2 de octubre de 2012

Marián.

Entró en el gran salón con una decisión que jamás había tenido. Segura de sí misma, avanzó con la barbilla alta mientras su larga melena rubia bailaba al son que marcaban sus pasos firmes y decididos. Su gran sonrisa le daba un aire agradable y cercano, muy lejos quedaba ya su etapa oscura en la que perdió toda su joven vitalidad. Por fin la terapia había funcionado y Marián era otra persona. La persona que siempre fue hasta que lo conoció.
Subió las escaleras que llevaban al atril y con un gesto al encargado de la música, éste bajó el volumen y abrió su micrófono. Los asistentes se giraron hacia ella.
La presentación del importante proyecto duró poco más de diez minutos, luego dio paso a una serie de imágenes que los asistentes observaron con curiosidad y sorpresa. Al final del acto dedicó unas bonitas palabras a los dirigentes e invitó a los asistentes a que siguieran pasándolo bien. La música volvió a sonar y los camareros desfilaron de nuevo entre los invitados que, siguiendo una especie de ritual se lanzaron a las bandejas de los canapés y cócteles como si llevaran todo el día sin probar bocado.

Había decidido irse a casa en cuanto acabara su presentación, pero una vez allí se sintió tan cómoda que comenzó a buscar caras conocidas para recordar viejos tiempos.
En pocos minutos se había formado un pequeño grupo de cinco personas, al que luego se unieron algunos más, todos compañeros de la empresa con los que tenía buena relación.
El tema principal de la conversación giraba en torno a la presentación y aunque no era una fiesta y en otros tiempos habría sido un aburrimiento, era agradable volver a estar hablando con gente normal de cosas comunes. Cuando eran más jóvenes, aprovechaban cualquier acto similar para irse juntos de copas hasta altas horas de la madrugada, pero la edad no perdonaba y ahora las cosas eran diferentes para todos. Marián se sentía feliz, no necesitaba nada más en aquel momento. Estar hablando tranquilamente con una copa en la mano la hacía sentir viva.

Estaba atenta a la conversación de una compañera, cuando escuchó una melodía conocida. Era su teléfono. Se disculpó enseñando el iluminado móvil mientras se retiraba a un lugar más tranquilo. Una vez fuera del salón, miró la pantalla pero no aparecía ningún número. Descolgó mientras se lo acercaba para contestar:
–Soy Marián, dígame.
Silencio.
–¿Hola? Soy Marián –Volvió a repetir y esperó unos segundos a que alguien hablara–. ¿Quién es?
Pero nadie contestó. Apagó el teléfono mientras de su cara desaparecía esa luz que tanto le había costado recuperar. Fue como si el mundo cayera sin piedad sobre ella. Estaba segura de quién la había llamado. Nunca pensó que pudiera volver a acercarse a ella. Había sufrido tanto por su culpa y le había costado tanto recuperarse de la depresión que casi acaba con su vida que sintió una fuerte bofetada del destino en su rostro.
Temblorosa, volvió a entrar en el salón para coger su abrigo, pensó en despedirse, pero no se sentía con fuerzas y sin que nadie la viera desapareció como las estrellas al llegar el día.

¿Cómo podía ser más fuerte el amor que aún sentía por él, que el maltrato emocional y la humillación a la que había sido sometida durante años? En el fondo seguía queriéndole, no sabía porqué, pero le amaba más que a nada en el mundo. Daría lo que fuera por volver a abrazarle, por escuchar su voz grave, por mirarle de cerca a los ojos, esos ojos vivos y expresivos. El simple recuerdo la hacía estremecerse. Pero no quería volver a repetir el infierno que había vivido, no quería volver a ser olvidada, no quería recorrer de nuevo el calvario por el que había pasado. Puede que ya no fuera tan fuerte, no lo soportaría.

Caminó unos metros hasta llegar a su coche. Con los ojos empañados y la respiración irregular lo puso en marcha y se dirigió a su casa. Perdida en sus pensamientos mientras conducía sin mucha atención comenzó a ponerse más nerviosa. Entró en casa con la sensación de quien acaba de perderlo todo jugando. Buscó en el cajón de su mesita de noche la medicación que había dejado de tomar meses atrás y con la ayuda de un vaso de agua tomó tres pequeños comprimidos. Se metió en la ducha intentando dejar su mente en blanco, no fue así. Desnuda, tumbada en la cama con el pelo mojado miró durante un buen rato un retrato en el que estaban juntos. Lloró por rabia, por estúpida y por haber tenido la mala suerte de conocerle. Media hora después se sumió en un profundo sueño.

Despertó por la mañana en la misma postura que se había dormido: Bocarriba, desnuda y con la foto apoyada en el pecho. Se levantó entumecida y ojerosa para prepararse el desayuno, luego cogió el teléfono. Había una llamada perdida sin identificación y un mensaje de texto asociado a la misma llamada. Lo leyó.
Marián, ¿ya no le coges el teléfono a tu jefe? Quería felicitarte por la presentación, pero como te vi muy acompañada no quise molestaros. Besos.
Aunque la extraña sensación no desapareció, en segundos su cara volvió a iluminarse. La opresión que sentía desde la noche anterior empezó a desaparecer, hasta su respiración se tornó regular y dejó de sentir las palpitaciones que martilleaban en su sien, pero en lo más profundo de su ser deseó que el mensaje hubiera sido de él.

Decidida, salió con la intención de enfrentarse a él, quería dejar clara algunas cosas para siempre, puede que ya nunca más volvieran a verse, pero lo necesitaba. Quería quedar tranquila y aunque siguiera queriéndole, quería apartarlo de su vida para siempre.

Llamó a la puerta de su casa. Tras unos segundos apareció su mujer con el gesto contrariado.
–¿Qué haces aquí, Marián? –Dijo la mujer de avanzada edad sin abrir del todo la puerta.
–Quiero verle –Exigió ésta contundentemente.
–Sabes que no está bien, además hace muchos años que no sabemos nada de ti.
–No me importa el tiempo que haya pasado, quiero verle ahora –Dijo levantando la voz y empujando la puerta para entrar.
–No lo estropees ahora Marián, te lo pido por favor, está descansando en su cama.
Marián avanzó deprisa, abrió la puerta y quedó impresionada al ver lo deteriorado que estaba el hombre que yacía en la cama. Éste se giró y como si estuviera viendo a un fantasma, quedó bloqueado. Marián se acercó a la cama y le cogió de la mano.
–Perdóname hija mía. He sido un padre horroroso, pero te prometo que hasta que te presentaste en casa, no sabía de tu existencia  –hizo una pausa para tragar saliva e incorporarse torpemente–. Tienes que entender que hice mi vida junto a otra familia y para ellos también fue duro conocerte. Luego fue muy difícil recuperar el tiempo perdido.
Marián se acercó para besar la frente del anciano sin soltar su huesuda mano. Las lágrimas de éste rodaron por su mejilla.
–Lo siento papá, he sido una idiota egoísta, eres tú quien tiene que perdonarme.
–No hay nada que perdonar –dijo el hombre que volvió a tenderse en la cama–, ahora todo está bien.
El anciano esbozó una ligera sonrisa cargada de paz cerrando los ojos para siempre.


Vicente Ortiz Guardado.
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