—¡Venga rápido! Que el abuelo Emilio ya habrá
llegado y hasta la hora de comer nos puede contar alguna batallita de esas que
tanto le gustan —dijo Juan María a su primo César.
—Vamos corriendo —contestó éste—, que tu
hermano ya estará allí esperando.
Cuando los dos primos llegaron a la casa, su
abuela Eloísa ya estaba preparando la comida. Pasaron de largo y entraron
directos a la salita. En su sillón, su abuelo ya estaba contándole algo a
Vicente que, con cara de admiración, escuchaba atento sus palabras.
Los dos niños no dijeron nada para no
interrumpir. Acercaron unas torneadas sillas negras con el fondo de junco a la
mesa camilla y se acomodaron en silencio.
—Cuenta una vieja leyenda, que allá por el año de nuestro
señor de 1.168 —continuó el abuelo Emilio repitiendo
el principio y dando un toque misterioso al relato, mientras miraba a los dos
nuevos integrantes—, un sargento templario de nombre
Francisco, miembro del séquito personal del gran maestre Frey Gómez de Castilla, llegó a la ciudad por orden expresa
del Rey Fernando II de León. Sus órdenes eran claras; debería reunir a todos
los Señores de las tierras y junto al clero, formar un pequeño ejército para
defender la ciudad de las posibles ofensivas moras que avanzaban por el sur.
Coria, como ciudad amurallada y estratégica para controlarlo, debería resistir
el hipotético ataque y mandar emisarios a las ciudades más próximas de los
Reinos de León y de Castilla.
Perteneciente a la casa
de los Tula, el caballero que partió un mes atrás desde la ciudad de León y que
junto a su majestuoso corcel llevaba dos días recorriendo el trayecto que unía las
ciudades de Plasencia y Coria, durmiendo la última noche al raso, llegó agotado.
Uno de los nobles de la
ciudad, se ofreció para acomodarlo en su palacete. También puso a su
disposición a tres de sus mejores hombres. Éstos, asistirían al templario en
todo lo que necesitara y se encargarían de llevar un documento al resto de
señores de las villas cercanas informándoles de la noticia. Él personalmente
entregaría copias a los de Coria y sus tierras. En pocos días deberían reunirse
en nombre de la cristiandad y del mismo Rey de León, para convenir la defensa
de la ciudad.
Avanzaba el mes de junio
y todo parecía dispuesto; la fecha de la reunión acordada, buena predisposición
de los implicados y una pequeña avanzadilla de doce monjes guerreros cargados
de armamentos acababa de llegar a la ciudad para instruir en el noble arte de
la guerra a los valientes que defenderían la causa con sus vidas.
La noche antes a la
importante reunión, Don Francisco se despertó sobresaltado al oír un fuerte
bullicio en el exterior. Llamó a sus tres sirvientes, pero éstos no
contestaron. Bajó a sus aposentos empuñando una ligera espada y se encontró las
habitaciones vacías. Luego entró en la estancia del señor de la casa. Ni
rastro.
Algo nervioso, se puso
sus ropajes colocándose con meticulosidad la cota de malla y el casco. Sacó del
armario uno de sus escudos, el más largo, que lucía una enorme cruz roja sobre
un fondo blanco inmaculado, tanteó sus pesadas espadas y envainó la de doble
filo e incrustaciones de oro en la empuñadura. Entró en las cuadras y sin
ensillar al caballo salió a la calle pensando que alguien les habría delatado y
que los almohades estarían sitiando la ciudad aprovechando la noche.
Por encima de varios
tejados se veía una espesa columna de humo, posiblemente los asaltantes estarían
quemando las casas.
A lo lejos varias
personas corrían dando gritos. Las siguió haciendo golpear con violencia los
cascos del caballo sobre el empedrado. Cuando dobló la esquina de la calle para
entrar en la plaza más importante de la ciudad tuvo que frenar en seco y
frotarse los ojos. Paralizado a lomos de su corcel vio como la muchedumbre se
concentraba alrededor de una enorme hoguera en mitad de la plaza. Los lugareños
más desvergonzados bebían y cantaban canciones jocosas mientras bailaban con
las mozas más jóvenes. Los de mayor edad jugaban alegremente con los niños y avivaban
la lumbre al son de flautas y tamboriles.
Descabalgó horrorizado
ante tal infamia y se giró al sentir una mano en su hombro. Su anfitrión,
visiblemente borracho lo miró sonriente.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué está pasando aquí? —pregunto con exigencias el caballero.
—Mi señor, celebramos el solsticio de verano, la purificación
con fuego de todos los males, pedimos deseos para tener una buena cosecha,
fertilidad para nuestros animales y salud para nuestras familias. Es una
tradición que se remonta a la noche de los tiempos.
—Voy a pasar por alto que no sea una
celebración cristiana, pero,
¿por qué no me habéis avisado? Me he llevado un susto de mil demonios, pensé
que nos atacaban.
—Dormíais plácidamente y no quise interrumpir vuestro
descanso. Volved a casa, os lo ruego, nosotros nos retiraremos pronto y mañana
será un día importante para todos.
A la mañana siguiente,
Don Francisco se levantó al alba para organizar los preparativos de la reunión.
Una vez ordenados todos los documentos partió al lugar en el que se darían cita
los personajes más poderosos de la comarca. La pequeña parroquia escogida estaba
abierta. Se acomodó en una de las sillas y esperó pacientemente.
Los primeros en llegar,
fueron los doce caballeros templarios, más tarde y escalonadamente lo hicieron
el resto de invitados. Todos dieron buena cuenta del vino y el pan con aceite
que los sirvientes pusieron sobre las mesas. Conforme pasaba el tiempo, los
asistentes iban formando corrillos en los que se enzarzaban en diferentes
discusiones. Se sirvió más vino y ello propició a que el tono de voz y las
risas no fueran del agrado del sargento que observaba estupefacto cómo sus
colegas de la orden parecían vulgares borrachos de taberna.
—¡Silencio en nombre del Rey Fernando II de León! —gritó lo más alto que pudo—. Señores, nos hemos reunido aquí por
algo importante que ataña a todos, compórtense como es debido o me veré
obligado a informar de este bochornoso espectáculo.
Todos guardaron
respetuoso silencio y cuando el templario iba a empezar a hablar entraron dos
frailes interrumpiendo la sesión.
—¡Ya viene el toro! ¡Todos a la calle! —anunció el más bajito dando media vuelta y abandonando la
capilla con su compañero.
Los trece caballeros se
miraron con estupor sin comprender cómo los señores que habían sido citados
para la importante reunión no se lo pensaron ni un momento.
—¡Locos, están locos! ¡No entienden que en cualquier momento
pueden ser atacados y despojados de sus bienes! —Gritó Don Francisco—. Salgamos fuera a ver qué está pasando.
En la calle, una multitud
tan excitada como en la noche anterior lanzaba plegarias a San Juan mientras
rodeaba a un enorme buey que avanzaba con paso cansino entre la gente.
—Abuelo, ¿qué pasó después? —Preguntó uno de sus nietos.
—Eso os lo contaré otro día porque ya es la hora de la comida —Dijo al ver entrar a la abuela Eloísa con el cocido.
Vicente Ortiz Guardado.
Relato escrito con mucha ilusión porque iba a ser publicado en el libro de San Juan 2013, pero —supongo que por la decisión de alguien que sabe muchísimo más que yo— no se ha incluido por lo que sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Qué te ha parecido? Puedes hacer un comentario y compartir la entrada. Gracias.