28 de abril de 2020

El sótano.


Antes de llegar a la puerta de lo que parecía la planta subterránea, se arrastró con más cautela de lo que ya lo había hecho al penetrar en la casa. Para que su presa no se pusiera en alerta, la abrió muy lentamente, esperando ahogar con ello algún posible lamento de las bisagras. La experiencia le decía que, provocar el máximo espanto posible, conservando aún toda su energía, era vital en el primer encuentro. Después era todo muy sencillo, pues los humanos solían quedarse paralizados sin oponer resistencia.
Cuando alcanzó el principio de la escalera, advirtió una exigua luminiscencia proveniente de algún punto del lóbrego sótano. Sus sentidos le indicaban que a pocos metros había una persona, podía olerla, saber su temperatura, oír su respiración. Sería su último trofeo para alcanzar la siguiente elevación, esa que tanto ansiaba y que le llevaría de nuevo a su mundo, con los suyos, pero ya convertido en el maestro que todos esperaban.
La exactitud de la fuente de luz no podía verla desde su posición, pero no tardaría en averiguarlo, ya que a quién buscaba estaba justo allí. Plegó sus escamosas extremidades, amoldó el cuerpo a la silueta de la escalera y empezó a bajar reptando despacio. Cuando su forma fue horizontal, se alzó con sigilo, extendiendo de nuevo sus extremidades. En su descenso había recogió la humedad del entorno como un grato recuerdo de su hogar. Se sentía dichoso.



Con determinación, se acercó hacia la iluminada pared de enfrente. De espaldas, sentada en una silla de oficina, pudo ver a una joven humana de pálida piel. Era ella. La pantalla proyectaba pequeños rayos de luz que le atravesaban los cabellos. Hablaba distraída mientras se ajustaba los auriculares con una mano y sujetaba un cigarrillo con la otra.
Impaciente, dispuesto para el ataque, cuando casi podía rozarla, comenzó a abrir las enormes fauces, mostrando orgulloso su triple y poderosa dentadura. De sus entrañas, emergió un cálido y pestilente hedor, que se mezcló con la desbordada saliva de su cavidad bucal. Con el hocico chorreando, retiró la membrana que cubría sus amarillentas escleróticas y elevó las extremidades superiores para atenazar a la presa en cuanto se girara. Justo cuando se iba a lanzar, algo lo distrajo un instante. En la pantalla, una emisión en directo lo mostraba tras una chica que sonreía. Sin apartar la mirada del monitor, cerró las fauces cuando la joven se incorporó.
Te estaba esperando dijo antes de metamorfosearse en un ser parecido a él, soy la Ilusionista.
Resignado, lanzó un pavoso rugido de desesperación al comprender que había perdido: no volvería a su mundo con los suyos. Luego miró al suelo. Allí, en una grotesca posición, yacía el cuerpo de la verdadera Carlota, la que debería haber sido su presa.


Vicente Ortiz. 
Relato escrito para La ilusionista.
Abril de 2020 (confinamiento Covid-19)
Registrado el 28/04/20 en Safe Creative con Nº 2004283810736
Safe Creative #2004283810736

26 de abril de 2020

9 de abril de 2020

Ocho minutos.

Los distintos poderes fácticos, religiosos y gubernamentales chocaban tanto, que los ambiguos y presionados pronósticos científicos, cada vez más desacreditados, estaban siendo tan variados, que aún no había consenso para anunciar una teoría oficial que agradase a todos. Los que sí estaba aceptado, es que, si ocurría, cuando todo fuera oscuridad, el sol ya habría colapsado ocho minutos antes. Acompañando a la noche eterna, llegaría la extrema bajada de las temperaturas que, a buen seguro, originaría una angustia irracional en la población. Con el desordenado y creciente pánico global establecido por sobrevivir en un mundo agonizante, los violentos disturbios traerían enfrentamientos de magnitudes apocalípticas. Sin fuerza gravitacional, la tierra y del resto de satélites y planetas que formaban el antiguo sistema solar, vagarían por el cosmos hasta colisionar u orbitar alrededor de otro astro. Pero eso ya daría igual, pues para entonces, los últimos carroñeros y bacterias ya habrían desaparecido antes de que la tierra se convirtiera en un planeta muerto y congelado.
    Ortega se abrió paso como pudo entre la enloquecida muchedumbre que atestaba la Explanada Nacional de Washington. En los últimos meses se había apartado de sus férreas convicciones científicas y, aunque con ciertos recelos, empezaba a flirtear con Annlee, la nueva creencia de moda en medio mundo. Le fue imposible continuar cuando se encontraba entre la Galería Freer y el Museo Nacional de Historia, pero desde esa posición pudo ver a Annabel, que micrófono en mano desde la enorme plataforma instalada bajo el obelisco, se dirigía al entregado público.



    ―Y el ojo amarillo brillará por última vez sobre nosotros ―gritaba la líder haciendo gesticulaciones que hacían danzar su túnica mientras recorría el escenario―, y llegará en la jornada anunciada por Metzengerstein en sus sacros compendios. Y aunque todos sus hijos verán y admirarán su puro fulgor por última vez, ellos serán renovados con la brutal belleza que arrasará para purificar las razas. Y de algunos, solo quedarán las cenizas heladas de lo que fueron, y así, para despertar en la aurora naciente e infinita de una nueva existencia, vosotros seréis los únicos elegidos. Desconfiad de quien reniegue de la doctrina de Annlee o intente engañar con falsas promesas, pues están condenados a que no quede de ellos ni su triste recuerdo. 
    Cuando el discurso terminó, no sin poca dificultad, Ortega volvió a abrirse paso para alejarse, pues como si de un concierto se tratase, los presentes parecían esperar los bises de su adalid.
    Desde el hotel informó a su agencia sobre lo vivido y se despidió de su superior, ya que era el último compromiso con ellos. Ahora le apetecía aprovechar el poco tiempo que quedaba de otra forma que no fuera trabajando, de hecho, había aceptado el último encargo porque quería volver a ver a Annabel antes de que, si se confirmaban las predicciones, todo se fuera a la mierda. Ya habían pasado doce años desde que decidieron dejar la relación, y aunque habían estado en contacto al principio, en los últimos años solo sabía de ella por lo que contaban los medios de comunicación.     
    Cuando al día siguiente se dispuso a salir del hotel para viajar a Boston, junto a la recepción lo abordaron un hombre y una mujer elegantemente vestidos. Como a estas alturas todo le daba igual, no opuso resistencia cuando lo invitaron a subir al coche que esperaba junto a la puerta. Una hora después, dejaron atrás la ciudad de Washington y, a través de un espeso bosque, se adentraron por un camino privado que discurría serpenteante hasta morir en una despejada llanura rodeada de garitas de vigilancia, donde presidiendo el recóndito lugar, se alzaba una lujosa mansión de estilo colonial.
    Junto a la puerta, custodiada de varias personas, una cara conocida lo observaba. Alejada de la imagen pública de líder espiritual, Annabel vestía ropa cómoda e intentaba aparentar cercanía luciendo una sonrisa. Aunque los años la habían tratado bien, aquella mujer distaba mucho de la que él había conocido tiempo atrás, pues ni siquiera se acercó para dedicarle unas palabras.
    Durante las semanas que duró su estancia en la congregación, apenas le permitieron acercarse a ella, y aunque el apocalipsis solo llegó de forma selectiva y voluntaria, en ese tiempo fue testigo del mundo que Annabel había creado, moldeando a aquellos elegidos que la idolatraban, y que no dudaron en quitarse la vida junto a ella en una desesperada ceremonia retrasmitida e imitada por millones de seguidores repartidos por todo el planeta, una vez confirmada la buena salud del sol.


Vicente Ortiz.
Relato escrito para la web Metal Obscura. 
Abril de 2020 (confinamiento)
Registrado en Safe Creative con Nº 2004283810859
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