La mansión de los Farrell
seguía tal como la recordaba de pequeño; quizá un poco más grande, pero todo
permanecía igual, era increíble, hasta el olor persistía impregnándolo todo con
aquel perfume que creía olvidado. Los viejos, pero lujosos y bien conservados
muebles seguían en su sitio, los colores de las paredes, los cuadros, la enorme
biblioteca familiar, las habitaciones… Era como viajar en el tiempo y volver a
revivir aquellas pesadillas de juventud.
La casualidad había hecho
que tuviera que volver después de tantos años, pero ya no era el niño que
entraba acompañando a Thomas Farrell, mi mejor amigo, para hacer los deberes
del colegio. Él siempre se reía de mí, pero como sabía que me daba un poco de
miedo su familia, entrábamos directamente a su habitación para hacer los
trabajos. Luego le obligaba a acompañarme hasta la puerta para no encontrarme a
solas con sus padres. Me daban auténtico pavor aquellas miradas perdidas o
verlos deambular a oscuras por los tétricos pasillos mientras tarareaban viejas
canciones.
Ahora era cuestión de
trabajo y en cuanto tomara unas fotos para la tasación, saldría de aquellos
horribles muros para no volver jamás. Encendí todas las luces y empecé con mi
cometido como si de cualquier otra vivienda se tratara. No puede evitar sentir
un escalofrío cuando entré en el cuarto donde todo ocurrió. Según hacía las
fotos, algo despertó en mi interior una curiosidad casi morbosa, como si una
voz me animara a hacerlo. No dudé a la hora de escudriñar cada rincón del enorme
armario macizo de madera y abrir uno a uno cada cajón de la cómoda y la
mesilla. Nada me llamó especialmente la atención, realmente solo había ropa y
juguetes. Me habría hecho ilusión encontrar algún cuaderno o libro con apuntes
de su puño y letra. Decepcionado, me senté en el borde de la cama en la que
tantas veces había saltado jugado con Thomas a intentar tocar la llamativa viga de madera que atravesaba el techo de la
habitación. Fue entonces cuando la coraza que había creado durante años se
destrozó. En unos segundos afloraron viejos recuerdos que creía enterrados y
alcé la vista para plantarla en esa viga, la misma que había servido para
realizar aquella estúpida ceremonia diabólica en la que mi amigo había perdido
la vida a manos de sus propios padres.
Tres golpes secos que
llegaban de la planta baja, me sacaron de mis cavilaciones y de un respingo me
levanté de la cama. Seguramente alguien del banco o el propio dueño, ese excéntrico
que seguía manteniendo aquel viejo caserón tal como era en los sesenta, había
llegado. Al salir de la habitación y adentrarme en el espacioso pasillo que
llevaba a la escalera, volví a sentir un escalofrío y otro maldito recuerdo
apareció tan fresco como si lo estuviera viendo. En una entrevista televisada, los padres de Thomas, pocos días antes de ser ejecutados en la silla
eléctrica, afirmaban que unas voces les habían dicho que lo hicieran. ―Malditos locos ―susurré mientras bajaba.
―Hola, Andy ―dijo el hombre tras abrir la puerta.
Hacía años que nadie me
llamaba así, de hecho, solamente Thomas y Many, el hijo de la cocinera, solían
hacerlo.
―Buenas tardes ―contesté intrigado―, ya he terminado el trabajo y me iba ahora mismo. En cuanto
esté todo listo le llamarán de la oficina.
―¿Es que no te acuerdas de mí? ―preguntó sonriente mientras me
ofrecía su mano―. La verdad es que han pasado muchos
años, Andrew, pero en cuanto te he visto, te he reconocido.
No supe qué contestar en
ese momento, pensé en Many, pero sus rasgos latinos no encajaban con los del
hombre que me examinaba. Miré fijamente a sus ojos y fue como si me susurraran:
―Las voces insistieron y no pude hacer otra cosa para librarme
de ellas. Mis padres tuvieron que mentir y cargaron con ello, ¿ves como no eran
tan malos?
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Vicente Ortiz Guardado
Mayo 2015
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010554
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