Como cada mañana,
arrastró su enlutada figura hasta la puerta de casa. Con un torpe movimiento se
dejó caer en la vieja mecedora de madera que, con un crujido ronco, la recibió recordándole
que debía tener tantos años como ella. Mientras se recostaba sobre el mullido
respaldo, entornó sus apergaminados párpados, pretendiendo el ilusorio descanso
de aquellos pequeños ojos acuosos y rojizos que delataban el cansancio de quien
ya ha visto demasiado. Una vez acomodada, lanzó un sollozo de hastío, dejando escapar
con el lamento cualquier pretensión por abstraerse del presente, ese que la
retenía dentro de un cuerpo frágil y marchito al que despreciaba desde que
había caído enferma.
Consultó varias veces el
reloj de pared antes de incorporarse. Una ver erguida, necesitó unos segundos
sin moverse para que su respiración se regulara. Su hija se retrasaba una vez
más. Quizás ya no la visitaba a diario, no estaba segura, ni siquiera estaba
segura de cómo había llegado hasta la puerta de su casa. Apoyó sus huesudas
manos sobre los mangos del andador y salió a la calle con la esperanza de no
encontrarla. Cada vez llevaba peor las reprimendas de sus hijos y, aunque sabía
que lo hacían por su bien, no toleraba que la trataran como a un niño
indisciplinado. A estas alturas, no.
Lo que antes de la
enfermedad no le habría llevado ni un minuto, ahora le resultaba todo un reto
que necesitaba culminar cada día. Pero aquella manifestación de coraje no se
correspondía a una lucha por superarse, ni siquiera por mantenerse activa u
ocupada, aquel ritual que tantas veces había repetido era una estúpida obsesión
que la dominaba.
Después de un buen rato
de padecimiento, de ver impotente cómo sus torpes pies se arrastraban en cada
paso, de aguantar los temblores de unos brazos exhaustos que a duras penas sostenían
su peso, de jadeos, tos e incómodos sudores, llegó a la esquina. Para enfocar
lo poco que le quedaba de vista, con una mueca forzada, que marcó aún más cada
surco de su rostro, se acercó hasta casi rozar el tablón de anuncios con su delgada
nariz. Una a una, escudriñó cada necrológica para confirmar que los rostros y
los nombres eran desconocidos. Sonrió. La ligereza prestada por ese consuelo, eliminó
el lastre que encadenaba sus pies.
Aliviada, se dispuso a
regresar para no volver jamás. Sí, esta sería la última vez. Después de mucho
tiempo rumiando cuándo hacerlo, al fin, la decisión estaba tomada. Su absurdo
empeño por volverse a ver protagonizando una esquela, ya había asustado a
bastantes personas.
Escrito por Vicente Ortiz en agosto del maldito 2020
Puedes leer este y otros relatos en la web Dentro del Monolito.
Nº de registro en Safe Creative 2009015218118