puso la mano en el hombro y presionó ligeramente invitándome a seguirles. Portaba una imagen distinguida, aunque se apreciaba que estaba curtido en muchas batallas. Me desconcertó la idea de que me estaban escoltando mientras caminábamos los escasos deccem passus que nos separaban de la entrada del templo.
Aminoré el paso, pero seguí caminando intentando aparentar tranquilidad. Sólo necesitaba un empujón de valor para continuar, entonces, recordé el cálido susurro de los labios carnosos de Flavia rozando mi oído. Súbitamente, mi respiración se volvió regular y noté cómo se destensaban mis músculos. Decidido y arrogante, me acerqué sereno con la cabeza alta y saludé al ponerme a la altura de los hombres. El más mayor me puso la mano en el hombro y presionó ligeramente invitándome a seguirles. Portaba una imagen distinguida, aunque se apreciaba que estaba curtido en muchas batallas. Me desconcertó la idea de que me estaban escoltando mientras caminábamos los escasos deccem passus que nos separaban de la entrada del templo.
−Toma,
es un adelanto –dijo sin vacilar el otro hombre mientras me daba una bolsa
repleta de monedas−, mañana a estas horas todo habrá acabado y podrás ver a mi hija.
Un
torbellino de sensaciones sacudió mi escuálido cuerpo al saber quién era el
padre de Flavia, y aunque puede que me flaquearan las piernas por la sorpresa,
supe que tenía su bendición para pasar el resto de mis días junto a ella. Me
había aceptado, eso estaba claro, y pronto viviríamos rodeados de felicidad en
nuestra propia domus. Esa bolsa no
sería más que calderilla en comparación con lo que nos esperaba.
−Gracias
–contesté sosegado al coger la bolsa, pretendiendo así, no mostrar demasiada
ansia cuando la guardé bajo mi túnica.
No
sé qué impresión se llevó de mí, se limitó a contestar forzando una sonrisa. Su
acompañante ladeó la cabeza de forma enérgica en un gesto que indicaba el fin
de la reunión, dejando a la vista la enorme cicatriz que se extendía desde la
parte trasera de su oreja derecha, bajando por su cuello hasta perderse bajo la
túnica. Impresionado por el encuentro, los vi desaparecer tras unos edificios
mientras acariciaba sonriente mi bolsa de monedas.
Según
lo pactado con Flavia, al día siguiente me dirigí al Teatro de Pompeyo con mi
flamante toga de lana blanca. Como todo estaba bien organizado, no me
sorprendió que me dejaran pasar. Me coloqué tras varios hombres que protestaban
airadamente al que estaba recostado en el núcleo del lugar. Aunque sabía que
eran las personas más importantes del mundo, no conocía a nadie, excepto al
padre de Flavia, que me había seguido con la mirada desde que entré hasta que
me ubiqué en una zona discreta perdiéndome de su vista. Con la intención de
buscar un sitio mejor, poco después y sin llamar la atención, me fui colando
entre los hombres, que pendientes de la escena principal, no repararon en mí.
Tras
un rato de aburrido debate, cuatro hombres se acercaron al centro y se pusieron
a discutir más acaloradamente con el que parecía ser el más importante, que
seguía recostado. Uno de ellos era el padre de Flavia y parecía llevar la voz
cantante. En aquel momento sentí que mi pecho se hinchaba de orgullo y mi vello
se erizaba al saber de la suerte que había tendido por estar tan cerca de
alguien tan importante y poderoso. Parecía estar poseído por el mismísimo
Marte; pues no paraba de hacer aspavientos mientras gritaba. Esto contagió a
muchos de los presentes y se armó un barullo mayor del que ya había, momento
que aproveché, tal como su hija me había indicado, para ponerme delante.
Entonces, el hombre que parecía ser el centro de atención de Roma, me buscó con
la cara desencajada. Cuando por fin me localizó, se puso la mano sobre el
corazón. Era la señal.
Respiré
profundamente con los ojos entornados, pensé en mi amada y como si cediera a
una fuerza desconocida por el pugio que
ocultaba en un pliegue entre la toga y la túnica, lo empuñé con firmeza. Abrí
bien los ojos centrándome en mi objetivo e ignorando todo lo que estaba pasando
alrededor. Con decisión, y sin apartar la mirada de quien sería mi víctima, me
acerqué hasta él. El hombre no lo esperaba, cuando quiso reaccionar, ya le
había asestado cuatro cuchilladas. Mientras varios hombres me rodeaban y
comenzaba el caos, me quedé bloqueado un instante. Antes de poder reaccionar y
salir huyendo, sólo recuerdo cómo el padre de Flavia se acercaba al moribundo y
éste lo miraba decepcionado y balbuceando con un hilo de voz:
−¡Bruto,
hijo mío, tú también!
En
ese mismo momento, en un lupanar no muy lejos del Teatro de Pompeyo, una
prostituta de mirada profunda y labios carnosos, entregaba unos lujosos vestidos
al esclavo de un hombre con una llamativa cicatriz en el cuello. Éste, a cambio
y por los favores prestados, tiraba sobre sus pies una bolsa llena de monedas.
Vicente Ortiz.
Texto finalista en el primer certamen de relatos del grupo de Telegram del programa de radio "La Biblioteca Perdida. Próximamente se editará de forma gratuita en un libro digital junto al relato ganador del certamen y otros textos seleccionados.
Texto finalista en el primer certamen de relatos del grupo de Telegram del programa de radio "La Biblioteca Perdida. Próximamente se editará de forma gratuita en un libro digital junto al relato ganador del certamen y otros textos seleccionados.
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