El viejo Richard hizo lo que pudo, no
seré yo quien le reproche nada a estas alturas. El abuelo se encargó de mí desde
el día que mi madre me abandonó siendo muy pequeña. A su manera, eso sí. Mi
infancia no transcurrió entre juegos, vestidos rosas y muñecas. Tampoco lo
necesité. Al menos fui al colegio y nunca me faltó una cama y un plato en la
mesa. A cambio tuve que sobrevivir en una sociedad rural hecha para hombres
solitarios. Con el abuelo siempre ocupado del ganado y las cosechas, tuve que
madurar deprisa y hacerme cargo de la casa para que no nos comiera la mierda.
Al llegar el invierno, si la nieve se acumulaba casi un metro, era cuando más tiempo pasábamos juntos. Le fastidiaba estar desocupado durante tanto tiempo. Eso lo ponía nervioso y no solía estar de buen humor. Yo intentaba entretenerlo cada vez que se quejaba por cualquier cosa o se acercaba a la ventana para comprobar que todo seguía igual que un rato antes. Lamento que no fueran muchas las veces que me contó historietas en voz baja. Yo las escuchaba con atención mientras me embelesaba con las llamas de la chimenea. Con torpe sobreactuación, él miraba desconfiado la puerta. A veces, casi en susurros, me hablaba de los espíritus que nos observan, de extraños animales que acosan a niñas solitarias o de pasados tiempos donde en el Bosque del Tránsito, los primeros colonos fueron iniciados en extraños rituales por los indios que lo ocupaban. Todas aquellas fábulas o leyendas, creo que muchas de cosecha propia, además de usarlas para divertirse mientras intentaba impresionarme, siempre tenían una moraleja similar: recelar de las aparentes buenas intenciones de los desconocidos. No sé si de haber sido un varón habría usado otro repertorio. De todos modos, yo no me asustaba; todo lo contrario, ni siquiera cuando hacía una parada larga y de golpe alzaba la voz al tiempo que se levantaba de la butaca golpeando la mesa con sus enormes manos. Nunca olvidaré esos momentos junto a él, saboreando cada pedazo de la atmósfera que creaba en sus narraciones mientras amontonaba latas vacías de cerveza.
Aunque nunca fue una persona dada a manifestar
afecto ni excesiva empatía por nadie, siempre mostró educación y respeto. Quizá
dentro del orden frío en el que él entendía nuestra existencia, pero más allá
de sus bravuconadas, tenía buen corazón.
Cuando dejé la granja en plena
adolescencia para irme al instituto, sospecho que ello no supuso el alivio que el
abuelo esperaba. Constantemente buscaba cualquier excusa para llamarme por
teléfono a la residencia. Eran llamadas muy cortas, de apenas un minuto.
Supongo que eso calmaba su preocupación. A veces se presentaba de visita con el
pretexto de que había tenido que ir a la ciudad para arreglar unos papeles o
comprar herramientas. Por entonces ya no se enfadaba si lo llamaba abuelo.
Lo mejor de mis tiempos de instituto fueron
las vacaciones estivales. Yo me había convertido en una mujercita que le
ayudaba en la granja. Él se mostraba cada vez más cariñoso. Incluso tramó un
plan para que conociera al hijo de Bruce Silverman. Pobre viejo, si bien nunca
lo reconoció, le aterrorizaba que cuando me fuera a la universidad ya no
regresara jamás. Como hizo mi madre cuando se largó con su enésimo novio yonqui.
Por desgracia para él y los Silverman, aquel muchacho no pudo retenerme. Sus
ojos ya se habían posado en un ranchero diez años mayor que él.
El último verano antes de irme a la
universidad fue el mejor de todos. Los años habían ido haciendo mella en él, y aunque
ya no era el fornido granjero al que muchos evitaban, por fin hallé a alguien
parecido al padre que nunca tuve. Fueron largas jornadas de trabajo en las que,
sin premiar de manera directa mi ayuda, entendí que su forma de agradecerlo fue
la disposición sincera y sin tapujos a contestar mis dudas sobre los misterios
y sorpresas de la vida. Por las noches nos sentábamos a tomar el fresco a los
pies de un pequeño montículo que destacaba florido junto al porche. Allí me
contaba historias hasta bien entrada la madrugada, sin embargo, ya no eran de
niñas estúpidas. El trasfondo de casi todas rotaba en torno a la muerte.
―Evita el bosque de noche
―me dijo santiguándose en
una ocasión―. Si te encuentras con
el Ángel del Abismo, no le mires a la cara. Si le miras, no podrás esquivarlo.
La muerte… Yo la he engañado muchas veces, incluso cuando se presentó una madrugada
mientras atravesaba a caballo el Bosque del Tránsito. Sabía que ese maldito
lugar no hay que pisarlo después de ponerse el sol. Por entonces yo era un
joven incauto que estaba enamorado. Venía de ver a tu abuela, ¿sabes?
Hizo una parada para apurar el
cigarrillo que sostenía entre los dedos. En sus pequeños ojos aparecieron unas
lágrimas intentando desbordar, pero como no podía permitirse que yo encontrara una sospecha de debilidad,
tosió y apartó la mirada hacia el bosque antes de lanzar un suspiro profundo.
Nunca me había hablado de la abuela.
Lo poco que sabía de ella es que murió siendo muy joven. En casa no había fotos
ni nada que pudiera recordarla, era como si nunca hubiera existido, sin
embargo, estaba claro que no la había olvidado.
―La muerte… Pude verla avanzar entre los árboles portando su
aguijón ―continuó tras otro suspiro―, aparecía y desaparecía, unas
veces delante y otras tras de mí, hostigándome con su helado aliento, como si
se divirtiera jugando conmigo y dudara entre atraparme o darme otra
oportunidad. Pero no osé mirarla a la cara. ¡Maldita hija de
puta! Era como un roído camisón encapuchado que se agitaba vaporoso. Con sus dedos
descarnados sujetaba una guadaña. O no llevaba guadaña, no estoy seguro porque
ha pasado mucho tiempo y la noche era muy cerrada. Sí recuerdo la funesta
melodía que interpretaban el quejido del viento frío al sacudir las ramas, el seco
crujido de la congelada maleza bajo los cascos del caballo, o el estruendo de
los pájaros y otros animales que huían despavoridos a nuestro paso. Solo el
búho aguantó su presencia aquella noche. Ese búho debe ser tan viejo como yo.
Siempre ha estado ahí, en el primer sauce de la linde del bosque. No lo he
vuelto a ver, pero intenta atormentarme algunas noches con su canto. ¡Jodido
pájaro de mal agüero! ¡Me fulminó con aquellos horrendos ojos demoniacos
mientras giraba su cuello casi una vuelta completa! Eso no debe ser normal.
Después de torcer los labios hacia
abajo y arquear las cejas con un leve movimiento de cabeza a modo de confusión,
tensó una sonrisa forzada. Le devolví el gesto intentando equilibrar el momento
que tanto se había oscurecido, pero en mi imaginación solo podía ver al búho y
a aquella cosa que lo perseguía.
Los años empezaron a correr muy
deprisa. Después de la universidad vinieron varios trabajos, varios novios y
varias decepciones. En esos años visité a Richard cada vez que pude. En las
últimas despedidas siempre tuve la sensación de que podría ser la última vez. Muy
quejumbroso y huraño, se mostraba cada vez más apático.
Un día recibí una llamada de su
vecino Bruce Silverman, uno de los pocos amigos que tenía. El abuelo se
encontraba mal. Le habían diagnosticado un cáncer de páncreas y no aguantaría
mucho.
Pedí una excedencia en el trabajo y tomé
el primer vuelo disponible.
Dos días después de la llamada, con
un coche alquilado en la ciudad, me desvié de la 58 para entrar en el serpenteante
camino que discurría entre lomas y riachuelos hasta las propiedades de mi
abuelo. Aunque la panorámica era la de siempre, muchos recuerdos se agolparon
conforme me acercaba al que había sido mi hogar. A la izquierda, el tupido Bosque
del Tránsito se extendía sobre las montañas hasta fundir sus picos con los
nubarrones, y a la derecha, las mismas casas y explotaciones de siempre
salpicaban el terreno ancladas en el tiempo. Como de costumbre, la puerta de
casa estaba abierta. Sin avisar de mi presencia subí a su habitación.
―El maldito búho no para de cantar ―vociferó a modo de saludo al acercarme a su cama.
Todo parecía limpio y en orden, por
suerte alguien se estaba ocupando de él, pero no le pregunté. Tumbado sobre la
cama, me observaba fatigoso con la boca abierta parar respirar. Estaba más
delgado y su tez se había vuelto de un pálido enfermizo que me conmovió.
―Anoche se atrevió a posarse en el alfeizar de la ventana ―continuó―, no sé cómo puede volar todavía.
Tendrías que haberle visto, está tan desplumado y demacrado como yo. Con esas
pintas no asustaría ni a un niño. Por eso le sostuve la mirada hasta que
decidió largarse. ¡Que se joda! No era mi hora. El Ángel del Abismo también lo
sabe. Ese mentiroso permanece a la espera en el Bosque del Tránsito. Ya no
tardará en venir a por mí.
Sentada en el borde de la cama tomé su mano y le besé en la mejilla. Fría y huesuda, distaba mucho de la del Richard de mi niñez.
―No te compadezcas de este pobre diablo, Ashley, ya he vivido
suficiente. Recuerda ―continuó subiendo el tono y abriendo demasiado
los ojos―, no lo mires a la cara si aparece. No cometas el mismo error
que yo.
―Pero abuelo ―le contesté creyendo que estaba perdiendo
el juicio―, siempre me contaste que aquella noche te cuidaste de no
mirarle.
El anciano se retorció en la cama y soltó
mi mano.
―Esa noche no ―siguió tras un incómodo silencio―, pero hubo otra noche. Jamás he hablado de ello con nadie. Tenía
que criar a tu madre. Quizá ella lo supo siempre y por eso se largó con
aquellos hippies en cuanto se hizo mayor. Menos mal que, a cambio, un día te
dejó aquí. Yo no sabía que tenía una nieta y, créeme, la idea de hacerme cargo
de otra niña no era lo que deseaba en aquel momento. Perdóname si no he sido
bueno contigo. Tardé demasiado tiempo en darme cuenta que fuiste el mejor de
los regalos.
―Háblame de esa otra noche ―le corté para que no cambiara de tema.
Volvió a retorcerse en la cama. Era
evidente que le incomodaba hablar de ello, pero me comía la curiosidad y tenía
que intentarlo. No habría muchas oportunidades más.
―No me odies ―rogó al volver que tomaba su mano.
―Eso jamás. Siempre te he querido y eso no cambiará después de
escucharte.
Sus ojos acuosos se movieron
nerviosos durante el tiempo que tardó en poner en orden su memoria. Luego
desvió la mirada a la ventana. Un sonido pastoso surgió de su boca al querer
hidratarse los labios con la lengua.
―Entre fiebres y delirios, tu abuela llevaba enferma más de
una semana. Yo estaba desesperado porque veía con impotencia cómo se apagaba
cada día mientras no podía hacer nada por ella. Una noche, cuando peor se
encontraba, decidí ir con la camioneta en busca de ayuda, pero el médico estaba
de visita en la ciudad. Maldije y golpeé el volante al intentar atravesar el
maldito bosque con aquella chatarra. Necesitaba llegar a casa cuanto antes, y
era el camino más corto. La oscuridad y la mala suerte quisieron que no viera
el tronco de un árbol recién talado. El choque fue brutal y, aunque no sufrí
ningún daño físico, el cárter del motor quedó destrozado. Tuve que seguir a
pie. Fueron los veinte minutos más agónicos de mi vida
―Tranquilo, hiciste todo lo que estaba en tu mano ―lo interrumpí para darle un respiro.
Volvió a mirarme. Negó con la cabeza
y fingió una sonrisa. En ese momento, como ya imaginaba el triste desenlace, me
levanté para ir a preparar café. Antes de traspasar la puerta continuó con el
relato y tuve que regresar a su lado.
―Llegó antes que yo ―dijo con un hilo de voz―.
Al entrar en esta misma habitación ya se alzaba frente a ella. Su repulsiva
silueta, envuelta en una luctuosa túnica negra, no tocaba el suelo. Me quedé
paralizado ante aquella imagen.
―No te tortures así ―le disuadí con otro amago
de salir.
―Cuando pude reaccionar, imbécil de mí, solo
se me ocurrió volver escaleras abajo en busca de un hacha. Suena absurdo, Ashley,
pero nunca he sido muy listo. Un hacha ―repitió con sarcasmo―, pretendí
enfrentarme al Ángel del Abismo con un estúpido hacha.
Tembló. Su voz rota le obligó a hacer una
parada. Luego gimoteó mientras movía los labios sin emitir sonido alguno. Su
mirada entonces tropezó de nuevo con la ventana. Por algún motivo, esa visión pareció
sosegarle. Una vez relajado empezó a adormilarse, momento que aproveché para
levantarme, sin embargo, un golpe de viento zarandeó la ventana y renovó su
estado.
―Me aproximé sigiloso por su espalda ―continuó
volviendo la vista hacia mí―, alcé la pesada herramienta hasta casi tocar el
techo, tomé aire conforme adelantaba una pierna y, con todas las fuerzas que
pude reunir, lancé un ataque rápido con la firme idea de destrozar su
encapuchada cabeza.
―Déjalo ya, por favor ―le supliqué sin éxito.
―Siempre he pensado que desapareció y volvió a
aparecer en un suspiro, el caso es que en lo que dura un parpadeo se había
girado hacia mí. En ese instante, cuando el metal ya iba a impactar con su
cabeza pude verle la cara. Todo ocurrió muy
deprisa, querida, y estás en tu derecho de no creerme, pero fue tal y como te
lo estoy contando. Estaba de espaldas y al instante su informe rostro me
contemplaba impasible con dos profundas cuencas vacías. Al atravesar aquella especie
de gaseosa figura sin
masa, el hacha no encontró ninguna resistencia y caí al suelo de rodillas.
Desapareció. Sin más. Cuando me incorporé ya no estaba. Eso ha corroído mi alma
desde aquel día, porque nunca sabré si interrumpí su diabólico trabajo o me
engañó para que yo lo terminara, pues al alzar la vista solo pude ver que el
frío acero había penetrado en el vientre de tu abuela.
Vicente Ortiz
Marzo de 2021
Registrado en Safe Creative
Buen relato, aunque el final se me hizo predecible .
ResponderEliminarBuen relato, aunque el final se me hizo predecible .
ResponderEliminarBuen relato, aunque el final se me hizo predecible .
ResponderEliminarGracias por comentar, Carlos.
ResponderEliminarFíjate que ese final pensé que sería sorpresa...
Saludos!