Empecé a contar
mentalmente hasta tres. Al principio me faltaba el aire, pero conforme fui
tranquilizándome comencé a respirar un poco mejor. Olía mal, pero cada pequeña
bocanada de aire que entraba en mis pulmones era una pequeña victoria.
Cuando recuperé la
respiración y mis ojos se acostumbraron a la casi total ausencia de luz me
centré en el siguiente problema, salir de allí. A duras penas repté durante un
tiempo indefinido y cuando noté que llevaba un buen rato bajando, sentí que la
tensión se acumulaba en mis sienes dándome pequeños pinchazos.
Paré unos minutos para
recuperar fuerzas y cuando proseguí, la especie de galería en la que me
encontraba comenzó a hacerse más grande y en horizontal. Aunque sentía el mismo
agobio que al principio, ya me había habituado a respirar siguiendo una
secuencia y también la tensión en mi cabeza empezaba a desaparecer. Por la
tierra que se pegaba en mis codos y mis rodillas deduje que estaba sangrando. Me
picaban mucho los ojos, hasta los lagrimones que recorrían mi cara parecían
barro imposible de limpiar.
Mis fuerzas me habían
abandonado casi por completo cuando aprecié que al fondo había algo de luz. No
sé de dónde saqué la energía, pero aceleré la marcha dando gritos a cada
avance. El dolor en los codos era insoportable, pero tenía que llegar cuanto
antes al fondo.
―Un, dos, tres ―decía una y otra vez antes de gritar
y respirar.
El tamaño de la galería
aumentó a tal punto que pude empezar a caminar más deprisa a cuatro patas. Mis
brazos temblaban de cansancio porque no podía estirarlos por completo sin darme
golpes en la cabeza, pero estar cada vez más cerca de la fuente de luz, hizo que
una mueca parecida a una sonrisa apareciera en mi cara.
Como la anchura de la
galería daba para girarme, pude tumbarme
bocarriba para descansar. Tanto me relajó cambiar de postura que me quedé
dormido. No sé cuánto tiempo pasó, pero algún pequeño roedor recorrió mi pecho
a una velocidad endiablada y me devolvió a la cruda realidad.
Cuando me dispuse a
proseguir, un nuevo varapalo me sacudió; no había nada de luz. Me encontraba
sumido en la más absoluta oscuridad. Aun así, seguí mi marcha sin saber dónde
cómo o cuándo terminaría mi calvario.
Tenía la boca pastosa y
una sed de mil demonios, pero los codos me dolían menos. Con mucho esfuerzo,
unos minutos después llegué a la desembocadura del túnel. No veía el fondo y
como tampoco tenía espacio para girarme e intentar bajar de pié, decidí esperar
a que llegara de nuevo la luz, si es que ésta llegaría en algún momento.
Volví a quedarme dormido
unos minutos, puede que unas horas. Cuando desperté, un rayo de luz proveniente
del techo atravesaba la enorme oquedad iluminando aquella cueva. No había otra
opción, tenía que tirarme de cabeza e intentar girarme en el aire para caer de
pie antes de estamparme en el suelo que estaba a unos tres metros.
Dibujé en mi imaginación
un salto perfecto, pero éste no fue tal. Sin poder ponerme de pie antes de
saltar, me impulsé todo lo que pude para sortear las piedras de la pared y
hacer la pirueta que quería, pero lo único que conseguí fue caer de espalda en
el frío y duro suelo pedregoso.
El golpe fue tan brusco
que temí haberme fracturado alguna costilla. No podía respirar y el dolor era
espantoso. Conseguí ponerme en posición fetal y de forma entrecortada al
principio, y más regular pasado un tiempo, comencé a respirar.
Me incorporé lanzando un
fuerte grito que retumbó entre aquellas paredes. A pesar del dolor de la
espalda, pude ponerme en pie tras un ligero mareo que casi me hace volver a
caer. Me dolía tanto que ya me había olvidado de las rodillas y los codos.
Gracias a la luz, comprobé que efectivamente había perdido bastante sangre. En
el codo derecho había desaparecido todo rastro de piel y pude ver el hueso
entre la costra de tierra y sangre que se había formado.
Tambaleándome un poco,
recorrí la estancia que, desde abajo se veía mucho más grande. Parecía una
formación totalmente natural, pero el túnel por el que había llegado hasta allí
lo había hecho alguien quién sabe por qué motivo. En la parte superior, se
adivinaba una curvatura que posiblemente llevaba a la superficie. La luz que
por allí se colaba, seguramente era la propia luz del día, pero estaba a más de
treinta metros imposibles de escalar en mi estado. Grité tanto como mi garganta
me permitió, pero la única respuesta que llegó fue el propio eco de mi voz.
Ya con menos dolor,
explorando por uno de los extremos, justo frente a la desembocadura del túnel
por el que había reptado, vi que la oquedad tenía una continuación. La luz era
más escasa, pero avancé con cuidado y descubrí que había una pequeña laguna
formada por el agua que se filtraba por las paredes del fondo de la cueva. Sin
pensarlo me decidí a entrar. Inconscientemente no tuve la precaución de
comprobar antes la profundidad y al meter el primer pie caí dentro. Estaba muy
fría y eso me espabiló rápidamente. Con un par de brazadas me acerqué al borde
de la que en otra situación habría sido una idílica piscina natural, y aunque
me costó un poco, pude salir. De rodillas en la orilla me lavé las
heridas y bebí abundantemente sin pensar en una posible intoxicación. ¡Qué más
podía pasarme! Desde luego de sed no me iba a morir.
El agua que chorreaba
continuamente por la pared tenía que salir por alguna parte, pues la marca de
la erosión indicaba que el nivel hacía mucho que no subía. Nunca había sido un
gran buceador, pero algo tenía que intentar antes de morirme de hambre o por
alguna infección.
Aunque mis extremidades
no estaban para mucho derroche de energía, me lancé y recorrí buena parte del
pozo antes de subir a la superficie a coger aire. A pesar de que el agua era
cristalina, en cuanto me sumergía un poco, era imposible ver nada. Ya que la
vista no me servía de mucho, cambié de táctica y fui palpando las paredes
intentando encontrar alguna salida. Una de las veces encontré a bastante
profundidad lo que parecía el “desagüe”, pero, no sabía qué habría más allá.
Subí para respirar profundamente y volví al mismo sitio, pero cuando intenté
adentrarme un poco más, algo pasó a mi lado rozándome con violencia la espalda.
Fueron unos segundos agónicos pues ya no aguantaba más la respiración, fuera lo
que fuera me había desorientado y el miedo a una extraña criatura me noqueó.
Cuando di el primer tragón de agua pensé que era el final, pero entonces una
fuerza inesperada me hizo reaccionar y pude salir de aquella trampa. Por el
camino volví a tragar más agua y cuando pensé que moriría ahogado vi la
claridad. Saqué la cabeza del agua y vomité sin parar de toser. Salí del agua
temblando de frío y de miedo.
Me alejé de la piscina
buscando la tranquilidad de la claridad que penetraba desde lo alto y fue
cuando a mi espalda un enorme chapoteo en el pozo hizo que por primera vez
deseara estar de nuevo en el túnel por donde había llegado hasta aquel maldito
lugar. No pude ver con precisión, pero por las sacudidas que dio aquella cosa y
la enorme cantidad de agua que sacó, debería tener un tamaño descomunal. Me
alejé todo lo que pude suplicando para mis adentros que no fuera un gigantesco
anfibio carnívoro. Para mi desgracia, la luz empezó a desvanecerse y poco a poco
todo volvió a sumirse en total oscuridad.
Acurrucado en un hueco de
la pared observé como el bicho paraba de chapotear y dejaba un tranquilizador
silencio solamente quebrado por los chorros de agua que descendían por la
pared. Sin apenas moverme, pasé en alerta la noche más larga de mi vida.
Cuando el sol hizo
presencia de nuevo, apenas me quedaban fuerzas para sobrevivir un poco más. Estaba
exhausto, mi estómago rugía de hambre y aunque ya no sangraba, me dolía todo el
cuerpo.
Con bastante dificultad,
me incorporé para intentar encontrar otra salida antes de que fuera demasiado
tarde. Después de un buen rato confirmé que era imposible trepar por aquellas
paredes prácticamente lisas. Decidí que era el momento, había perdido la
batalla y pronto descansaría para siempre. Me tumbé en el suelo. Fijando la
mirada en la claridad, los ojos empezaron a picarme por la falta de sueño. Los
cerré.
No estoy seguro de si fue
una alucinación, un ángel, un sueño o qué, pero lo último que recuerdo es que
me levanté al oír una encantadora melodía y en el borde de la piscina cantaba
la mujer más bella que jamás habían visto mis ojos. Su espesa melena dorada
recorría su torso desnudo. Tenía los ojos de un verde intenso, la piel más fina
y delicada que podía existir y sus sensuales y carnosos labios se abrían
sugerentes al tararear aquella canción.
Su poder me atrajo tanto
que sin decir una palabra me acerqué para besarla. Ella respondió agradecida.
Luego nos miramos fijamente unos segundos, me sonrió dulcemente y volvimos a
besarnos. Después se sumergió con los ojos abiertos y finalmente ascendió
rodeando mi nuca con sus delicadas manos. Cuando yo iba a hacer lo propio, tiró
de mí, lanzándome al agua.
No tuve miedo cuando me
abrazó por la espalda y nos sumergimos en la profundidad de aquellas aguas
oscuras, al contrario, por primera vez en mi vida me sentí en paz. Incluso creí
escuchar cómo seguía cantando bajo el agua para tranquilizarme.
Antes de perder el
conocimiento noté como me rozaba cuando se agitaba para descender a más
velocidad. Luego desperté confuso en la orilla de un caudaloso río. Jamás volví
a verla.
Yo sé que las sirenas no existen,
y mucho menos las de agua dulce, pero el caso es que hoy, cuarenta años después
de llegar al nuevo mundo, a cambio de un vaso de vino, sigo contando mi
historia a los nuevos aventureros españoles que, en silencio, la escuchan
atentos.
Vicente Ortiz Guardado.
04-07-14
Relato dedicado a Ángel Gabay.
Derechos de autor: Relato registrado en Safe Creative. Código de registro 1803056010660
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