15 de agosto de 2020

La anciana.

Como cada mañana, arrastró su enlutada figura hasta la puerta de casa. Con un torpe movimiento se dejó caer en la vieja mecedora de madera que, con un crujido ronco, la recibió recordándole que debía tener tantos años como ella. Mientras se recostaba sobre el mullido respaldo, entornó sus apergaminados párpados, pretendiendo el ilusorio descanso de aquellos pequeños ojos acuosos y rojizos que delataban el cansancio de quien ya ha visto demasiado. Una vez acomodada, lanzó un sollozo de hastío, dejando escapar con el lamento cualquier pretensión por abstraerse del presente, ese que la retenía dentro de un cuerpo frágil y marchito al que despreciaba desde que había caído enferma.

Consultó varias veces el reloj de pared antes de incorporarse. Una ver erguida, necesitó unos segundos sin moverse para que su respiración se regulara. Su hija se retrasaba una vez más. Quizás ya no la visitaba a diario, no estaba segura, ni siquiera estaba segura de cómo había llegado hasta la puerta de su casa. Apoyó sus huesudas manos sobre los mangos del andador y salió a la calle con la esperanza de no encontrarla. Cada vez llevaba peor las reprimendas de sus hijos y, aunque sabía que lo hacían por su bien, no toleraba que la trataran como a un niño indisciplinado. A estas alturas, no.

Lo que antes de la enfermedad no le habría llevado ni un minuto, ahora le resultaba todo un reto que necesitaba culminar cada día. Pero aquella manifestación de coraje no se correspondía a una lucha por superarse, ni siquiera por mantenerse activa u ocupada, aquel ritual que tantas veces había repetido era una estúpida obsesión que la dominaba.

Después de un buen rato de padecimiento, de ver impotente cómo sus torpes pies se arrastraban en cada paso, de aguantar los temblores de unos brazos exhaustos que a duras penas sostenían su peso, de jadeos, tos e incómodos sudores, llegó a la esquina. Para enfocar lo poco que le quedaba de vista, con una mueca forzada, que marcó aún más cada surco de su rostro, se acercó hasta casi rozar el tablón de anuncios con su delgada nariz. Una a una, escudriñó cada necrológica para confirmar que los rostros y los nombres eran desconocidos. Sonrió. La ligereza prestada por ese consuelo, eliminó el lastre que encadenaba sus pies.



Aliviada, se dispuso a regresar para no volver jamás. Sí, esta sería la última vez. Después de mucho tiempo rumiando cuándo hacerlo, al fin, la decisión estaba tomada. Su absurdo empeño por volverse a ver protagonizando una esquela, ya había asustado a bastantes personas.


Escrito por Vicente Ortiz en agosto del maldito 2020

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