Antes de llegar a la puerta de lo que parecía la planta
subterránea, se arrastró con más cautela de lo que ya lo había hecho al
penetrar en la casa. Para que su presa no se pusiera en alerta, la abrió muy
lentamente, esperando ahogar con ello algún posible lamento de las bisagras. La
experiencia le decía que, provocar el máximo espanto posible, conservando aún
toda su energía, era vital en el primer encuentro. Después era todo muy
sencillo, pues los humanos solían quedarse paralizados sin oponer resistencia.
Cuando alcanzó el principio de la escalera, advirtió una exigua
luminiscencia proveniente de algún punto del lóbrego sótano. Sus sentidos le
indicaban que a pocos metros había una persona, podía olerla, saber su
temperatura, oír su respiración. Sería su último trofeo para alcanzar la
siguiente elevación, esa que tanto ansiaba y que le llevaría de nuevo a su
mundo, con los suyos, pero ya convertido en el maestro que todos esperaban.
La exactitud de la fuente de luz no podía verla desde su
posición, pero no tardaría en averiguarlo, ya que a quién buscaba estaba justo
allí. Plegó sus escamosas extremidades, amoldó el cuerpo a la silueta de la
escalera y empezó a bajar reptando despacio. Cuando su forma fue horizontal, se alzó con
sigilo, extendiendo de nuevo sus extremidades. En su descenso había recogió la
humedad del entorno como un grato recuerdo de su hogar. Se sentía dichoso.
Con determinación, se acercó hacia la iluminada pared de
enfrente. De espaldas, sentada en una silla de oficina, pudo ver a una joven
humana de pálida piel. Era ella. La pantalla proyectaba pequeños rayos de luz que
le atravesaban los cabellos. Hablaba distraída mientras se ajustaba los
auriculares con una mano y sujetaba un cigarrillo con la otra.
Impaciente, dispuesto para el ataque, cuando casi podía
rozarla, comenzó a abrir las enormes fauces, mostrando orgulloso su triple y
poderosa dentadura. De sus entrañas, emergió un cálido y pestilente hedor, que se
mezcló con la desbordada saliva de su cavidad bucal. Con el hocico chorreando,
retiró la membrana que cubría sus amarillentas escleróticas y elevó las
extremidades superiores para atenazar a la presa en cuanto se girara. Justo cuando
se iba a lanzar, algo lo distrajo un instante. En la pantalla, una emisión en
directo lo mostraba tras una chica que sonreía. Sin apartar la mirada del
monitor, cerró las fauces cuando la joven se incorporó.
ꟷTe estaba esperando ꟷdijo antes de metamorfosearse en un ser parecido a élꟷ, soy la Ilusionista.
Resignado, lanzó un pavoso rugido de desesperación al
comprender que había perdido: no volvería a su mundo con los suyos. Luego miró
al suelo. Allí, en una grotesca posición, yacía el cuerpo de la verdadera
Carlota, la que debería haber sido su presa.
Vicente Ortiz.
Relato escrito para La ilusionista.
Abril de 2020 (confinamiento Covid-19)
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