Érase una vez, en una pequeña aldea rodeada de un frondoso bosque, en la
que vivía una preciosa niña de ocho años llamada Leila.
Leila era la más pequeña de cinco hermanos. Sus padres, humildes
agricultores y trabajadores infatigables con una pequeña y modesta casa como
única propiedad, no podían dar a sus hijas todo lo que querían, ya que con lo
poco que ganaban, apenas tenían para un plato en la mesa.
La mayor de ellas, de dieciocho años, iba a casarse en breve con el hijo
del molinero, un apuesto joven enamorado de ella desde que eran niños.
Como sus padres no podían permitirse una boda lujosa, fueron a pedir
audiencia ante el rey para ver si podía ayudarlos. De todos era sabido, que la
familia Real ayudaba en lo que podía cuando alguien tenía una dificultad
económica.
Normalmente, prestaban el dinero que luego tenía que ser devuelto a
plazos. Algunas veces, si las familias no podían asegurar la devolución,
entregaban durante un tiempo a alguno de sus componentes para trabajar en
palacio. Rodeadas de lujo, se rumoreaba que las chicas jóvenes se encontraban
tan a gusto en la corte, que muchas se negaban a volver a su vida anterior.
A los reyes, que siempre necesitaban mucho personal para atender el
palacio, no les quedaba más remedio que aceptar sus decisiones y dejar que las
jóvenes permanecieran en la corte hasta que quisieran irse.
Tras una larga espera por la cola de lugareños que también iban a pedir
los favores del monarca, les llegó el turno al matrimonio que, ese día habían
escogido sus mejores ropajes para la importante cita.
La pareja, algo nerviosa, expuso su problema y tras varias preguntas del
rey, éste los despidió diciendo que un emisario los visitaría para darles su
decisión.
Tres días después, cuando Leila y sus hermanas ayudaban a su madre a
hacer la comida, un emisario Real se presentó con una carta. En ella decía que
puesto que no disponían de dinero para asegurar la devolución del crédito,
aceptaban a una de sus hijas para ayudar en la corte durante un año.
Leila, que siempre soñaba con ser una princesa, se ofreció voluntaria.
Sus hermanas mayores respiraron aliviadas y sus padres aceptaron, total, un año
pasaría pronto y en palacio no le faltaría de nada.
La boda, a la que asistieron familiares y amigos, se celebró por todo lo
alto. Los novios, tras el baile abandonaron la celebración para irse a su nueva
casa no sin antes despedirse de Leila.
Al día siguiente, dos personajes vestidos con alegres colores se
presentaron en la casa de los campesinos para llevarse a la pequeña Leila. La
niña se despidió de todos aguantando las lágrimas que, nada más salir de la
casa, rodaron por sus mejillas.
La misma reina en persona la recibió a la entrada. Tras un vistazo a la
chiquilla, sonrió.
—Leila, no tienes por qué estar triste, aquí estarás muy bien atendida y
cuando pase un año podrás volver con tus padres si esa es tu decisión.
—Gracias, señora —Dijo la niña.
—Ahora te acompañarán a tu habitación —continuó la reina―, espero que te
guste.
Cuando Leila entró en su cuarto desaparecieron sus tristezas. Una bonita
lámpara de diminutos cristales colgaba del techo, una enorme cama con sábanas
de seda rosa descansaba en mitad de la estancia, un amplio repertorio de
preciosos vestidos y zapatos llenaba el lujoso armario, una cómoda llena de
joyas hacía de soporte para un gran espejo en forma de corazón, cortinas de
gasas blancas y rosas colgaban desde el techo y un montón de muñecas de trapo
la esperaban dentro de un baúl de madera abierto para poder jugar con ella.
Leila, que pensaba que sería la única niña que había en el palacio, se
quedó fascinada cuando la llamaron para comer. Más de veinte niñas llenaban la
enorme mesa donde cada día comería. A su lado, una niña pelirroja con la cara
llena de pecas la saludó. Ella sonrió y acto seguido comenzó dar cuenta de la
comida. Nunca en su vida había comido algo tan sabroso.
Tras la comida, la educadora llevó a todas las niñas a la habitación de
juegos. Las pequeñas comenzaron a jugar con los abundantes juguetes mientras
Leila no sabía qué hacer.
―Hola, me llamo Iris ―Dijo alegremente la niña que había comido junto a
ella.
―Hola, yo soy Leila ―dijo un poco avergonzada.
―No te preocupes por nada, aquí estarás muy bien. Yo llevo casi un año en
palacio y no quiero pensar en el día en que tenga que abandonarlo. Mi familia
es muy pobre y nunca podrá ofrecerme lo que hay aquí. Jamás volveré a usar
estos bonitos vestidos ni a comer tan bien.
―Gracias, Iris.
―Al principio se hace un poco duro, pero luego verás que es lo mejor que
nos podría pasar. Por la mañana vamos a clase, si hace buen tiempo, las clases
son en los jardines. Luego comemos lo que nos apetezca, incluso si eres muy
golosa puedes comer sólo pasteles, pero no te lo aconsejo porque yo me di un
atracón y estuve dos días con dolores de tripa. Tras la comida venimos a esta
habitación para jugar casi toda la tarde. Luego merendamos algo en el comedor y
nos quedamos charlando un rato. Cuando escuches una campanilla, quiere decir
que es la hora del baño, cada una tiene su propia bañera asignada y una persona
encargada de bañarnos ―Hizo una pausa—. Es lo que menos me gusta porque estamos
todas desnudas en un gigantesco baño y a veces los reyes pasan a vernos.
—¿Ah si? —Dijo Leila contrariada.
—Sí, pero no te preocupes, sólo echan un vistazo y sin decir nada se van.
Luego nos volvemos a poner otro vestido y bajamos a cenar. Tras la cena nos
leen un cuento y luego nos vamos a nuestras habitaciones. Allí puedes jugar con
las muñecas o hacer lo que quieras hasta que vuelve a sonar la campanilla que
nos indica que es la hora de dormir.
—Como una princesa… pero, ¿podremos ver a nuestras familias?
—No, pero tranquila, no los echarás de menos.
Unos días más tarde, llegó un raro personaje a palacio. El escuálido
anciano llevaba una larga túnica de color azul y unos zapatos también azules
con la punta hacia arriba. Sus espesas barbas blancas apenas dejaban adivinar
sus rasgos. Los reyes lo recibieron haciéndoles una inaudita reverencia. Se
trataba del brujo de los tres valles. Un herético y oscuro hechicero al que
casi nadie conocía.
Una vez reunidos el brujo habló:
—Mis sueños me dicen que la niña está muy cerca. Sólo acabando con ella,
la profecía no se cumplirá.
—¿Qué sugieres que haga, oh gran mago? —Dijo el rey—. ¿No pretenderás que
les corte el cuello a todas esas niñas?
—No será necesario. Para no levantar sospechas repetiremos la técnica de
cada año bisiesto. Necesito tres almas puras ahora mismo. Enviadme a las que
vayan a salir en breve. Si no es ninguna de ellas, mañana volveremos a
repetirlo y seré yo quien las escoja.
—¿Y si mañana tampoco hay éxito? No podemos permitir que sospechen —Dijo
esta vez la reina.
—No temas, mujer, el final está próximo.
La reina, sin contestarle, abandonó la estancia.
El brujo, sin pérdida de tiempo aprovechó para sacar sus hierbas mágicas
de la bolsa de tela marrón que colgaba de su hombro. Se acercó al caldero que
humeaba en la chimenea y las fue añadiendo una a una. Luego sacó un viejo libro
y comenzó a recitar algo incomprensible. Después, dejó que el agua se evaporase
y extrajo una muestra de la espesa cataplasma.
—Si la niña que dice la profecía está en el palacio, esta pasta en
contacto con su piel cambiará de color. Entonces la mataremos y tu reino durará
para siempre. —Dijo el anciano mirando al monarca.
—¿Y si no cambia de color?
—Lo volveremos a repetir mañana con otras tres, pero confía en la vieja
sabiduría que durante siglos ha servido a tus ancestros, además, la luna de
esta noche es propicia —Contestó el brujo levantando la voz—. La fecha que dice
la profecía está cerca y esa niña podría acabar con vuestro reinado.
—Siempre me ha parecido exagerada la interpretación de esas escrituras,
no entiendo cómo una mocosa podría hacer tal cosa.
—¡Si dudas de mí, estás condenado! ¡Testarudo cabezota!
—Lo siento mucho, oh gran mago de los tres valles, no pretendía
ofenderos.
Al viejo no le dio tiempo a contestar porque en ese momento se abrió la
puerta y apareció la reina con tres niñas.
—¡Que se desnuden! —Ordenó.
La reina fue ayudándolas a despojarse de sus vestidos dejándolas sólo con
unas finas camisolas. Mientras tanto, el mago siguió extrayendo la pasta del
caldero. Luego se acercó a ellas y las examinó concienzudamente buscando
manchas, lunares o marcas que le hicieran sospechar. Como la pelirroja tenía
bastantes pecas y lunares por toda su blanca piel, se decidió a empezar por
ella.
—Túmbate bocarriba en esa mesa y cierra los ojos —Dijo firme.
Iris, obedeció asustada ante la mirada de las niñas semi desnudas que
contemplaban la escena. Subió a la enorme mesa sin decir nada. Cuando estaba en
la posición que el brujo quería, cerró los ojos. Al principio sintió algo
caliente en su pecho, luego el calor fue más intenso. Le quemó, pero no se
quejó.
Mientras el brujo esperaba a que la pasta cambiara o no de color,
indicó a las otras chicas que se pusieran junto a ella. Ya sabían qué tenían
que hacer.
Sólo la última empezó a llorar cuando sitió el calor. El rey le ordenó
que se callara o mandaría matar a su familia. Al oír aquellas palabras, la niña
ahogó su tristeza y su dolor en el más absoluto de los silencios.
El brujo, se giró hacia los monarcas y negó con un gesto. Luego extrajo
una de las botellas de cristal que guardaba en su bolso y la derramó por las
cabezas de las jóvenes. Esperaron en silencio.
Minutos más tarde empezó la transformación. Las niñas se convirtieron en
inocentes muñecas de trapo.
Leila, se despertó antes de lo habitual. Normalmente su madre tenía que
llamarla varias veces cada mañana, pero esta vez era distinto. Aunque aún
seguía asustada, decidió que tenía que aprovechar todo lo que le habían
ofrecido. Se vistió y comenzó a jugar con las muñecas hasta la hora del
desayuno. Reparó en una bonita muñeca de pelo rojo a la que no había visto el
día anterior. Luego una de las empleadas llamó a su puerta antes de
entrar y le dijo que se vistiera rápido. Así lo hizo y cuando se disponía a
volver a coger la muñeca sonó la campanilla que le indicaba que había que bajar
a desayunar.
Por más que miró a su alrededor no localizó a Iris. Luego se fueron a
clase y atenta a las explicaciones de la profesora se olvidó de ella. El día
pasó muy rápido.
En la habitación donde se había llevado el ritual de la noche antes volvieron
a reunirse los reyes y el brujo.
—Noto su presencia, majestad. Sed pacientes, pronto todo habrá acabado.
—Espero que así sea —Dijo la reina—. No podemos permitirnos demorarlo
más. Si hace falta, yo misma tiraré una a una a todas esas niñas bobas al pozo
del jardín.
—No será necesario mi reina. Si no os parece mal, quisiera ser quien
elija esta noche a las tres niñas.
—Tenéis el consentimiento —Dijo el rey—, pero acabad con esto cuanto
antes, os lo suplico.
Cuando llegó la hora del baño, todas las niñas fueron entrando en sus
respectivas bañeras esperando a ser aseadas. Distraídas, no repararon en la
presencia de los reyes y un extraño personaje que les acompañaba. Luego cenaron
y se retiraron a sus habitaciones.
Leila, sacó del baúl la muñeca de pelo rojo que había visto por la
mañana. Estaba jugando con ella encima de la cama cuando la hicieron llamar. La
ocultó bajo su vestido.
Junto a otras dos niñas, la reina en persona las condujo por el largo
pasadizo que terminaba en lo que parecía una mazmorra. Cuando entraron, el rey
que estaba junto a un anciano, les ordenó que se quitaran la ropa.
De espalda a los reyes y al viejo que los acompañaba, se quitó el vestido
dejándolo a sus pies.
Leila, vio como la reina cogía a una de las chicas y le obligaba a ponerse
sobre la mesa, luego aquel raro personaje sacó algo de un caldero y mientras le
decía que no abriera los ojos le puso aquella pasta sobre el pecho. La niña
lanzó un leve grito del dolor que sintió, pero no abrió los ojos ni pronunció
palabra. La segunda lloró desconsolada un buen rato pero tampoco dijo nada. El
mago sacudió la cabeza y roció un líquido sobre las dos chicas.
—¿A qué esperas tú? —Le espetó la reina con gesto de rabia.
Leila hizo lo propio y aunque sitió un fuerte calor permaneció tranquila.
La pasta verduzca que se enfriaba en su pecho comenzó a adquirir un color
mostaza. Entonces algo en su interior la obligó a abrir los ojos.
Lo primero que vio fue la cara del viejo que con un cuchillo se acercaba
a ella. El brujo, al notar como se le clavaban aquellos ojos sintió miedo,
quizás por primera vez en su vida. Retrocedió.
Cuando las dos niñas comenzaron la metamorfosis a las que la
maldición les había condenado, Leila se incorporó asustada sin creerse lo que
estaba viendo.
—¡Terminad el trabajo, maldito loco! —Le gritó el rey—. ¿O es que os da
miedo una niña?
Leila se bajó de la mesa tan aterrada que necesitó abrazarse a algo.
Cogió su vestido para cubrirse y entonces la muñeca que se ocultaba entre las
telas, cayó al suelo. La recogió y la apretó fuerte contra su pequeño cuerpo.
Los reyes y el brujo quedaron paralizados al ver como la muñeca al
contacto con la pasta empezaba a moverse. Leila, al darse cuenta volvió a
ponerla en el suelo y se vistió con rapidez. Mientras el brujo la miraba sin
saber qué hacer, dejó caer el cuchillo. La reina fue a cogerlo con tanta prisa
que tropezó al pisarse su propio vestido. Tendida en el suelo, el rey fue en su
auxilio y cuando la abrazaba levantaron la mirada.
Leila había cogido el caldero y estaba a punto de derramar el contenido
sobre ellos. Paralizados, vieron como la niña también les echaba el líquido de
la botella. Antes de transformarse en muñecos para siempre, pudieron ver como
el brujo se bebía el contenido de otra de sus botellas.
Leila, con las manos quemadas por el caldero, aún pudo ayudar a Iris a
levantarse del suelo, luego arrojó los muñecos de los reyes a la chimenea. El
brujo, entre un ligero humo azulado empezó a deshacerse como un azucarillo en
el café. En pocos segundos, de él sólo quedó su estrafalaria ropa.
Mientras, el resto de las muñecas que había en cada habitación comenzó a
transformarse en las niñas que un día fueron y que en algunos casos llevaban
años encerradas en una forma de trapo. Leila acompañó a Iris a su habitación
para vestirse. Por el camino se cruzaron con decenas de niñas asustadas que no
entendían nada.
Leila entró en su habitación para coger todas las joyas que pudo y
abandonó aquel palacio sin mirar atrás.
Cuando llegó a casa contó todo lo ocurrido. Sus padres le prometieron no
dejarla sola nunca más, habían aprendido bien la lección y juraron que nunca
más intentarían aparentar lo que no eran.
Con las joyas pudieron vivir
más desahogados y fueron felices para siempre.
Escrito en otoño de 2012
Vicente Ortiz Guardado
Vicente Ortiz Guardado
Qué cuento tan intenso, la 1ª parte parece un mundo de felicidad y casi de que la niña se va a convertir en Cenicienta, para después dar un giro hacia una parte oscura y dramática.
ResponderEliminarMe ha gustado la originalidad de la conversión de las niñas en muñecas de trapo. Justo hace unos días, hablaba con una chica que se dedica a hacer "fofuchas", unas muñecas artesanales en moda muy particulares, aunque no creo que sea eso lo que te haya inspirado.
Y después de acabar con la parte terrorífica del brujo y los reyes, la niña y los padres sacan una buena moraleja, que bien podría aplicarse a los tiempos actuales, o a la gente que vive por y para aparentar. Felicidades porque tienes una gran inventiva :)
Abrazos
Muchas gracias!! Me llama la atención tu detallado análisis y me alegra mucho saber que te ha gustado.
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