10 de junio de 2013

Un templario en la ciudad

—¡Venga rápido! Que el abuelo Emilio ya habrá llegado y hasta la hora de comer nos puede contar alguna batallita de esas que tanto le gustan —dijo Juan María a su primo César.
—Vamos corriendo —contestó éste—, que tu hermano ya estará allí esperando.
Cuando los dos primos llegaron a la casa, su abuela Eloísa ya estaba preparando la comida. Pasaron de largo y entraron directos a la salita. En su sillón, su abuelo ya estaba contándole algo a Vicente que, con cara de admiración, escuchaba atento sus palabras.
Los dos niños no dijeron nada para no interrumpir. Acercaron unas torneadas sillas negras con el fondo de junco a la mesa camilla y se acomodaron en silencio.
Cuenta una vieja leyenda, que allá por el año de nuestro señor de 1.168 continuó el abuelo Emilio repitiendo el principio y dando un toque misterioso al relato, mientras miraba a los dos nuevos integrantes, un sargento templario de nombre Francisco, miembro del séquito personal del gran maestre Frey Gómez de Castilla, llegó a la ciudad por orden expresa del Rey Fernando II de León. Sus órdenes eran claras; debería reunir a todos los Señores de las tierras y junto al clero, formar un pequeño ejército para defender la ciudad de las posibles ofensivas moras que avanzaban por el sur. Coria, como ciudad amurallada y estratégica para controlarlo, debería resistir el hipotético ataque y mandar emisarios a las ciudades más próximas de los Reinos de León y de Castilla.
Perteneciente a la casa de los Tula, el caballero que partió un mes atrás desde la ciudad de León y que junto a su majestuoso corcel llevaba dos días recorriendo el trayecto que unía las ciudades de Plasencia y Coria, durmiendo la última noche al raso,  llegó agotado.
Uno de los nobles de la ciudad, se ofreció para acomodarlo en su palacete. También puso a su disposición a tres de sus mejores hombres. Éstos, asistirían al templario en todo lo que necesitara y se encargarían de llevar un documento al resto de señores de las villas cercanas informándoles de la noticia. Él personalmente entregaría copias a los de Coria y sus tierras. En pocos días deberían reunirse en nombre de la cristiandad y del mismo Rey de León, para convenir la defensa de la ciudad.
Avanzaba el mes de junio y todo parecía dispuesto; la fecha de la reunión acordada, buena predisposición de los implicados y una pequeña avanzadilla de doce monjes guerreros cargados de armamentos acababa de llegar a la ciudad para instruir en el noble arte de la guerra a los valientes que defenderían la causa con sus vidas.

La noche antes a la importante reunión, Don Francisco se despertó sobresaltado al oír un fuerte bullicio en el exterior. Llamó a sus tres sirvientes, pero éstos no contestaron. Bajó a sus aposentos empuñando una ligera espada y se encontró las habitaciones vacías. Luego entró en la estancia del señor de la casa. Ni rastro.


Algo nervioso, se puso sus ropajes colocándose con meticulosidad la cota de malla y el casco. Sacó del armario uno de sus escudos, el más largo, que lucía una enorme cruz roja sobre un fondo blanco inmaculado, tanteó sus pesadas espadas y envainó la de doble filo e incrustaciones de oro en la empuñadura. Entró en las cuadras y sin ensillar al caballo salió a la calle pensando que alguien les habría delatado y que los almohades estarían sitiando la ciudad aprovechando la noche.
Por encima de varios tejados se veía una espesa columna de humo, posiblemente los asaltantes estarían quemando las casas.
A lo lejos varias personas corrían dando gritos. Las siguió haciendo golpear con violencia los cascos del caballo sobre el empedrado. Cuando dobló la esquina de la calle para entrar en la plaza más importante de la ciudad tuvo que frenar en seco y frotarse los ojos. Paralizado a lomos de su corcel vio como la muchedumbre se concentraba alrededor de una enorme hoguera en mitad de la plaza. Los lugareños más desvergonzados bebían y cantaban canciones jocosas mientras bailaban con las mozas más jóvenes. Los de mayor edad jugaban alegremente con los niños y avivaban la lumbre al son de flautas y tamboriles.
Descabalgó horrorizado ante tal infamia y se giró al sentir una mano en su hombro. Su anfitrión, visiblemente borracho lo miró sonriente.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué está pasando aquí? pregunto con exigencias el caballero.
Mi señor, celebramos el solsticio de verano, la purificación con fuego de todos los males, pedimos deseos para tener una buena cosecha, fertilidad para nuestros animales y salud para nuestras familias. Es una tradición que se remonta a la noche de los tiempos.
—Voy a pasar por alto que no sea una celebración cristiana, pero, ¿por qué no me habéis avisado? Me he llevado un susto de mil demonios, pensé que nos atacaban.
Dormíais plácidamente y no quise interrumpir vuestro descanso. Volved a casa, os lo ruego, nosotros nos retiraremos pronto y mañana será un día importante para todos.
A la mañana siguiente, Don Francisco se levantó al alba para organizar los preparativos de la reunión. Una vez ordenados todos los documentos partió al lugar en el que se darían cita los personajes más poderosos de la comarca. La pequeña parroquia escogida estaba abierta. Se acomodó en una de las sillas y esperó pacientemente.
Los primeros en llegar, fueron los doce caballeros templarios, más tarde y escalonadamente lo hicieron el resto de invitados. Todos dieron buena cuenta del vino y el pan con aceite que los sirvientes pusieron sobre las mesas. Conforme pasaba el tiempo, los asistentes iban formando corrillos en los que se enzarzaban en diferentes discusiones. Se sirvió más vino y ello propició a que el tono de voz y las risas no fueran del agrado del sargento que observaba estupefacto cómo sus colegas de la orden parecían vulgares borrachos de taberna.
¡Silencio en nombre del Rey Fernando II de León! gritó lo más alto que pudo. Señores, nos hemos reunido aquí por algo importante que ataña a todos, compórtense como es debido o me veré obligado a informar de este bochornoso espectáculo.
Todos guardaron respetuoso silencio y cuando el templario iba a empezar a hablar entraron dos frailes interrumpiendo la sesión.
—¡Ya viene el toro! ¡Todos a la calle! anunció el más bajito dando media vuelta y abandonando la capilla con su compañero.
Los trece caballeros se miraron con estupor sin comprender cómo los señores que habían sido citados para la importante reunión no se lo pensaron ni un momento.
¡Locos, están locos! ¡No entienden que en cualquier momento pueden ser atacados y despojados de sus bienes! Gritó Don Francisco. Salgamos fuera a ver qué está pasando.
En la calle, una multitud tan excitada como en la noche anterior lanzaba plegarias a San Juan mientras rodeaba a un enorme buey que avanzaba con paso cansino entre la gente.

Abuelo, ¿qué pasó después? Preguntó uno de sus nietos.
Eso os lo contaré otro día porque ya es la hora de la comida Dijo al ver entrar a la abuela Eloísa con el cocido.


Vicente Ortiz Guardado.

Relato escrito con mucha ilusión porque iba a ser publicado en el libro de San Juan 2013, pero  supongo que por la decisión de alguien que sabe muchísimo más que yo no se ha incluido por lo que sea.

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