11 de enero de 2013

Sexo virginal y amor imposible


Esa misma noche, mi puerta sonó. Me levanté de la silla donde leía mi viejo diario y me quedé de piedra al abrirla. Catalina había venido a verme en persona. No estoy seguro si en ese momento quería verla o no, pero estaba tan guapa como la última vez que la vi.
―Hola Samuel ―Dijo triste mirándome fijamente a los ojos.
―Hola Catalina, ¿Qué quieres? ―Le pregunté sin rodeos.
―Tenemos que hablar, mereces una explicación ―Dijo con los ojos vidriosos.
―Pasa dentro ―Le dije mientras le ofrecía una silla.
―¿Cómo estás? ―Preguntó sorbiéndose los mocos.
―Mal Catalina, mi vida es un desastre y tú me has hecho aún más desgraciado.
Le ofrecí mi pañuelo y cogí otra silla para sentarme frente a ella que, limpiándose la nariz y pasando sus finos dedos por las mejillas se secó las lágrimas.
―Mi vida no es mejor Samuel. Llevo casada tres meses con un hombre al que no quiero. Jamás nos hemos acostado juntos ―hizo una mueca de desagrado―, cosa que agradezco, pero me hace posar desnuda para él durante horas. Es humillante, Samuel. Es más viejo que mi padre, sólo me quiere para que le atienda la casa y aunque tengo que estarle agradecida por lo que hizo, no soporto que me mire ni me toque. Le debo la vida, lo sé, pero el sólo hecho de tener que estar toda la vida pagando esa deuda me tiene sumida en una profunda depresión. Esta es mi situación, ya ves que no es un cuento de hadas. No hay un momento en el que no esté pensando en ti. Nunca quise hacerte daño Samuel, sólo quiero que entiendas que todo lo que ha pasado ha sido un terrible error del destino. Debí morir cuando enfermé y así ni tú ni yo estaríamos sufriendo ahora.
―No digas eso, mujer.
―Lo siento mucho mi vida. Espero que algún día lo entiendas y puedas perdonarme.
En ese momento ya lo estaba haciendo, pero un nudo en mi garganta me impidió hablar. La miré bloqueado. Sentí lástima.
Catalina se levantó y cuando iba a abrir la puerta para salir, reaccioné. Me levanté guiado por una fuerza invisible y la agarré por detrás. Cerré los ojos apoyando mi barbilla en su hombro y lloré como un niño. Ella, inmóvil al principio, soltó la manilla de la puerta, luego se giró y me besó. Fue diferente al beso de un año atrás, pero igual de especial. Después me pasó la mano por la mejilla secando mis lágrimas y empezó a quitarse la ropa. 

Yo nunca había visto a una mujer desnuda. Me pareció una Diosa. Su delgado cuerpo mulato brillaba en la oscuridad de la habitación iluminada tan sólo por una pequeña bombilla. Sus pequeños pechos eran como los imaginaba; firmes, redondos y delicados. Su tacto suave unido a su olor me excitó más que de costumbre al pensar en ellos. Los besé y me metí los pezones en la boca creyéndome en el paraíso. Instintivamente me quité la ropa y con ella la vergüenza de estar desnudo mostrando mi erecto miembro por primera vez. La llevé de la mano a mi cama donde nos tumbamos mirándonos. Le acaricié su rizado y negro vello púbico ignorando qué escondía, ella me guió con una mano mientras arqueaba la espalda y su respiración se aceleraba. Luego me puse entre sus piernas sin saber muy bien cómo seguir. Tanto ella como yo éramos vírgenes y todo fue muy extraño y rápido. Apenas pude disfrutarlo, creo que ella tampoco, pero el placer de tener al amor de mi vida junto a mí de la forma que tanto había deseado en los últimos años suplió la falta de experiencia. Cuando terminamos ella se vistió a toda velocidad y salió corriendo en silencio sin mirar atrás.


Extraído de "Samuel el africano". 
Vicente Ortiz Guardado.

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